Deixar-se endur per les onades.

Hace unas semanas terminó de representarse La ola en el Centro Dramático Nacional. La obra, que se basa en un experimento que realizó el profesor Ron Jones en 1967 en Estados Unidos, se estrenó en 2013 en el Teatre Lliure. La iniciativa partió del director del espectáculo, Marc Montserrat Drukker, que quería llevar a un escenario los efectos devastadores de la ideología nazi y acordarse de paso de los suyos: algunos de sus mayores formaron parte de los seis millones de judíos que fueron exterminados por el régimen de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial. El encargado de escribir el texto fue Ignacio García May. Volvió con la meticulosidad de un diligente sabueso sobre los materiales que han quedado del trabajo de Jones y ha sabido llenar de nuevo de vida la particular transformación que sufrieron unos estudiantes estadounidenses cuando fueron invitados por su profesor de historia a realizar un experimento particular.
Todo empieza con una clase sobre lo que hicieron los nazis durante su reinado de terror. Como suele ser habitual, ninguno de aquellos muchachos fue capaz de explicarse que una barbarie de tal magnitud tuviera lugar en una sociedad aparentemente civilizada como la alemana. Así que uno de los alumnos pregunta por lo que hicieron los demás. Se puede entender, quizá, que unos fanáticos entren en una imparable espiral de violencia que los conduzca a liquidar a sus semejantes, apremiados por un puñado de consignas ideológicas de las que se han empachado sin llegar a calibrar nunca su alcance. Pero, ¿y el resto? ¿Se enteraron de lo que pasaba? ¿Toleraron los excesos, miraron hacia otra parte, compartieron esa furia asesina o se limitaron a aplaudirla desde las mullidas butacas de un país sacudido entonces por la fiebre nacionalista? Lo que hizo Ron Jones fue intentar reproducir entre sus alumnos las condiciones que favorecieron que se impusiera un régimen totalitario. Los invitó, poco a poco, a ir cumpliendo una serie de rituales, estableció entre ellos determinadas complicidades, construyó una atmósfera, definió de manera sutil unas líneas rojas que no podían cruzarse, los dotó de unos símbolos que dieran sentido a sus esfuerzos. Y aquellos adolescentes de un curso de secundaria del Cubberley High School, un instituto de Palo Alto (California), mordieron el cebo. A las pocas semanas funcionaban ya como una máquina perfectamente engrasada y eficaz. Y hacían proselitismo.
Eduard Farelo, en una escena de 'La ola' en el Lliure. / ROS RIVAS
El de Jones no ha sido el único experimento concebido para intentar explicar cómo ocurrió aquella catástrofe en la que se vio mezclada toda esa llamada gente corriente, incapaz de matar una mosca y llena de buenas intenciones. En Aquellos hombres grises, su libro sobre el Batallón de Reserva Policial 101, encargado de diferentes aciones de exterminio de judíos en el distrito de Lublin (Polonia) durante la Segunda Guerra Mundial, el historiador Christopher R. Browning, de la Pacific Lutheran University de Tacoma (Washington), se refiere a dos de ellos. Uno lo realizó Philip Zimbardo en la prisión de Stanford. Quiso saber cómo se comportaba un grupo de personas “normales” en una prisión simulada. Una situación límite, como la que padecen tantos ciudadanos que se ven de pronto embarcados en una guerra. Los dividió en guardianes y prisioneros y observó cómo se comportaban. Pronto comprobó que surgían patrones de conducta que desencadenaron una escalada de “brutalidad, humillación y deshumanización”: los corderos se comportaban en esa situación anómala como lobos.
