La necessària reivindicació d'Ignác Semmelweis.
Ignác Fülöp Semmelweis. / PHOTO12 |
Pocas veces el agua ha sido tan acertadamente llamada fuente de vida como cuando se la asocia al jabón. Pero la simpleza de la idea y su consolidación actual no tuvo un comienzo fácil. Quien primero se dio cuenta de su importancia fue un médico de Budapest, Ignác Fülöp Semmelweis (1818-1865), cuarto hijo de un comerciante, cuando aún no había cumplido los 35 años. Su defensa de la asepsia salvó vidas, pero hundió la suya. Ahora, en 2015, 150 años después de su muerte, la Unesco reivindica su legado al nombrarle uno de los personajes del año.
La pura observación bastó para el descubrimiento de Semmelweis. Llegado a Viena con vocación de abogado, la visión de una autopsia cambió su destino. Se hizo médico. En la década de 1840 trabajaba en el Hospicio General de Viena. Allí, para su horror, descubrió que las mujeres ingresadas que daban a luz tenían muchas más fiebres puerperales que las que alumbraban en sus casas. Lo vio y —una de sus aportaciones— lo midió: una mortalidad del 30% intramuros; del 15% fuera.
Josep Vaqué, miembro de la Sociedad Española de Medicina Preventiva e Higiene Hospitalaria —y último Premio Semmelweis de esta sociedad—, explica que lo que ocurría era que los médicos sabían que algo pasaba con las enfermedades contagiosas, pero, antes del desarrollo de la microbiología, no encontraban cómo explicarlo. Se esbozaban ideas —las miasmas, el contagium—, pero ninguna era definitiva.
Semmelweis desarrolló una teoría: aquellas mujeres que recibían más visitas de médicos y estudiantes —muchos de ellos recién salidos del quirófano de tratar a otros enfermos o de la sala de disección— enfermaban y morían más. Y se le ocurrió medir qué pasaba si sus compañeros se lavaban las manos al entrar en la sala. Una jofaina con agua y un jabón fueron suficientes: al obligar al personal a lavarse las manos, las infecciones se redujeron a menos del 10% de las ingresadas. Él lo atribuyó a unos corpúsculos necrópsicos, los antecedentes de las bacterias de Pasteur y Koch apenas 20 años después. Las cifras habrían bastado para revolucionar la sanidad moderna, pero ese cambio tardó un par de décadas en llegar.
En vez de un homenaje, Semmelweis recibió un castigo por su trabajo. Su acusación velada de que eran los propios médicos los que enfermaban a sus pacientes no cayó nada bien. Fue despedido y sus técnicas se descartaron. Por poco tiempo. “A los dos o tres años cambió el equipo directivo del hospital y la asepsia de Semmelweis se impuso”, explica Vaqué.
En verdad, no fue el húngaro el que revolucionó el entorno hospitalario. El asunto sobre el que elucubraba era tan importante que prácticamente a la vez que él, pero en Estados Unidos, el médico Oliver Wendell Holmes llegó a la misma conclusión, relata Vaqué.
Pero ninguno de los dos se llevó la gloria por el descubrimiento que posiblemente haya salvado más vidas en el último siglo y medio. Wendell Holmes se hizo famoso como poeta. El reconocimiento fue para un británico, Joseph Lister, que en 1877 ejecutó la primera operación en condiciones antisépticas, irrigando con unos aspersores la zona quirúrgica. El trabajo tuvo repercusiones mundiales. Salvador Cardenal importó la técnica a España ya en 1880, y a América llegó casi a la vez.
¿Y Semmelweis? Tras trabajar en un hospital menor, pobre y desahuciado, acabó en un centro para enfermos psiquiátricos. En su último intento por demostrar su teoría —y ya con un principio de alzhéimer— se inyectó con un residuo de una necropsia. Se ocasionó una septicemia que lo mató. “Fue un mártir”, sentencia Vaqué. Esta, al menos, es la versión heroica. Hay otra con menos épica: que murió de las palizas que le propinaron en el centro.
El reconocimiento le llegó tarde. En 1952, Louis-Ferdinand Cèline publicó una obrita, Semmelweis, en la que, en tono épico, lamentaba el final del médico. El prólogo define su legado: “Señaló a la primera los medios profilácticos que deben adoptarse contra la infección puerperal, con una precisión tal que la moderna antisepsia nada tuvo que añadir a las reglas que él había prescrito”. Solo tuvo que esperar a que otros dijeran lo mismo que él para que se le hiciera caso.
Emilio de Benito, Semmelweis, el mártir del lavado de manos, El País, 24/04/2015
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