Contra l´islamisme polític.
Alaa Al Aswany |
¿Qué piensa usted de Saad Zaghloul, Mustafa el-Nahas y Gamal Abdel Nasser?
¿No fueron grandes líderes que lucharon durante mucho tiempo por la
independencia y la libertad egipcias? ¿Por qué todos defendieron un Estado
laico, no religioso? ¿Eran ateos u hostiles al islam? No, más bien musulmanes
convencidos, y Mustafa el-Nahas era conocido por su devoción.
Otra pregunta: ¿antes de la década de 1980 los egipcios eran menos musulmanes
que ahora? No, más bien la mayoría cumplía con sus obligaciones religiosas y en
la medida de lo posible se mostraba temerosa de Dios. Los egipcios eran
musulmanes antes de que llegara la propaganda wahabí. ¿Qué diferencia hay entre
el islam moderado egipcio y el de los jeques wahabíes? La diferencia es que
todos los egipcios creían que la esencia islámica radica en los grandes valores
humanitarios de su religión: la justicia, la libertad y la igualdad, aunque
nunca pensaron en utilizarla políticamente para llegar al poder. Se dice que el
político Ahmed Hussein fue a enseñarle a Mustafa el-Nahas el programa de su
partido, Joven Egipto, y que, tras leerlo, este le dijo enfadado: "El nombre de
Dios es demasiado importante y grandioso para ser incluido en un programa
político. Si hablas de Dios en un programa, eres un charlatán". El líder del
Wafd se oponía tajantemente a mezclar la religión y la política. Todos los
egipcios, salvo los Hermanos Musulmanes, veían en el islam una gran religión, no
un programa político. Desde finales de la década de 1970 el islam político
comenzó a difundirse por Egipto con el apoyo de los petrodólares del Golfo (el
precio del crudo se multiplicó tras la guerra de 1973). Para llegar al poder, el
islam político se basa en tres ideas principales:
En primer lugar, la idea de que hay una conspiración imperialista occidental
antiislámica que nos obliga a declarar la yihad contra los cruzados
occidentales. Yo discrepo, porque los Gobiernos occidentales son imperialistas,
pero no necesariamente sus ciudadanos. Hemos visto a miles manifestarse contra
la invasión de Irak y apoyar los levantamientos árabes. Como individuos, la
mayoría de los occidentales no son hostiles al islam, ni siquiera sus
dirigentes, que solo se oponen a lo que obstaculiza sus intereses. Cuando los
regímenes islámicos favorecen los intereses imperialistas occidentales, reciben
todo su apoyo: es el caso del saudí, el del general Zia ul-Haq paquistaní o los
talibanes antes de que Occidente se volviera contra ellos. El imperialismo
occidental solo te considera enemigo si el islam te lleva a rebelarte y a exigir
derechos usurpados por el imperialismo. Pero si colaboras con él y sirves sus
intereses, los imperialistas te querrán y apoyarán a pesar de tu barba, tu
chilaba y tu fanatismo religioso.
En segundo lugar, está la idea de que, como no se está aplicando la ley de
Dios, hay que imponerla para no ser infieles. Discrepo, porque siempre que hay
justicia se está aplicando la ley de Dios, y aquí no debemos confundir la sharia
con el fiqh, la jurisprudencia de los jeques. La sharia es divina y permanente;
el fiqh, humano y cambiante. Los especialistas en el fiqh deben utilizar su
intelecto para adaptar la religión a los tiempos y ayudar a la gente a vivir, no
a complicarle la vida. Un ejemplo de ello es el castigo por robo, que es la
amputación de la mano. Si el gobernante descubre que aplicarla producirá más
problemas (como ha ocurrido en Sudán, llevando a la secesión del sur), ¿no tiene
acaso derecho a utilizar la amputación como pena máxima y la cárcel como pena
menor? ¿Acaso el califa Omar Ibn al-Jattab no suspendió esa pena durante un año
de hambruna? Si una ley no contraviene la sharia y sirve a la justicia, ¿no
encaja entonces con la sharia? ¿No es todo aquello que reporta a la gente
justicia y otros beneficios una aplicación de la ley de Dios?
La tercera idea es que el islam nos impone una determinada forma de gobierno.
Aquí también discrepo, porque, aunque sentó unos principios de gobierno, no
determinó un régimen concreto. Leamos el sermón que Abu Bakr, primer califa
islámico, dio cuanto asumió el poder: "Pueblo nuestro, se me ha dado autoridad
sobre vosotros, pero no soy el mejor. Si hago lo que debo, ayudadme; si no lo
hago, rectificadme. Asumo la carga de decir la verdad y mentir supondría
traicionar esa confianza. Si Dios quiere, haré que los débiles tengan lo que les
corresponde y que los fuertes paguen a los demás lo debido. Cuando una nación
abandona la causa de Dios, Él la reduce a la degradación, y cuando la
abominación la inunda, Dios siempre la golpea con su flagelo, así que obedecedme
mientras yo obedezca a Dios y a Su Profeta, pero si desobedezco a Dios, no me
deberéis obediencia". Este sermón contiene los principios del Gobierno islámico.
El príncipe no es mejor que el pueblo llano y no gobierna por voluntad divina
sino del pueblo, que tiene derecho a pedirle cuentas y, si quiere, a deponerlo.