El otro experimento fue el que puso en marcha Stanley Milgram en la Universidad de Yale. Quiso averiguar qué capacidad tenían unos cuantos individuos seleccionados para resistir a una autoridad que no se servía de ninguna amenaza de coacción para imponerse. El experimento empezó en julio de 1961, poco después del juicio celebrado en Israel contra Adolf Eichmann, uno de los responsables de que el Holocausto se llevara a cabo con tanta eficacia, y trataba, pues, de la complicidad: si hubo sintonía con los verdugos o más bien rechazo y resistencia. Un científico, revestido de su tradicional autoridad, les fue pidiendo a los voluntarios seleccionados que infligieran descargas eléctricas cada vez mayores a varios actores previamente adiestrados que empezaron quejándose, luego chillaban, pedían después desesperadamente auxilio y terminaban precipitándose en un “fatídico silencio”. Dos tercios de los sujetos testados “obedecieron” sin mucho problema hasta llegar a producir dolores extremos (siempre simulados, claro) en sus “víctimas”.
¿Cómo se desenvuelven personas aparentemente corrientes cuando, tras transformarse su entorno más inmediato, se ven impelidas a ejecutar unas acciones que jamás habían concebido realizar? En el caso del experimento que Ron Jones les propuso a sus alumnos de Palo Alto, la serie deliberada de cambios que fue introduciendo en la manera de comportarse en sus clases fue despertando, a pesar de algunas resistencias iniciales, una complicidad fervorosa en la mayoría de sus alumnos. Antes de que Drukker y García May llevaran la iniciativa de Jones a un teatro, Tod Strasser recreó el experimento en un libro y Dennis Gansel hizo una película. Pero la obra de García May no es una adaptación de ninguna de esas piezas anteriores, sino una obra de nueva fractura. Los actores se la pasan corriendo en el montaje de Drukker para trasladar esa vitalidad que se asocia con la juventud. “El poder es disciplina”, “el poder es comunidad”, “el poder es acción”: sobre esas tres patas, Ron Jones consigue hacer aflorar en sus alumnos los perversos mecanismos que facilitan la consolidación de un régimen despótico: el culto al grupo, el miedo a moverse por libre, la ritualización de algunas costumbres, el afán de defender unos cuantos privilegios de quienes ya se reconocen como elegidos, la impresión de formar parte de una fuerza que te arrastra, el desafío de tener una misión que cumplir, el desprecio por los otros, la condena de la heterodoxia. No había pasado mucho tiempo y Jones pudo comprobar que cada uno de aquellos muchachos había interiorizado la fascinación gregaria por formar parte de la corriente y la capacidad de condenar, de manera violenta si cabe, al que disiente.
harald welzer. / ELISA GONZÁLEZ
Seguramente el trabajo que le tocó hacer en el distrito de Lublin al Batallón 101 concentra de la manera más desnuda y desalmada la abyección a la que llegó el proyecto de Solución Final. El exterminio de judíos (y de otros) en los campos de concentración obedecía, al fin y al cabo, a un plan aséptico en el que las ejecuciones en serie se realizaban en las cámaras de gas, y existía una cierta distancia. En esa dinámica de producción de muerte industrial, cada persona funcionaba como el engranaje de una siniestra maquinaria que liquidaba a los judíos por toneladas. Pero los verdugos no se enfrentaban directamente a sus víctimas para ocuparse personalmente de ellas. A los miembros del Batallón 101, en cambio, se les enseñó a matar con la mayor pulcritud posible, no fueran a ensuciarse al tener tan próximas a sus víctimas. Lo resume uno de los testimonios que recoge Browning del juicio al que, ya mucho después del horror, fueron sometidos los que sobrevivieron a la guerra, y que se refiere al adiestramiento previo a la primera de sus misiones: “En ese momento tenía que explicarnos con precisión cómo debíamos disparar para causar la muerte instantánea de la víctima. Recuerdo exactamente que para esa demostración dibujó o perfiló el contorno de un cuerpo humano, al menos de los hombros hacia arriba, y entonces señaló el punto exacto en el que se tenía que colocar la bayoneta como una guía para apuntar”. Si se tenía buena puntería, la muerte del judío se producía inmediatamente y sin mancha alguna.
