Això només és una opinió.



La opinión está de moda. Los periódicos tienen una sección llamada así. Los políticos encargan sondeos de opinión antes de hacer algo. La opinión se ha convertido en algo sagrado. Tan sagrado, que hasta se le exige respeto porque sí: “Es mi opinión, respétame”. Se las considera a todas absolutamente iguales. De hecho, una forma de cerrar un debate es: “Bien, tú tienes tu opinión y yo la mía”.

Tan importante se considera a la opinión, que a los más jóvenes se les enseña y se les anima constantemente a tener y expresar sus opiniones. Y a los adultos se les pregunta su opinión sobre cualquier aspecto: no hay noticia en los telediarios que no vaya acompañada de un periodista preguntando por las calles la opinión de la gente sobre ese asunto. Poco a poco, se va convirtiendo en una señal de buen gusto incorporar cuantas más opiniones sobre un asunto, mejor. Así, se organizan debates televisados en los que se procura contar con el máximo de opiniones.

Pues bien, ante esta moda yo también quiero expresar mi opinión: TU OPINIÓN ME IMPORTA UNA MIERDA. Así de claro.

Y al revés de las encuestas, los sondeos, los debates televisados, etc., yo sí voy a intentar justificar mi opinión. Porque ahí es donde me parece que está el quid de la cuestión: en laargumentación subyacente. Vamos a desmitificar la opinión, a deconstruirla (que dicen los posmodernos, otros aficionados a la opinión). No se trata de ir en contra de la opinión, sino de situarla en su lugar apropiado.

En la filosofía antigua, opinión era doxa (δόξα), que se oponía a ciencia o episteme (ἐπιστήμη). Por opinión o doxa se entendía lo que hoy en día llamaríamos el “sentido común”, lo que la gente cree que es verdadero a primera vista, sin profundizar mucho, superficial. Mientras que la ciencia o episteme sería el conocimiento cierto, seguro, más exacto o riguroso. Esta oposición gnoseológica o de tipos de conocimiento se correspondía, por ejemplo en Platón, con la distinción ontológica entre dos tipos de realidad: la del mundo sensible o del devenir, el que podemos percibir con los sentidos, y que es más irreal, y el mundo inteligible o de las Ideas que es la auténtica realidad y que solo podemos alcanzar mediante la razón filosófica (previo paso por las matemáticas).

Actualizando un poco esta idea griega, lo que tenemos es la distinción entre la apariencia y el ser, entre lo que parece que son las cosas, y lo que son realmente. Así, por ejemplo, el geocentrismo sería doxa, mientras que el heliocentrismo es episteme: a primera vista, parece evidente que la Tierra está quieta y que es el sol el que gira alrededor de ella de este a oeste todos los días; sin embargo, gracias a las matemáticas y la astronomía, sabemos que es al revés, que es la Tierra la que se mueve sobre sí misma y alrededor del sol. Aunque esta encuesta es escalofriante al respecto: el 25% de los españoles todavía sigue en la doxa creyendo que el sol gira alrededor de la Tierra. Algunos pseudocientíficos incluso intentan hacerlo pasar por episteme ¡reeditando el geocentrismo en el siglo XXI!. Otro ejemplo serían los murciélagos: aparentemente, son aves porque tienen alas y vuelan, pero si somos más rigurosos nos damos cuenta de que son mamíferos y no pájaros. La propia Biblia cae en el error de considerar aves a los murciélagos en Levítico 11, 19 (¡y eso que está inspirada por el mismísimo creador de los murciélagos!). Puede pasar también con los delfines o las ballenas, que fácilmente puede creerse que son peces. Y pasa lo mismo con tantos errores, prejuicios o leyendas urbanas que se deben a una visión superficial o incorrecta de la realidad: por ejemplo, la falsa creencia de que nacen más niños las noches de luna llena o que la llegada de los seres humanos a la luna fue un montaje cinematográfico.

A lo que asistimos hoy en día es a la inversión de este esquema: al desprestigio de la episteme o ciencia a favor de la doxa u opinión y a la igualación de ambas como meros gustos o preferencias. Esta inversión se ha producido por un proceso en tres pasos. En primer lugar, se ha eliminado la propia diferencia: los juicios científicos acerca de la realidad se han transmutado en opiniones científicas, pero opiniones al lado de las opiniones no científicas. En un segundo paso, se igualan ambas: se ignora lo de “científicas” y pasan a ser opiniones sin más como las otras. En un tercer paso, se equipara la opinión al gusto. Cada uno tiene una opinión como tiene un gusto: opino tal cosa porque me gusta esa opinión. El caso es que ahora ya no hay diferencia entre una y otra, la opinión científica y la no científica valen exactamente lo mismo: en función del gusto de cada uno.

¿Dónde está la falacia? Supongamos que las opiniones fueran dinero. Uno puede tener varios millones y otro unas cuantas monedas. Ambos tienen dinero, efectivamente, ¡pero no podemos decir que los dos sean igual de ricos! De la misma forma, cada cual tiene su propia opinión, efectivamente, pero no todas las opiniones valen lo mismo. El valor de una opinión descansa en la cantidad y calidad de las pruebas y argumentos que la sustentan. Y no todas tienen los mismos.