Estos son los principios del Gobierno islámico, iguales a los de la democracia:
libertad, igualdad, rotación de poder y soberanía popular. En la historia
islámica, esos grandes principios solo se aplicaron durante un breve periodo: el
de los cuatro califas "rectamente guiados" (circa 633-662) y durante dos años
(circa 721-723), con el califa omeya Omar ibn Abdel Aziz. Posteriormente, el
califato se convirtió en un rapaz régimen aristocrático. Se abandonaron los
grandes principios sentados por Abu Bakr, iniciándose una despiadada y
sangrienta lucha por el poder.
Este hecho histórico no reduce un ápice los logros del Estado islámico, en
primer lugar porque el despotismo era el rasgo primordial de todos los Estados
de la época y, en segundo lugar, porque, a pesar de ese despotismo absoluto, el
Estado islámico hizo una enorme contribución a la civilización, siendo pionero
en todas las ciencias y artes, mientras que Europa avanzaba a tientas por las
tinieblas de la ignorancia. Pero el orgullo que suscitan los logros de los
primeros musulmanes no debe llevarnos a reproducir su régimen despótico. Ahora
los partidarios del islam político confunden historia y religión, pensando que
el califato musulmán (una creación humana, no prescrita por la religión)
constituye una obligación religiosa. Esta peligrosa confusión ha reaparecido
allí donde el islam político ha llegado al poder, dando lugar a Gobiernos
despóticos que desprecian libertades y derechos en nombre de la religión. La
democracia es la forma correcta de aplicar los principios islámicos. Por buenas
que sean nuestras intenciones, si intentamos reproducir la estructura política
de los Estados omeyas o abasíes caeremos sin duda en el despotismo.
Aun habiendo discrepancias ideológicas con los defensores del islam político,
¿acaso no tienen derecho a luchar por el poder por medios democráticos? Por
supuesto que sí, pero debemos distinguir entre defensores del islam político
democráticos y fascistas religiosos. El término "fascista" procede del término
latino que designaba los haces de varitas que lucían los funcionarios romanos
como símbolo de autoridad, pero ahora se habla de fascismo para aludir a
cualquier grupo político o religioso que se cree en posesión de la verdad
absoluta y que intenta imponer sus ideales por la fuerza. Por desgracia, el
concepto se aplica a muchos partidarios del islam político que, al creerse
representantes únicos del islam, consideran hostil cualquier voz discrepante y
están totalmente dispuestos a imponer por la fuerza sus ideas. Algunos llevan
mucho tiempo atacando iglesias y tumbas, prendiendo fuego a videoclubes, robando
tiendas de cristianos y asesinando a personas como el presidente Anuar el Sadat,
turistas occidentales y egipcios inocentes. Basta con ver cómo se las gastan
esos fascistas con coptos y progresistas, cómo los odian y desprecian, cómo los
cubren de insultos y acusaciones, y cómo describen lo que harían en Egipto si
llegaran al poder. No habría música, ni teatro, ni cine, ni partidos que no
estuvieran de acuerdo con ellos. No habría turismo y los monumentos antiguos
quedarían ocultos. No habría alta literatura, porque, según un destacado
fascista religioso, los indecentes escritos de Naguib Mahfouz, uno de los
grandes novelistas del mundo, eran responsables de la decadencia moral de
Egipto. El fascismo religioso amenaza con arrojar el país a la oscuridad total,
explotando los sentimientos religiosos de los egipcios para llegar al poder. Si
eres un candidato corriente, tratas de convencer al electorado con tu programa,
pero los fascistas religiosos no tienen programa. Solo dicen: "Si sois
musulmanes, nosotros somos el islam, y si no nos votáis, sois laicistas e
infieles".
El problema es que el fascismo religioso no es una creación netamente
egipcia, sino que recibe cantidades ingentes de petrodólares. En un importante
artículo publicado en el Middle East Monitor en junio de 2007, el diplomático
estadounidense Curtin Winsor señalaba que en 2003 una vista en el Senado reveló
que Arabia Saudí había destinado 87.000 millones de dólares a fomentar el
wahabismo en el mundo. A esa cifra hay que añadir los miles de millones que
gastan las organizaciones wahabíes no gubernamentales del Golfo. En la
actualidad, los grupos salafistas wahabíes están gastando enormes sumas en
llegar al poder, distribuyendo cientos de toneladas de alimentos a precios
simbólicos. De hecho, en los últimos meses uno de los partidos wahabíes ha
abierto, solo en Alejandría, más de treinta oficinas. ¿Acaso, como egipcios, no
tenemos derecho a saber quién financia a esos partidos? Es curioso que al
consejo militar, que mira con lupa los ingresos de los grupos laicos, no se le
haya siquiera ocurrido inspeccionar la financiación de los salafistas. ¿Acaso el
peso del salafismo en el consejo es tal que sus miembros deciden no examinar sus
fuentes de financiación? La revolución por la que los egipcios dieron su sangre
está ante dos peligros: el primero, las conspiraciones de vestigios del antiguo
régimen para sembrar el caos y obstruir el cambio, cueste lo que cueste, y así
convertir la revolución en una algarada que depuso al jefe de Estado sin tocar
el régimen; el segundo es el peligro de que los fascistas lleguen al poder
mediante elecciones. La opinión confesa de los jeques salafistas es que la
democracia no es islámica y ellos se opusieron a la revolución defendiendo la
obediencia al gobernante, así que cabe esperar que utilicen la democracia como
una mera escala hacia el poder, que después de utilizar descolgarán para que
nadie más pueda utilizarla. Los nobles principios islámicos solo pueden
aplicarse mediante un auténtico Estado laico y abierto a todos los ciudadanos,
cualquiera que sea su ideología o su religión.
La democracia es la solución.
Alaa Al Aswany, Egipto ante el fascismo, El País, 28/10/2011
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