L'ús victimista de la història.

El Roto

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Según decía Jim Thompson, el narrador que colaboró con S. Kubrik en el guion de Senderos de gloria (entre otras) y cuyas novelas dieron lugar a varias películas memorables, hay 32 formas de contar una historia. Pero —añadía Thompson— “hay una sola trama”. Quería decir algo tan sencillo —pero hoy tan políticamente incorrecto— como que las cosas no son de 32 maneras, sino sólo de una, aunque haya diferentes modos de relatarlas, es decir, diferentes perspectivas sobre lo ocurrido: tantas, al menos, como intereses involucrados en los hechos en cuestión. Esta diversidad no es de suyo preocupante, y en muchos sentidos podría considerarse “enriquecedora”, ya que el añadir puntos de vista variados puede completar la visión que nos hacemos de lo que nos pasa. El conflicto comienza cuando nos encontramos con dos (o más) relatos, perspectivas o puntos de vista que son incompatibles entre sí, porque eso significa —si admitimos la incómoda tesis de Thompson— que al menos uno de ellos es falso. Cuando dos relatos o perspectivas son incompatibles es porque no son relatos de los mismos hechos o perspectivas acerca de las mismas cosas,o sea que quienes los relatan de estas maneras inconmensurables no están hablando de una sola y la misma trama, sino que creen vivir en mundos radicalmente divergentes.

Existe una (vieja y desprestigiada) manera de dirimir esta cuestión: acudir al relato de los historiadores, el único que podemos suponer “desinteresado” o cuyo único interés es esclarecer la verdad sobre los hechos. Pero nadie quiere oír hablar de un punto de vista “desinteresado” u “objetivo”. Y no sólo porque hemos visto que los diferentes poderes en liza disponen de sus respectivos equipos de “historiadores desinteresados” al servicio de sus intereses, sino sobre todo porque el tipo de conocimiento que suministra la historiografía, por aspirar a la objetividad, nunca es definitivo (siempre está abierto a nuevas investigaciones) y nunca equivale a un juicio moral, y por ello no satisface las expectativas políticas de quienes esperan una última palabra inamovible y obligatoria, que además determine con claridad quiénes fueron los buenos y quiénes los malos.

El núcleo duro de este conflicto parece encontrarse en ese dictum infinitamente repetido según el cual “la historia la escriben siempre los vencedores”, que naturalmente presupone que, al hacerlo, los vencedores falsean los hechos para establecer como definitiva una verdad oficial según la cual ellos fueron los buenos, y los derrotados los malos. Debido al prestigio adquirido por ese dictum, nadie quiere adoptar el punto de vista del vencedor, por temor a que ello convierta inmediatamente su relato en sospechoso de falsificación. Pero esto no significa, ni por asomo, que el relato de los vencedores se complete o se contraste con el de los derrotados (algo que, al menos, tendría cierto interés narratológico). Puesto que lo que buscan quienes pretenden monopolizar el relato de los hechos no es la verdad histórica, sino la legitimidad moral, la realidad es exactamente la contraria de la enunciada en esa fórmula repetitiva, es decir, que todo el mundo se empeña en contar la historia desde la perspectiva de las víctimas, que ha quedado incomprensiblemente libre de toda sospecha (incluso Hitler contaba la historia del pueblo alemán y de la raza aria como víctimas del complot sionista internacional, y Franco estuvo 40 años haciéndose la víctima de la conspiración judeo-masónica). Naturalmente que todos los que participan en un conflicto falsean la historia para presentarse como “los buenos”, pero la forma de hacerlo consiste justamente en aparecer como víctimas, porque sólo así la victoria que pretenden será no solamente consecuencia de su predominio material sobre el enemigo, sino de su superioridad moral.

José Luis Pardo, Maneras de contar, El País, 20/04/2015

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