La ciencia tiene un aspecto opinable, eso es verdad. Ya no aceptamos la idea griega de ciencia como episteme en el sentido de conocimiento totalmente cierto y seguro. Pero eso no significa reducirla a mera opinión. La ciencia es falible y por eso es crítica, revisable y mejorable en un proceso continuo o asintótico hacia la verdad que nunca alcanzaremos definitivamente. Por eso la ciencia progresa y no puede ser dogmática, por definición: ella misma es consciente de que jamás llegará a una verdad última o definitiva. Por eso mismo la ciencia se critica a sí misma: publica sus resultados y obliga a explicitar de qué forma se ha llegado hasta ellos para que puedan ser replicados por otros científicos y, en su caso, falsados. Eso es lo que le da valor y fiabilidad: la cantidad de pruebas, experimentos y argumentos que acompañan a los juicios científicos, reproducibles y revisables por cualquiera. Todos estos controles del método científico son los que caracterizan a la ciencia y la distinguen de la pseudociencia (que los evita a toda costa). Por eso mismo, una afirmación basada en el método científico no tiene el mismo valor, ni por asomo, a otra que no lo esté. El grado de fiabilidad de una y otra difieren abismalmente.

¿Cuánto vale una opinión? Lo que valgan las pruebas y argumentos en los que se apoye. Supongamos que existiera un banco de credibilidad que prestara crédito (credibilidad) a las opiniones. Pues bien, las pruebas y argumentos serían los avales de cada opinión. Supongamos que Fulano quiere un crédito y se presenta en el banco diciendo que opina que los presidentes de los países más importantes del mundo son en realidad seres extraterrestres reptilianos con forma humana. Es claro que el banco no le daría crédito. Supongamos ahora que Fulano se molestara y se ofendiera por la negativa del banco a darle credibilidad y que le dijera algo así: “¡Usted me tiene que dar crédito porque yo me llamo Fulano!”. Seguramente que la directora del banco, educadamente (y aguantando la risa todo lo que pudiera) le diría que su nombre es irrelevante, y que lo importante no es que solicite un préstamo (que tenga una opinión) sino los avales para dárselo (las pruebas o argumentos a su favor). Sin embargo, hoy en día la sociedad se comporta más bien como los bancos reales que nos han metido de lleno en la crisis económica que ahora padecemos: se da crédito a cualquiera, y además se le incita a pedirlo. Se da credibilidad (o respeto, como también se dice) a cualquier opinión, sea la que sea, independientemente de si tiene muchas, pocas o ninguna prueba o argumento a su favor, simplemente porque es la opinión de alguien.

¿Por qué sucede lo anterior? Gran parte de culpa la tiene el relativismo. Todo lo que hemos dicho presupone que existe una realidad externa que se comporta de acuerdo a unas regularidades que pueden ser conocidas y formuladas como leyes científicas. Sin embargo, el relativista niega eso: afirma que no existe ninguna verdad porque tampoco existe ninguna realidad. O justo lo contrario: que todas las opiniones son verdaderas porque no existe la verdad sino múltiples verdades igualmente verdaderas cada una: tantas como opiniones. Por eso para él la opinión es cuestión de gusto: no hay nada más que eso para elegir una opinión u otra.

Lo anterior nos ayuda a entender los absurdos cotidianos con los que nos encontramos. Por ejemplo, la estupidez de la equidistancia. Es habitual que, sobre todo en medios periodísticos y televisivos, se planteen debates o reportajes sobre algún tema polémico y que se presenten las diferentes opiniones sobre el asunto, pero en un mismo plano de igualdad unas respecto de otras. Lo falaz de esto está en que, de esta forma, se iguala lo que muchas veces es distinto, provocando una falsedad en la propia presentación del tema en cuestión. Por ejemplo, si se debate sobre evolución o creacionismo, se invitan a un plató de televisión a un científico evolucionista y a un (pseudo)científico creacionista a que expongan cada uno su punto de vista. El error de entrada es que la imagen que se transmite es que nos encontramos ante dos opiniones totalmente igualadas, como si la proporción de pruebas y apoyos científicos de uno y otro estuviera al 50%, cuando la realidad no es así ni mucho menos. Pasa igual con el debate sobre el cambio climático: muchas veces se presenta el debate como si la comunidad científica estuviera dividida mitad y mitad a favor y en contra, cuando en realidad la proporción es muy distinta: más del 90% de los científicos considera que las pruebas confirman la realidad del cambio climático. En este sentido, es muy gracioso, a la vez que instructivo, este sketch precisamente sobre la falacia de equidistancia respecto del cambio climático. Puede decirse lo mismo de los debates acerca del negacionismo del Holocausto o del sida, de la efectividad de las (pseudo)medicinas y (pseudo)terapias alternativas, sobre los (falsos) efectos perversos de las radiaciones electromagnéticas o los organismos transgénicos en la salud, etc. Es cierto que hay opiniones, incluso de científicos, contrarias al consenso generalizado en esos temas, pero son eso: opiniones muy minoritarias y sin apoyos experimentales, que contrastan con el consenso y las pruebas de la comunidad científica, y que no pueden presentarse en pie de igualdad sin falsear la realidad de las cosas.