Pero si no eran precisos, si no disparaban en el lugar exacto, el espectáculo era dantesco. Otro testimonio resumía lo que sucedía cuando las cosas se hacían mal: “A causa del disparo a quemarropa que de esta manera se requería, la bala golpeaba la cabeza de la víctima en una trayectoria tal que a menudo todo el cráneo o como mínimo la parte trasera quedaba destrozada y la sangre, las astillas de los huesos y los sesos se esparcían por todas partes y ensuciaban a los tiradores”.
Los detalles son de una crueldad insoportable, pero a veces es necesario tenerlos delante para saber qué pasaba exactamente. Las cifras son reveladoras, pero terminan muchas veces por no decir nada. Hay un momento en que Browning hace los cálculos, después de que aquellos hombres grises, esos tipos corrientes, esas personas normales, cumplieran con uno de sus últimos cometidos, la masacre de la Fiesta de la Cosecha. “La mortífera participación del Batallón de Reserva Policial 101 en la Solución Final llegó a su fin”, escribe. “Calculando por lo bajo unos 6.500 judíos muertos en las acciones anteriores, como las de Józefow y Lomazy, unos 1.000 asesinatos durante la ‘cacería de judíos‘ y un mínimo de 30.500 ejecutados en Majdanek y Poniatowa, el batallón había participado de forma directa en la muerte a tiros de, como mínimo, 38.000 judíos. Con la deportación hacia el campo de exterminio de al menos 3.000 judíos de Miedzyrzec a principios de mayo de 1943, el número de judíos que colocaron en los trenes que iban hacia Treblinka ascendía a 45.000. Para un batallón de menos de 500 soldados, el recuento definitivo de víctimas fue de al menos 83.000 judíos”.
Es una cifra enorme, pero incluso alguno podría discutir que las hay mayores. Y resulta difícil de imaginar, son demasiados los muertos. Del otro lado estuvieron esos 500 soldados. Para resumirlo en dos brochazos: el Batallón 101 estaba formado por 11 oficiales, 5 funcionarios administrativos y 486 suboficiales y soldados. Estaba dividido en tres compañías, cada una de unos 140 hombres con los efectivos al completo. Cada compañía se dividía en tres secciones; cada sección, en cuatro pelotones. Los soldados tenían carabinas, y los oficiales, metralletas. A cada compañía se le había asignado un destacamento de ametralladoras pesadas. El jefe de todo eso era el mayor Trapp (53 años), policía profesional y miembro del Partido Nazi. Los dos oficiales más radicales no llegaban a los 30 años: Wolfgang Hoffmann (SS y Partido Nazi) y Julius Wohlauf (Partido Nazi, SA, SS). Luego estaba un tal Hagen, ayudante de Trapp, y otros siete oficiales, de los que cinco eran del Partido Nazi pero ninguno de las SS.
El 63% del batallón procedía de la clase trabajadora, entre los que había unos pocos trabajadores cualificados, y alrededor del 35% eran de clase media baja, casi todos empleados en alguna oficina. Había pocos artesanos y pequeños empresarios. Y gente de clase media, como profesores y farmaceúticos, sólo un 2%. Sólo el 25% del batallón estaba afiliado al Partido Nazi. Por lo demás, eran gente sin ninguna movilidad social ni geográfica. Muy pocos eran independientes económicamente. Estaban poco formados: eran pocos los que habían seguido estudiando después de dejar el colegio a los 14 o 15 años. No se sabe cuántos habían tenido simpatías socialistas, comunistas o sindicalistas antes de 1933. La mayoría procedía de Hamburgo, una de las ciudades menos nazificadas de Alemania. Browning observa: “No parecían formar estos hombres un grupo muy prometedor del cual reclutar asesinos de masas en nombre de la visión nazi de una utopía radical libre de judíos”. Ése es, pues, el asunto: ¿por qué?
