Els dos conceptes de llibertat d' Isaiah Berlin.

El escrito Dos conceptos de libertad, del filósofo británico Isaiah Berlin (1905-1997), es el resultado de una conferencia que su autor impartió al tomar posesión de su cátedra de Teoría social y política en la Universidad de Oxford en 1958. Se trata del escrito más importante de Berlin, y se ha convertido en lectura obligatoria para la comprensión del modo como los gobiernos políticos permiten o coartan la libertad de sus ciudadanos. En concreto, el texto es una defensa clara y explícita de una posición liberal frente a cualesquiera ideologías políticas que, ofreciendo lo que Scheler denominó una «valores morales materiales», es decir, sosteniendo cuál es el fin que debe perseguir la humanidad, le imponga a los ciudadanos normas de comportamiento rígidas y limitadas que supongan el medio de su consecución.

Isaiah Berlin
Para alcanzar esa conclusión, Berlin parte de la distinción fundamental entre dos sentidos de libertad política: «libertad positiva» y «libertad negativa». Estos términos no deben ser entendidos como valoraciones, en el sentido de que la libertad positiva sea buena, ventajosa y preferible, mientras que la negativa sea mala, perjudicial y rechazable. Por el contrario, se trata de adjetivos formales que cualifican respectivamente a la libertad, por una parte, en función de su origen, y, por otra, más significativamente, en función de la característica formal del medio en el que se despliega y que permite ese despligue.

La libertad negativa se define en función de la ausencia de un origen externo al individuo que permitan su libertad, así como de medios que la limiten y que condicionen su funcionamiento:
“El primero de estos sentidos políticos de la libertad y que siguiendo multitud de precedentes llamaré sentido «negativo», es el que aparece en la respuesta que contesta a la pregunta: «¿Cómo es el espacio en el que al sujeto –una persona o un grupo de personas– se le deja o se le ha de dejar que haga o sea lo que esté en su mano hacer o ser, sin la interferencia de otras personas?»” (Pág. 60).
Así, la libertad negativa se plantea directamente en relación a la presencia o ausencia de obstáculos interpuestos a la capacidad que cada individuo posee por sí mismo de desempeñar su poder, entendiendo por éste, en sentido hobbesiano, la capacidad de hacer todo aquello que seamos capaces de hacer. Se entiende que los hombres somos libres en este sentido negativo cuando no existen obstáculos que nos impidan actuar por nosotros mismos, decidir lo que queremos hacer y poner en marcha el curso de acción necesario para ello.

El adjetivo «negativo» hace referencia aquí entonces a la ausencia de una entidad externa al propio individuo que obstaculice el ejercicio de esa libertad. De ahí que la libertad negativa haya estado históricamente vinculada a la defensa de la autonomía como libertad de actuación frente a cualquier coacción externa. Es posible que algunas entidades, como el resto de individuos con los que tratemos, o nuestras circunstancias socioeconómicas, o incluso el marco legal en el que vivimos, obstaculicen nuestra acción desde fuera de ella, incluso que la detengan o prohíban. Pero, por mucha influencia que esas entidades externas lleguen a ejercer sobre nosotros, nunca podrán anular de raíz nuestra capacidad de hacer aquello que podemos hacer. Pues no requerimos de ninguna otra entidad más allá de nuestra propia facultad de actuar para poder hacerlo. Los elementos externos podrán obstaculizar la posibilidad de hacer realidad ese poder, pero nunca podrán anular el poder como tal en sí mismo.

En este sentido, la libertad negativa, como capacidad, nunca puede llegar a ser absolutamente anulada, aunque su ejecución sí puede quedar totalmente imposibilitada por esos obstáculos externos.

Frente a la libertad negativa, que reside en el propio individuo que actúa, y que no requiere de ninguna entidad externa a él para existir, la libertad positiva es el espacio efectivo que el marco regulador de la situación (ya sea éste moral, legal, religioso, o del tipo que sea) le concede a la libertad negativa para su despliegue. De ahí procede el adjetivo «positivo» que la define: de su carácter fáctico, del hecho de que se da efectivamente un espacio de acción libre.
“El segundo sentido [de libertad política], que denominaré «positivo», es el que aparece en la respuesta que contesta a la pregunta: «¿Qué o quién es la causa de control o interferencia que puede determinar que alguien haga o sea una cosa y otra?»” (Pág. 60).
Se trata de las condiciones impuestas externamente al individuo que regulan los límites de alcance y ejecución de su capacidad de ser y hacer aquello que puede ser otorgándole un mayor o menor espacio de libertad de decisión. Por eso, la defensa de la importancia de una mayor presencia de condiciones positivas de libertad se ha traducido históricamente en una mayor heteronomía práctica de los individuos; ya que, a mayor número de condiciones impuestas desde fuera a la acción, menor espacio posee el ciudadano para decidir por sí mismo.