Otro error consiste en el mero hecho de sentar a científicos con charlatanes en la misma mesa de debate. Normalmente los científicos se niegan y se les acusa de prepotentes o de tener miedo. ¿Miedo a qué? No. Lo que pasa es que un debate así ya está mal planteado desde el principio. Tan mal planteado como un combate de boxeo entre pesos pesados y pesos pluma. O como un “debate” entre un padre y un hijo ante un público de adolescentes sobre a qué hora hay que volver a casa por la noche. Un debate requiere del principio de igualdad: quienes debaten deben reconocerse como iguales entre sí, esto es, que los dos ponentes se reconozcan recíprocamente como interlocutores válidos. Pero el científico no puede reconocer al charlatán como interlocutor. Lo haría si efectivamente fueran iguales, esto es, que los dos se sometieran a las mismas reglas de control, escrupulosidad, publicidad, contrastabilidad, replicabilidad, etc., a la hora de extraer sus conclusiones. Pero eso es a lo que el charlatán se niega: él quiere hablar por hablar, decir su opinión sin más, sin aportar ninguna prueba en sustento de su opinión. Pero si es así, entonces no hay igualdad y no hay debate.

Pasa lo mismo cuando en otros debates se multiplican los intervinientes en el mismo simplemente “para que haya más opiniones”. Y así se mezclan a científicos con actores, futbolistas o “gente de la calle” (como se les dice). Pero eso no tiene ningún sentido. Lo importante no es que haya muchas opiniones sin más, sino que esas opiniones tengan algo significativo que aportar. Ante un tema complejo, es necesario que haya diversidad de opinionescualificadas para comprender el asunto desde la interdisciplinariedad. Eso es perfecto. Pero tan absurdo sería multiplicar el número de expertos que no tengan nada que añadir más que reafirmar lo que digan sus colegas, como añadir intervinientes que no tengan conocimientos adecuados en el tema concreto que se esté tratando. Unos y otros solo generan ruido.

Subyace a lo anterior una concepción totalmente errónea de lo que es un debate o diálogo. El objetivo de un debate es construir un consenso basado en razones. Se trata de intentar llegar a un punto de acuerdo entre todos en función de lo que cada uno aporta, de forma que el resultado final no se corresponderá con la opinión previa de ninguno de los intervinientes, sino que sea una síntesis de la todos ellos, y en cuyo proceso de habrán filtrado las opiniones erróneas o sus elementos falsos o incorrectos. Para eso, cada uno expone las pruebas y argumentos que considere necesarios y que serán criticados duramente por todos los demás en ese proceso cooperativo y deliberativo de construcción del consenso. Esa es por lo menos la teoría o lo que debería ser el ideal a conseguir.

Lo que ocurre hoy día no se parece a eso ni de lejos. Tal y como se conciben los debates y se presentan en televisión o se desarrollan en las sobremesas, lo que ocurre es que simplemente asistimos a un exhibicionismo (muchas veces vergonzoso y sin ningún tipo de pudor intelectual) de todo tipo de opiniones, la mayoría de las veces sin la más mínima prueba a su favor, cuando no directamente en contra de los principios científicos más elementales. Y se exponen así, de cualquier manera: “Los científicos dirán lo que quieran, pero la homeopatía es mano de santo”, “Los ovnis están a nuestro alrededor, pero los de NASA nos lo ocultan”, “Los gobiernos nos envenenan con chemtrails, pero no lo digo muy fuerte porque nos vigilan”, “El aborto es un asesinato”, “Dios existe”. Y lo peor de todo es que, encima, se considera de mal gusto criticar, contraargumentar o pedir pruebas de lo que se ha opinado. Volvemos a la falacia del respeto y la equidistancia, ahora además con un toque de histrionismo: “¡Respétame, que tú tienes tu opinión y yo la mía!”. Eso no es un diálogo, como mucho es un diálogo de besugos, pero no un debate en ningún sentido. Y no lo es porque no se busca construir ningún consenso, sino simplemente opinar por opinar, hablar por hablar, decir por decir.

Y lo peor es que este exhibicionismo de opiniones sin pruebas ni argumentos además se estimula. En los centros docentes, se anima al alumnado a opinar de cualquier tema, así como así. Que no está mal como forma de incentivar la participación, pero siempre que además se enseñara al alumnado a argumentar sus opiniones, a fundamentarlas en pruebas y argumentos, a criticarlas según otras pruebas y argumentos, a contrastarlas, y a valorarlas en función de todo eso, así como a despreciar las opiniones que sean despreciables por no estar basadas en nada.

De todas formas, que conste que solo es mi opinión…

Andrés Carmona Campo, Tu opinión me importa una m..., Filosofía en la red, 25/04/2015

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