Cuando el sociólogo alemán Harald Welzer trata en Guerras climáticas. Por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI de la forma en que los verdugos de un genocidio se ven a sí mismos cuando participan en alguna masacre, observa: “Pero fue precisamente el sentirse seres humanos que sufrían por la tarea que creían tener que cumplir lo que les permitió conciliar la imagen moral de sí mismos de ‘buen tipo’ con la crueldad de su trabajo”. El jerarca nazi Heinrich Himmler lo había subrayado en su discurso de Posen (“teníamos el derecho moral, teníamos el deber frente a nuestro pueblo de matar a ese pueblo que quería matarnos a nosotros…”), así que Welzer comenta que “lo determinante para la conducta de las personas en situaciones concretas no son las condiciones objetivas de esas situaciones, sino sus percepciones y la manera en que las interpretan”. Y remata, refiriéndose a la cadena de producción de muerte que fabricaron los nazis: “Todo ese proceso se realiza basándose en la división de trabajo, nadie tiene por qué sentirse un asesino aunque los asesinatos se ejecuten en forma directa y no con técnicas que permiten distanciarse —como las cámaras de gas—”.
Browning lo cuenta en Aquellos hombres grises, cuando relata con todo detalle la primera de los terribles encargos que tuvo que realizar el Batallón 101. Salieron a las dos de la mañana del pueblo de Bilgoraj y se dirigieron a Józefów, donde llegaron cuando comenzaba a clarear. Al frente de la comitiva estaba el mayor Trapp. “Tras explicarles la misión asesina del batallón, hizo su extraordinaria oferta: cualquiera de los agentes de más edad que no se sintiera con ánimo de llevar a cabo la tarea que tenían por delante podía dar un paso al frente”. Lo hicieron muy pocos. A uno de ellos, el oficial Hoffmann empezó a echarle una bronca, pero Trapp lo detuvo: dar un paso al frente no tenía por qué estar mal visto. Los demás (la inmensa mayoría), los que aceptaron el trabajo, debían recorrer el pueblo y reunir a los 1.800 judíos del lugar. Para no complicar las cosas, se les dijo que a las mujeres, a los niños y a los ancianos los mataran de un tiro allí donde los encontraran. Alguno tuvo problemas para cumplir con estas órdenes, pero siempre había otro dispuesto a llevarlas a término. Más tarde, el médico y un sargento del batallón dieron detalladas instrucciones de cómo debían colocar a sus víctimas y en qué parte de la cabeza dispararles para resultar más efectivos. Se trasladó a los judíos en camiones a las afueras del pueblo. Los fueron llevando en camiones a una zona del bosque. A cada soldado se le asignó un judío y fueron desfilando, como quien dice codo con codo (o cara a cara, si se prefiere) hasta el lugar elegido. Allí los tumbaban de cara al suelo, colocaban la bayoneta del fusil en el lugar del cuello que se les había indicado y apretaban el gatillo. Y regresaban al lugar del reparto para encargarse de otra víctima.
Cuenta Browning que la angustia de Trapp no fue un secreto para nadie (“se sentó en un taburete y lloró amargamente”), y se refiere también a la “calma silenciosa” que invadió a los judíos cuando fueron conscientes de su destino: tuvieron “en palabras de los testigos alemanes, una ‘increíble’ y ‘asombrosa’ serenidad”. A los que no quisieron participar en la barbarie los tacharon de “acojonados” o “peleles”. Para llevar a cabo la tarea, y fuera más fácil y efectiva, se hicieron turnos. Hubo alguno que, durante el proceso, pidió ser relevado y otro, que apuntaba deliberadamente mal. Los fueron emborrachando con alcohol para que la cosa fuera menos dura. Cuando cayó la noche, terminaron la tarea. Dejaron los cadáveres de los judíos abandonados en el bosque. Cuenta Browning que una niña de diez años apareció por el centro de mando con la cabeza sangrando: Trapp la tomó en sus brazos y le prometió que permanecería con vida. De regreso al campamento, una sensación de vergüenza y horror dominaba los barracones. Hubo un pacto de silencio y nadie discutió la tarea que acababan de hacer.