La importancia política de este sentido de libertad reside, por supuesto, en los marcos legales que regulan las acciones y decisiones que los ciudadanos de una sociedad concreta pueden realizar. Pues, para que un individuo que vive en sociedad pueda actuar libremente, no basta con que sea libre en sentido negativo, es decir, no basta con que sea capaz de hacer algo; también se requiere que el marco legal que rige la convivencia y el comportamiento de los ciudadanos de esa sociedad permita como tal dicha actuación libre. Si no lo hace, por muy libre que el sujeto sea de hacer cualquier cosa, sus acciones quedarán sistemáticamente obstaculizadas por ese marco legal.

Una conocida tesis de Hannah Arendt resume la importancia política de la libertad positiva: los derechos humanos sólo existen a condición de que una sociedad política concreta los abale y los defienda. Es decir, un derecho, o, en este caso, la libertad negativa que nos capacita para hacer algo, no obtiene existencia real si no encuentra el marco positivo suficiente y adecuado para su despliegue, o, dicho de otro modo, si el marco legal correspondiente no le otorga un espacio de realización. De ahí que los dos sentidos de libertad estén estrechamente relacionados entre sí, en la medida en que la libertad positiva es la condición de posibilidad de realización efectiva de la libertad negativa.

En tanto que Berlin concibe la libertad positiva como los elementos externos que condicionan la actuación y decisión de los individuos, puede entenderse que, a mayor libertad positiva, mayores elementos de control de la acción libre, y viceversa. De modo que entre la libertad positiva y la libertad negativa se da una relación inversamente proporcional: cuanto mayor libertad positiva exista, menor posibilidad tendrá el individuo de ser libre en el sentido negativo al poseer menor espacio positivo de elección libre; y, al contrario, cuanto menos libertad positiva se ejerza sobre el individuo, más libre negativamente será de desplegar su poder de acción y decisión. En sentido estricto, los elementos que constituyen los mecanismos de libertad política resultan ser aquellos obstáculos externos cuya ausencia define precisamente la libertad negativa.

Por este motivo, para Berlin es fundamental que los gobiernos políticos tengan entre sus principales objetivos posibilitar y defender la libertad negativa de los individuos, para así hacer posible su verdadera realización. De nada sirve que los seres humanos tengamos la posibilidad, por ejemplo, de creer en diferentes dioses, y de organizar nuestra vida de acuerdo a distintas creencias religiosas, si el marco legal en el que convivimos prohíbe el ejercicio de esta libertad de credo, o la limita con un cierto número de condiciones positivas que determinen en qué se puede creer y en qué no.

Principalmente, y por encima de todas las demás dificultades, Berlin encuentra un foco de conflicto grave a nivel moral y político en el hecho de que los gobiernos civiles se ven obligados a dirimir cuestiones morales a la hora de establecer leyes, desde el momento en el que esas leyes afectarán ventajosa o perjudicialmente al ejercicio de la libertad negativa de los individuos.

A pesar de gobernar el ámbito público de la existencia de los individuos, los gobiernos políticos deben dirimir cuestiones morales de carácter privado del tipo: ¿es bueno que el ser humano pueda actuar sin impedimentos?, ¿es correcto poder elegir la fe propia?, ¿hasta qué punto es moralmente permisible limitar la acción de los demás?

Tomadas en sentido estricto, estas cuestiones exigen ser resueltas por cada uno de los individuos desde su libertad negativa dada su naturaleza privada, pues el propio individuo es el único que posee legitimidad para limitar o ampliar su capacidad de acción y decisión. Y, sin embargo, la dimensión pública de nuestra vida social impone que los gobiernos decidan esos respectos. Lo que crea la paradoja moral de que el bien de un individuo es legalmente decidido desde fuera de él.

Ante este dilema, Berlin plantea que los gobiernos políticos, a lo largo de la historia, han sostenido, esquemáticamente, dos posturas: una permisiva y otra limitadora.

