Desigualtat horitzontal i eleccions americanes.


Me he pasado gran parte de esta semana de tanta transcendencia política en un taller sobre la desigualdad, en el que se han presentado artículos sobre toda clase de temas, desde las causas de la disparidad salarial hasta las repercusiones de la desigualdad en la felicidad. Sin embargo, como tantas veces ocurre en las conferencias, a lo que de verdad me quedé dándole vueltas fue a una pregunta planteada durante uno de los descansos: "¿Por qué no hablas más de la desigualdad horizontal?".

¿Cómo? Desigualdad horizontal es el término especializado para referirse a la desigualdad medida entre grupos racial o culturalmente diferenciados, y no entre los individuos en general. (Por supuesto, la raza en sí es más un constructo cultural que un hecho natural; a los estadounidenses de procedencia italiana o incluso irlandesa no siempre se les ha considerado blancos). Y me da la impresión de que el pensamiento horizontal es lo que hace falta para entender lo sucedido durante la temporada de nombramiento de candidatos de ambos partidos. Es lo que nos ha llevado hasta Donald Trump, y también la razón por la que Hillary Clinton se ha impuesto a Bernie Sanders. Y, nos guste o no, la desigualdad horizontal, sobre todo la desigualdad racial, va a definir las próximas elecciones generales.

Se podría replicar que no tiene por qué ser así. Una posible manera de ver la campaña de Sanders es que estaba basada en la premisa de que si los progresistas presentaban unos argumentos suficientemente claros sobre los peligros de la desigualdad entre la gente, podían ganarse a toda la clase trabajadora, independientemente de la raza. En una entrevista, Sanders declaró que, si los medios de comunicación hicieran su trabajo, los republicanos serían un partido marginal que no obtendría más del 5 o el 10% de los votos.

Pero eso es una quimera. Definirse a uno mismo, al menos en parte, por la pertenencia a un grupo forma parte de la naturaleza humana. Aunque uno intente alejarse de esas definiciones, otros no lo harán. En mi propia tradición cultural existe un antiguo y triste dicho que afirma que, si uno llega a olvidar que es judío, alguien se lo recordará: una verdad reconfirmada por el resurgimiento del antisemitismo declarado, como consecuencia del fenómeno de Trump.

De modo que la identidad de grupo es una parte inevitable de la política, especialmente en Estados Unidos, con su pasado de esclavitud y su diversidad étnica. Las minorías raciales y étnicas lo saben muy bien, y este es uno de los motivos por los que han apoyado mayoritariamente a Hillary Clinton, que es consciente de ello, en vez de a Sanders, que solamente se centra en la desigualdad individual. Y los políticos también lo saben.

De hecho, el camino hacia el trumpismo empezó con políticos de ideología conservadora que explotaban con cinismo las divisiones raciales de Estados Unidos. El programa político básico del Partido Republicano moderno, consistente en rebajas fiscales para los ricos y recortes drásticos de las ayudas sociales, nunca ha gozado de mucha popularidad, ni siquiera entre sus propios votantes. No obstante, le ha servido para ganar elecciones, al conseguir que los trabajadores blancos se consideren un grupo acorralado y crean que los programas gubernamentales son regalos para Esa Gente.

O, por decirlo de otra forma, el Partido Republicano se ha puesto al servicio de los intereses del 1% haciéndose pasar por defensor del 80%, porque ese era el porcentaje de electorado blanco cuando Ronald Reagan fue elegido presidente.


Pero el cambio demográfico —el rápido crecimiento de las poblaciones hispana y asiática— ha hecho que el porcentaje del electorado blanco no hispano se reduzca hasta el 62%, y siga bajando. Los republicanos tienen que ampliar su base; pero la base quiere candidatos que defiendan el antiguo orden racial. De ahí el trumpismo.

Y la movilización política basada en la raza funciona en ambos sentidos. El apoyo negro e hispano a los demócratas tiene una lógica evidente, partiendo del hecho de que se trata de grupos con rentas relativamente bajas que se benefician de las políticas progresistas en una proporción muchísimo mayor. Por ejemplo, han conocido una reducción drástica del número de personas sin seguro desde que Obamacare entró en vigor. Pero la naturaleza de ese apoyo es primordialmente un reflejo de la identidad de grupo.

Es más, algunos grupos con rentas relativamente altas, como los judíos y, cada vez más, los estadounidenses de origen asiático, también votan en gran medida al Partido Demócrata. ¿Por qué? Seguramente, en ambos casos, la respuesta radique en la sospecha de que la misma animadversión racial que empuja a muchos a votar al Partido Republicano podría, con gran facilidad, volverse en contra de otros grupos con una larga historia de persecución. Y como ya he mencionado, en efecto estamos siendo testigos de muchos estallidos públicos de antisemitismo de derechas. ¿Alguien tiene la menor duda de que un cúmulo similar de prejuicios anti-asiáticos acecha bajo la superficie?

Y ahora llegan las elecciones generales. Me gustaría poder afirmar que será una batalla de ideas. Pero, en su mayor parte, no lo será, y no solo porque Trump no tenga ninguna idea política coherente.

No, estas van a ser, en gran medida, unas elecciones relacionadas con la identidad. El candidato republicano representa poco más que la rabia de los hombres blancos ante una nación que cambia. Y se enfrentará a una mujer —sí, el sexo es otra dimensión importante de esta historia— que debe su designación a esos mismos grupos que las bases republicanas odian y temen.

Lo probable es que Clinton se imponga, porque el país ya ha avanzado mucho en su dirección. Pero una cosa está clara: va a ser un combate desagradable.

Paul Krugman, Hilary y la desigualdad social, Negocios. El País 11/06/2016

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