Christopher Browning.
No tiene sentido seguir detallando lo que vino después. Para el que quiera conocer, paso a paso, ese fulminante proceso de descomposición moral que tuvo lugar en cuantos tuvieron que ejecutar de manera tan artesanal el exterminio de sus enemigos en el Este de Europa, mirándolos directamente a los ojos, tocándolos, empujándolos, pisando después las torres de cadáveres que iban acumulándose en los márgenes de los pueblos, Browning lo detalla en Aquellos hombres grises.
En la pieza teatral La ola, Ron Jones reconstruye esa atmósfera de entusiasmo que se produce cuando se tiene la sensación de formar parte de un movimiento. Los valores que sirven para aglutinar los esfuerzos iniciales de los muchachos, como la eficacia y la disciplina y la complicidad de estar involucrados en un proyecto común, que de por sí no tendrían que tener derivadas negativas, sirven sin embargo de argamasa para ir diluyendo la responsabilidad individual, para cercenar progresivamente la propia mirada e idiosincracia, el proyecto de cada cual. Poco a poco va importando cada vez más el ímpetu de formar parte de la corriente y, también, cada vez se percibe con mayor angustia la posibilidad de quedarse fuera, de ser tachado de traidor, o si se prefiere, de “acojonado” o de “pelele”. Algunos utilizan también la palabra “blando”.
Lealtad, deber, disciplina. La existencia de un poder al que se otorga legitimidad y frente al que surge un fuerte sentido de obligación. La importancia del adoctrinamiento. La existencia de un enemigo exterior, real o imaginario. El vibrante frenesí de los rituales colectivos. La responsabilidad individual, cada vez más debilitada por una fuerte burocratización y especialización. O, en fin, la presión del grupo de los iguales. ¿Qué les ocurrió en ese momento concreto a aquellos soldados de un batallón de policías cuando les dijo que podían dar un paso al frente para no participar en la matanza de sus congéneres? ¿Por qué no se negaron? Nunca está de más volver sobre aquella época oscura, más ahora que van a cumplirse 70 años del suicidio de Hitler.
Si aquellos soldados del Batallón 101 eran hombres grises, sin colmillos afilados ni una antigua furia escondida en sus corazones, y pudieron cometer aquellas salvajadas, eso significa simplemente que nadie está libre de hacerlas. Una respuesta habitual, ya después, cuando juzgaron a los supervivientes, fue la de justificarse con el argumento de que “no tomar parte en las ejecuciones en ningún caso iba a alterar el destino de los judíos”. Lo mismo, quizá, dice ahora cada uno de los miembros del Estado Islámico que exhibe sin vergüenza alguna las mayores atrocidades que ha cometido. Browning cuenta que, cuando a aquellos soldados les volvió a tocar matar, en vez de “volverse locos”, “fueron cada vez más eficientes y crueles”. Es muy posible que eso que se llama “la presión de los iguales” y la angustia de quedarse aislado de la corriente tengan un papel esencial para que la mayores barbaries se lleven finalmente a cabo.
José Andrés Rojo, En la rutina del horror, Babelia. El País, 16/04/2015
La ola. Texto de Ignacio García May. Idea y dirección: Marc Montserrat Drukker. A partir de un experimento real de Ron Jones. Producción: Centro Dramático Nacional. Teatro Valle-Inclán. Del 30 de enero al 22 de marzo de 2015.
Christopher R. Browning. Aquellos hombres grises. El Batallón 101 y la Solución Final en Polonia. Traducción de Montse Batista. Edhasa. Barcelona, 2002. 426 páginas. 23, 5 euros.
Harald Welzer. Guerras climáticas. Por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI. Traducción de Alejandra Obermeier. Katz. Barcelona, 2010. 342 páginas. 19,95 euros.

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