La postura limitadora posee tintes de paternalismo moral, en la medida en que la coacción que impide a los ciudadanos actuar libremente se establece en beneficio de ellos mismos. De la misma manera que un padre castiga a sus hijos y les prohíbe hacer ciertas cosas a sabiendas de que hacerlas será malo para ellos, ciertos gobiernos limitan la libertad negativa de sus ciudadanos con mayores o menores condiciones positivas de ejecución para impedirles dañarse a sí mismos y protegerlos de los males que ellos mismos pueden causarse. Este tipo de gobiernos políticos se caracterizan por establecer un alto nivel de libertad positiva, en tanto que formulan numerosas condiciones que determinan las acciones que los ciudadanos pueden y no pueden hacer, sin dejar apenas espacio para su libre decisión privada.

Para Berlin, bajo este proteccionismo se esconde la anulación de la capacidad de autorrealización de los individuos mediante la represión de su libertad negativa. En ese tipo de sociedades, los ciudadanos ven su capacidad de actuar coartada por sus gobernadores; aunque esa represión venga establecida, paradójicamente, en su propio beneficio. Sin embargo, Berlin reconoce que es necesario cierto nivel de proteccionismo gubernamental, desde el momento en el que el fin que legitima la existencia del gobierno es la garantía de paz y protección de sus ciudadanos.

La postura opuesta es la adoptada por los gobiernos liberales, que optan por permitir un mayor despliegue de libertad negativa de los ciudadanos, garantizando marcos legales de acción más amplios y con menos restricciones y limitaciones positivas, aun a riesgo de que esa mayor libertad de actuación derive en perjuicios para los ciudadanos. Según esta postura política, es posible, por ejemplo, que una mayor libertad económica de mercado genere una mayor desigualdad social, pero ésta es preferible a una intervención paternalista por parte del gobierno en ámbitos que quedan más allá de su alcance legítimo.

Berlin considera que esta postura defiende mejor el desarrollo y la madurez de los ciudadanos al permitir un mayor despliegue de su libertad negativa. Es preferible moralmente que los individuos decidan por sí mismos en qué consisten su bien y su mal, antes que ello le venga impuesto gubernamentalmente. Aun así, Berlin sostiene igualmente que un liberalismo extremo puede resultar tan perjudicial como un paternalismo radical, hasta el punto de resultar semejante a la ausencia completa de gobierno y, con ello, a la imposibilidad total de la libertad negativa a fuerza, precisamente, de la ausencia absoluta de un marco positivo que posibilite su ejecución.

En último término, Berlin considera que los seres humanos, dada su voluntad cambiante, su historia en perpetuo devenir, y, sobre todo, su gran pluralidad de deseos, proyectos, intenciones y metas, necesitan una forma de gobierno que sea fiel a esa naturaleza cambiante y plural. Y la forma de gobierno que se asemeja más a esa pluralidad es aquélla que posibilita un mayor grado de libertad negativa, en tanto que coarta en menor medida la posibilidad de que cada individuo escoja sus propios fines. Los gobiernos proteccionistas conciben una serie finita de fines humanos, de bienes a conseguir, y establecen límites y restricciones positivas al ejercicio de la libertad negativa para encaminar a los ciudadanos a su consecución: la visión gubernamental del bien se impone legalmente como la voluntad de los ciudadanos, entendiendo que lo que es bueno para uno debe serlo para todos. Los gobiernos liberales, en cambio, al establecer un menor número de condiciones positivas de libertad, permiten un mayor espacio de decisión y de acción, en el que cada individuo puede escoger su propio bien y actuar en consecuencia.

“El pluralismo, que implica libertad «negativa», me parece más verdadero y más humano. (…) Es más verdadero porque, al menos, reconoce el hecho de que los fines humanos son múltiples, son en parte inconmensurables y están en permanente conflicto. Suponer que todos los valores pueden medirse con el mismo patrón, de forma que sea mera cuestión de examen saber cuál es el superior, me parece una forma de ocultar que sabemos que los hombres son agentes libres, y aparentar que las decisiones morales pueden tomarse, en principio, mediante una regla de cálculo.” (Págs.. 139-140).
Miguel Ángel Bueno Espinosa, La defensa del liberalismo político como condición de posibilidad del pluralismo moral, Senderos de filosofía, 20/04/2015

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