Keynesians armamentistes.
Hace unos años, el representante Barney Frank acuñó una expresión acertada
para muchos de sus compañeros: keynesianos armamentistas, definidos como
aquellos que creen "que el Gobierno no crea puestos de trabajo cuando financia
la construcción de puentes o investigaciones importantes o reconvierte a los
trabajadores, pero cuando construye aviones que nunca van a usarse en un
combate, eso es, por supuesto, la salvación económica". Ahora mismo, los
keynesianos armamentistas se muestran enardecidos (lo que hace que éste sea un
buen momento para ver lo que realmente está pasando en los debates sobre la
política económica).
Lo que está haciendo saltar a los defensores de los grandes gastos militares
es la proximidad del plazo tope para que el llamado supercomité acuerde un plan
para la reducción del déficit. Si no se llega a ningún acuerdo, se supone que
ese fracaso desencadenará recortes en el presupuesto de defensa.
Ante esta perspectiva, los republicanos -que normalmente insisten en que el
Gobierno no puede crear empleo y que han defendido que la clave para la
recuperación está en un gasto federal menor, no mayor- se han apresurado a
oponerse a cualquier recorte en el gasto militar. ¿Por qué? Porque, según dicen,
esos recortes destruirían empleo.
Por eso, el representante republicano por California Buck McKeon atacó en su
día el plan de estímulo de Obama diciendo que "lo que California o este país
necesita no es más gasto". Pero, hace dos semanas, McKeon -que ahora es el
presidente del Comité de Servicios Armados de la Cámara- advertía en The Wall
Street Journal que los recortes en Defensa que se prevé que se producirán si
el supercomité no consigue llegar a un acuerdo eliminarían puestos de trabajo y
harían subir la tasa de paro.
¡Menuda hipocresía! ¿Pero qué hace que esta forma concreta de hipocresía sea
tan imperecedera?
Empecemos por lo primero: el gasto militar sí crea empleo cuando la economía
está deprimida. De hecho, muchas de las pruebas de que la economía keynesiana
funciona provienen del seguimiento de los efectos de los rearmes del pasado. A
algunos liberales no les gusta esta conclusión, pero la economía no es una
cuestión de moralidad: el gasto en cosas que a uno no le gustan sigue siendo
gasto, y más gasto crearía más empleo.
¿Pero por qué iba alguien a preferir gastar en destrucción que gastar en
construcción, o fabricar armas que construir puentes?
El mismísimo John Maynard Keynes proponía una respuesta parcial hace 75 años,
cuando se fijó en la curiosa "preferencia por formas completamente
derrochadoras de gastar los préstamos en lugar de por formas parcialmente
derrochadoras, las cuales, debido a que no son completamente derrochadoras,
tienden a ser juzgadas según principios empresariales estrictos".
Efectivamente. Gasten dinero en algún objetivo útil, como la promoción de las
nuevas fuentes de energía, y la gente empezará a gritar: "¡Solyndra!
¡Despilfarro!". Gasten dinero en un sistema de armas que no necesitamos y esas
voces se mantendrán calladas, porque nadie espera que los F-22 sean una buena
propuesta de negocio.
Para abordar esta preferencia, Keynes propuso juguetonamente enterrar
botellas llenas de dinero en minas abandonadas y dejar que el sector privado las
desenterrase. En esa misma línea, yo insinuaba hace poco que una falsa amenaza
de invasión alienígena que requiriese un enorme gasto antialienígena podría ser
justo lo que necesitamos para volver a poner la economía en marcha.
Pero también hay motivos más siniestros tras el keynesianismo
armamentista.
Por un lado, admitir que el gasto público en proyectos útiles puede crear
empleo es admitir que dicho gasto puede, de hecho, ser bueno, que a veces el
Gobierno es la solución, no el problema. El miedo a que los votantes puedan
llegar a la misma conclusión es, diría yo, el principal motivo por el que la
derecha siempre ha considerado la economía keynesiana una doctrina de
izquierdas, cuando en realidad no lo es en absoluto. Sin embargo, el gasto en
proyectos inútiles o, aún mejor, destructivos no les plantea a los conservadores
el mismo problema.
Aparte de eso, hay un argumento defendido hace mucho tiempo por el economista
polaco Michael Kalecki: admitir que el Gobierno puede crear empleo equivale a
empequeñecer la supuesta importancia de la confianza empresarial.
Los llamamientos a la confianza siempre han sido un punto de debate clave
para quienes se oponen a los impuestos y la regulación; las quejas de Wall
Street respecto al presidente Barack Obama forman parte de una larga tradición
en la que los empresarios adinerados y sus relaciones públicas sostienen que
cualquier indicio de populismo por parte de los políticos molestará a las
personas como ellos y que esto es malo para la economía. Sin embargo, una vez
que uno reconoce que el Gobierno puede intervenir directamente para crear
empleo, esa queja pierde mucha de su fuerza persuasiva, de modo que la economía
keynesiana debe rechazarse, excepto en aquellos casos en los que se utilice para
defender contratos lucrativos.
Así que me alegro del repentino auge del keynesianismo armamentista, que está
revelando la realidad que se oculta tras nuestros debates políticos.
Básicamente, quienes se oponen a cualquier programa serio de creación de empleo
saben perfectamente bien que dicho programa probablemente funcionaría, por la
misma razón por la que los recortes en defensa harían subir el paro. Pero no
quieren que los votantes sepan lo que ellos saben, porque eso perjudicaría sus
planes más generales: mantener a raya la regulación y los impuestos de los
ricos.
Paul Krugman, Bombas, puentes y puestos de trabajo, Negocios. El País, 06/11/2011
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