Wikiessencialismes dins de l'aula.

El Roto

Si por esencialismo se entiende la defensa de algún tipo de verdad, frente a la inmediatez de "lo que hay" (que siempre es una opinión sobre lo que hay), no se ve cómo el pensamiento puede evitarlo. Pensar es pensar esencias, aunque uno intente que éstas sean móviles y bailen con la apariencia de las cosas. Se trataría entonces de intentar un esencialismo tachado, que atienda a lo pequeño y contingente, sin pretender encerrar al devenir de las cosas y las situaciones en categorías suprasensibles y apriorísticas que las violenten. Lo que uno defendería en este punto es una especie de platonismo de lo múltiple donde lo universal brota de la intensidad misma de lo singular que vive y late ahí. ¿Este esencialismo es más dañino, más autoritario que el esencialismo que nos rodea por doquier, esa constante afirmación (desde la supuesta neutralidad informativa) de una esencia para cada cosa, colocanda en un cajón empaquetado para la distribución global?

Vivimos rodeado por un integrismo aberrante, aunque sea ligero, adelgazado, aparentemente objetivo y "a la carta". Sobre el maltrato doméstico, el cambio climático, la juventud, las nuevas tecnologías, la mujer, el niño, la pobreza en el mundo, el islam, los eslavos... y así hasta el infinito (incluido qué dijeron Kant o Nietzsche), todo son esencias servidas, rápidas y esquemáticas. Dogmas simplificados de un wikiesencialismo que, si nos descuidamos, nos impide pensar.

Decir aquí "No entiendo" no sería algo inocente, ni especialmente pacifista, como tampoco lo es la típica frase del alumno. Si se repite esa frase, entre jóvenes y mayores, tal vez tenga que ver con la violencia que la simplificación informativa ejerce sobre nuestras vidas, en todos los ámbitos donde el intelecto tendría que decir algo. De hecho, dentro de la bendita frescura con la que lidiamos en las aulas, es posible que muchos jóvenes nos lleguen hoy bastante precocinados, con ideas ya concebidas sobre la sexualidad, los profesores, la Ciencia y Occidente, el progreso y las culturas exteriores, la cultura hispana, etcétera. De ahí la tendencia defensiva de algunos profesores hacia la autoridad legal, un poco rancia. O por el contrario, la tendencia de otros a darle la razón a esa onda que viene, justificando el adelgazamiento de todos los contenidos. O la ironía y la provocación, que sería el caso de otros. Y otras modalidades más de la supervivencia, incluido ese profesor que sufre tanto en clase que no puede confesarlo. "Me gustaría dar miedo", decía hace poco una profesora muy buena, pero continuamente desbordada por el ninguneo de baja intensidad que sufre en sus aulas.

Después, otra cuestión que suele salir a escena, seguro que con buena fe, es una pregunta casi pre o anti filosófica que puede tomar esta forma: "¿Qué es lo previo? No sé qué es lo previo". Con un tono o con otro, al margen de las intenciones, esta pregunta tiene casi la misma "agresividad" objetiva que esa otra clásica: "¿Para qué sirve la filosofía?". Difícilmente, decía Deleuze, ese tipo de preguntas merecen una respuesta que no sea a su vez agresiva. ¿Qué es lo previo entre nosotros, que como mínimo presumimos de kantianos? Esto no debería tener una respuesta difícil: lo previo es la forma a priori sin la cual es imposible referirse a ninguna experiencia, por más elemental que se pretenda. Sobre todo, lo previo es un "en sí" nouménico que no se puede conocer, pero es necesario pensar porque queda siempre detrás del mundo de los hombres. Lo previo es lo que nos permite ser libres del imperialismo del contexto, distinguir la moralidad (por deber) de cualquier legalidad establecida,conforme al deber. En tal sentido, frente al pujante empirismo insular, Kant vuelve a restablecer la soberanía de una interioridad nouménica (no empírica ni psicológica) sin la cual el mundo de los hombres se entrega al pragmatismo de lo industrial, en definitiva, a la economía del más fuerte. Toda la esta oleada racional o positiva contra lo previo, además de amenazar con aburrir todavía más a los alumnos, supone un retroceso de la "vieja Europa" frente el pragmatismo angloamericano; incomparable en el plano militar y económico, pero dudoso en el intelectual.

