Torna la doctrina de l´estat d´excepció permanent (2).
Aunque cargado de menos dramatismo, el argumento sigue siendo válido si, en lugar de una guerra, las dificultades extraordinarias que toma en consideración un parlamento para conceder el poder a un Gobierno de excepción son económicas. Si el Gobierno de excepción fracasa contra la crisis, es el régimen democrático el que fracasa. Pero si logra resolverla, la legitimidad democrática puede convertirse a partir de ese momento en un prejuicio de puristas, en un ensueño benéfico que no resiste el contraste con la realidad y al que conviene renunciar en nombre del pragmatismo o del sentido común. Es precisamente eso, el pragmatismo, el sentido común, o por mejor decir, el espejismo del pragmatismo, del sentido común, lo que ha hecho de la República gobernada por los filósofos, por la aristocracia de los sabios, una tentación irresistible desde los tiempos de Platón, a la que en España sucumbió Ortega lo mismo que, en Italia, Mosca y Pareto. Como también han sucumbido, en fechas más recientes, quienes trataron de justificar algunas dictaduras latinoamericanas, como la de Augusto Pinochet en Chile, por los éxitos económicos alcanzados bajo la influencia de los académicos de la Escuela de Chicago.
Sabios de la guerra en el pasado o sabios de la economía en el presente, sabios, en fin, de cualquier sabiduría, cuyas decisiones no están inspiradas por el objetivo de arbitrar intereses diferentes y legítimos, que es el sentido último de la política democrática, sino por un saber, por una ciencia que solo obedece a sus propias leyes y para la que la realidad, incluida la realidad social, compuesta por individuos libres, no pasa de ser un simple campo de experimentación. Si el saber, si la ciencia que aplican los Gobiernos de excepción, los sabios de cualquier sabiduría que gobiernan la República de Platón, exige esfuerzos sobrehumanos, si justifica un sufrimiento que haría retroceder de espanto a cualquier dirigente democrático, la responsabilidad no es de esos Gobiernos, no es de esos sabios, sino del saber, de la ciencia que aplican. Cuando, en Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt considera como "desesperados intentos de escapar a la responsabilidad" las múltiples ideologías que, desde mediados del siglo XIX, pretendieron encarnar "las claves de la Historia", ¿a qué se estaba refiriendo sino a esos Gobiernos cuyas decisiones no están inspiradas por el objetivo de arbitrar intereses sociales diferentes y legítimos, sino por un saber, por una ciencia que solo obedece a sus propias leyes?
Lucas Papademus en Grecia, y Mario Monti en Italia, pueden tener, como sin duda tienen, intachables credenciales democráticas. Pero no es seguro que ni siquiera dos dirigentes con esas credenciales estén en condiciones de garantizar que el procedimiento que les ha aupado al Gobierno no acabe desencadenando el bucle que conduce al estado de excepción permanente que teorizó Carl Schmitt; en este caso, a un estado de excepción económica permanente. Porque, si se demoran los resultados de las medidas contra la crisis inspiradas por su saber, por su ciencia, las dificultades extraordinarias por las que ahora los han investido los respectivos parlamentos serán aún más extraordinarias después, y la prolongación del mandato de sus Gobiernos tecnocráticos sería una respuesta consecuente. La prolongación del mandato con ellos al frente o sustituyéndolos por otros tecnócratas, por otros sabios, pero, en cualquier caso, convalidando un estado de excepción en el que podría resultar más fácil instalarse de modo permanente, al menos mientras dure la crisis, que emprender la marcha atrás, reconociendo el fracaso del sistema democrático para combatirla y abriendo la caja de Pandora de arbitrismos y populismos.
Las recientes elecciones en España han concedido una amplia mayoría al Partido Popular, que controla, además, la práctica totalidad de las Autonomías y de los Ayuntamientos de las grandes ciudades. La legitimidad democrática que le otorgan estos resultados es más que suficiente para enfrentarse a la crisis económica, y así lo ha reconocido su propio líder, Mariano Rajoy, ya presidente electo, al declararse abiertamente en contra de la formación de un Gobierno tecnocrático. Pero el peligro en estos momentos no es solo que se imponga esa fórmula como en Grecia e Italia, sino también que los Gobiernos democráticos actúen o se vean obligados a actuar como si fueran tecnocráticos. Lo harían si olvidasen que su acción debe estar inspirada, ahora más que nunca, ahora más, mucho más que en los tiempos de prosperidad, por el objetivo de arbitrar intereses sociales diferentes y legítimos, no por un saber, por una ciencia que solo obedece a sus propias leyes y que exige esfuerzos sobrehumanos y justifica todos los sacrificios.
La política económica de cortos vuelos impuesta por la Unión Europea a los países más expuestos a la crisis del euro y la deuda soberana está obligando, en último extremo, a que los Gobiernos democráticos actúen como si fueran tecnocráticos y, en definitiva, a que en Europa se establezca, con o sin declaración expresa, un estado de excepción económica permanente. A juzgar por los resultados obtenidos hasta el momento, no parece que esa política esté conduciendo a la salida de la crisis del euro y de la deuda soberana. Más parece estar degradando las instituciones democráticas de los países más expuestos, humillando a los diversos Gobiernos nacionales salidos de las urnas y haciendo de la Unión un monstruo político que genera sufrimiento y desafección, no prosperidad y libertades. De persistir en la misma dirección, el fantasma de la tecnocracia que ha empezado a recorrer Europa podría tener efectos tan amargos, tan devastadores como los demás fantasmas que le precedieron.
José María Ridao, Estado de excepción económica permanente, El País, 26/11/2011
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