Una tarda al circ.

El Roto


Hay que desconfiar de la gente a la que no le gusta el circo. Sin duda, son personas demasiado eficaces y demasiado seguras de sí mismas, despiadadas. Para entenderlo, aunque a ti tampoco te atraiga mucho, prueba sentarte cerca de la pista. Escoge preferiblemente un circo pequeño, no muy boyante, cercano a la miseria. Evita el Madison Square Garden, el Brnum y otras grandes empresas. En ellas es más difícil comprobar aquello que hace que el circo sea conmovedor, la mescolanza de miseria y sueños.

Porque, normalmente, en estos sitios hay algo sórdido. De una manera esencial y necesaria. El serrín de la pista, el olor a excrementos de animal, el polvo de las viejas lonas, el hedor de grasa bajo la tela de las carpas. Lo importante también es que sea un espacio cerrado: el círculo de la pista, el cielo de tela, las barandillas. El circo delimita un espacio que le es propio. Un mundo que no se confunde con el resto del universo. El circo se define, en cierto sentido, como el mundo humano mismo.

En esta esfera circunscrita, el objetivo es crear una burbuja de sueños. De forma elemental, incluso muy tonta, o muy vulgar: lentejuelas, estrás, cosas que brillan. Oropel, artificio. Falso lujo y falsa elegancia, facilidad facticia, alegría forzada sobre un fondo de pobre tristeza. Eso es lo que hace que el circo resulte conmovedor, ejemplar, modelo simplificado de lo humano: construir sueños ridículos sobre el barro y la mugre, pero con obstinación. Cada noche a las ocho y media y los domingos en sesión de tarde a las tres.

Así pues, ponte en marcha hacia la carpa. Tendrás que hacer un poco de cola. Pagar muy caro por la incomodidad, la vetustez, el olor. Pasar mucho rato mal sentado. Te sobrepondrás con facilidad a estas molestias. Te convencerás de que puedes escapar de este agobio, seguir la ligereza de los acróbatas, el poder de los prestidigitadores. Conseguirás soñar con una humanidad llena de bolas de cristal, iluminada por los focos, sonriente en las fanfarrias, feliz con el algodón de azúcar. Casi te parecerán guapos los hombres y mujeres que salen al escenario, valientes, meritorios, revestidos de virtudes, capaces de grandes logros, más altos que los mortales, el cuerpo brillante como el de los dioses, y tan ágiles, y ligeros, rápidos, etéreos. Durante un rato flotarás en esa burbuja de lentejuelas.

Y entonces, y eso es lo más importante, lo más conmovedor, algo falla. Una pelota que cae, un trapecio que se escapa, un pájaro que se niega tozudamente a moverse. Descubres que la bella contorsionista lleva un agujero en la media. De repente estás viendo algo lastimoso. Un orgullo caído a ras de suelo. Un sueño terrestre, es decir, manchado, siempre más o menos herido. Un fracaso perturbador. Una imagen de la obstinación humana. Tendrás que volver al circo una y otra vez.

Roger-Pol Droit, 101 experiencias de filosofía cotidiana, Blackie Books, Barna 2014


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