Además, si el a priori es (tal vez más Nietzsche que Kant) el simple enigma del universo, no lesiona en nada la inmediatez peculiar de las cosas. Todo lo contrario, entra directamente en lo que cada cosa tiene de misteriosamente material. No sólo Heidegger, Wittgenstein y Benjamin han dicho también algunas frases hermosas sobre el particular.

En todo caso, los prejuicios positivistas que mantenemos contra todo lo a priori, contra la presencia real de espectros (Derrida) y grietas desde los cuales pensamos, lleva a concebir el aula como una lugar vacío, una tabula rasa que hay que rellenar a posteriori con contenidos que viene de fuera, servidos por no se sabe qué elite objetiva. Y desde el momento que se entiende la enseñanza, aprovechando las mil conexiones rápidas disponibles, como una transmisión de información, entramos en una vía peligrosa donde la presencia real del gesto y la palabra empieza a perder su significado. Es entonces cuando la autoridad del profesor, con nombre propio, pasa a la autoridad acéfala de la información, a la que nadie puede pedirle cuentas. Es entonces cuando algunas frases habituales ("Hay que prepararse para un cambio radical", "El aula clásica está condenada a desaparecer"), bien intencionadas pero preocupantes, comienzan a tener un sentido vagamente amenazador.

En todo caso, tenemos en este punto otro signo. Con frecuencia son los mayores con cierta cuota de poder los que defienden, en nombre de la juventud (que es, también, un mito de la cultura capitalista), la necesidad de ciertos recortes, en este caso de los contenidos.

La autoridad personal del profesor, una autoridad de carne y hueso, no sólo legal, moral o intelectual, ya produce por añadidura esa deseada clase invertida (flipped classroom), esa conversión del aula en un lugar de debate y encuentro horizontal. Pero tiene que haber primero una escenificación, un acto de fuerza. Una decisión libre, intelectual, sensitiva y presencial... aunque sea en YouTube. Tiene que haber antes una presencia real de la palabra, de su impacto holístico, que impida que se cumpla el temor de Emerson de que "el ruido de lo que hacemos" (o lo que no hacemos) tape el sentido de las palabras que decimos. Las palabras son hechos en sí mismas, actos. De ahí que su sentido cambie según qué entonación, cadencia, gestos y actos les acompañen. Por eso Pasolini es capaz de hacerle decir a un actor "Buenas noches" con sesenta significados distintos.

¿Es esto demasiado poético? Esperemos que no. Se trata simplemente de intentar que ocurra algo con el pensamiento; un efecto real, un acontecimiento vivo, en acto. Una vacuola de no comunicación, diría Deleuze, que ponga en suspenso lo que sabemos. ¿Qué es el pensamiento si no divide a los hombres, a cada uno de nosotros? ¿Qué es el pensamiento si no produce un pequeño impacto que nos ahorra la información por la cual estamos bloqueados? La información no funciona sin desactivarnos, sin una redundancia masiva que nos impide sentir y pensar por cuenta propia. Nos hace falta pensar como siempre, como si no hubiera cobertura para la condición mortal. Pensar otra vez desde la fuerza de una sensación libre de la opinión. Nos hace falta un pensamiento que envuelva "lo que hacemos" (Arendt), el pragmatismo rápido que nos presiona, ese dogma informativo que oculta su oscurantismo tras la veloz carrera de una apariencia múltiple.

Dos pequeñas reflexiones más. La primera, acerca del papel adulterador de la enseñanza de la filosofía en relación al simple acto de pensar. Como si la acentuación de la agilidad didáctica nos llevase siempre, tendencialmente, a adelgazar los contenidos en aras de los medios y de la asequibilidad de las formas. En tal aspecto, es posible que no haya nada más holístico (silencio incluido) que la autoridad de la palabra. La palabra pronunciada precisamente por cualquiera: no necesariamente por el experto, pues la palabra no pertenece a nadie.

La segunda, en relación al retroceso de la palabra y el concepto frente a nuevas formas de comunicación a través de la imagen. La tecnología didáctica está muy bien, hasta puede llegar a ser envidiable, pero tiene el inmediato efecto colateral de adelgazar tanto los contenidos que surgía una duda: ganamos la PAU, pero, ¿qué queda de la Filosofía?

Ignacio Castro Rey, De una mutación en las aulas, fronteraD, 25/04/2015

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