Independència: entre el teatre i la realitat.
Había tantos padres como niños. Unos estaban dentro del colegio, en
fila india y formando disciplinadamente, y otros estaban fuera y en
desorden, sin respetar formación alguna, mezclando lenguas a media voz y
hasta con indumentarias estrafalarias: con traje y corbata unos, con
chanclas y rastas otros, con el pañuelo en la cabeza algunas madres.
Todos miraban a sus hijos marchar tras el joven que enarbolaba la
estelada, al paso de la música, encaminándose por el patio del colegio
hacia las aulas.
Era un 23 de abril y el colegio era público, como era pública la contrariedad de las miradas entre varios de los padres y madres preguntándose qué tipo de ceremonia era esa. Lo entendieron después, al enchufar el Telenotícies y escuchar a Mas la homilía del día sobre la rosa y el libro: se acabaron los vulgarísimos tiempos de la celebración ciudadana del libro y la rosa porque hoy también Sant Jordi atiza el proyecto independentista.
El decoro político no tiene una medida fija ni es fácil determinarlo
de una vez por todas. Sus fronteras son necesariamente difusas pero
quizá no infinitamente maleables y hoy en Cataluña la brecha entre el
decoro político y el respeto democrático está ensanchándose hasta
extremos chocantes. El presidente de la Generalitat ha perdido el
respeto a la función pública que desempeña y actúa desde hace muchos
meses con la firme fe de quien encarna un frente soberanista y no la
representación política más alta de Cataluña.
Da igual lo que digan las encuestas y los politólogos, da igual que
hoy un tercio de la población apueste por la independencia y que otros
dos tercios estén bien como están o apuesten por una fórmula federal. El
independentismo es minoritario pero el Gobierno de la Generalitat actúa
como si tuviese el mandato de las urnas de constituir un nuevo Estado, y
organiza consejos asesores para programarla como si de veras el
resultado electoral de hace unos meses hiciese inaplazable un rumbo que
no avalan ni defienden ni reclaman dos tercios de la población en
Cataluña (y de sus hijos no tenemos todavía noticia).
Su propio partido va a ser el primero en cansarse de la frágil
ficción. La comedia dura demasiado incluso para quienes comparten
proyecto político pero no están dispuestos a pagar un precio cada vez
más alto: el deterioro de la decencia democrática y el crecimiento de la
brecha entre el teatro de la política y la realidad social.
También el discurso de apertura de la marcha hacia 1714 del
presidente demostró de nuevo una abusiva utilización de su cargo para
encarnar una idea excluyente de Cataluña y no a la sociedad catalana, en
otro espejismo de unanimidad independentista. Y el lunes sintió el
Gobierno catalán que empieza a romperse la baraja. El teatro del derecho
a decidir no va a aguantarlo todo para siempre y aunque hoy buena parte
de la izquierda actúe sumándose al derecho a decidir, en la intimidad
del Gobierno catalán y de la misma izquierda es patente la
artificiosidad de ese derecho, la fantasía jurídica de esa reclamación y
por tanto la inconsistencia última de un espejismo convertido en eje
político de la Cataluña del último medio año.
Pero la base de una política eficiente y creíble, útil y responsable,
es improbable que nazca de la invención de un derecho que tiene muy
pocas posibilidades de prosperar en su forma esotérica, o sin
reformularse como propuesta y pacto político. Y resignándose a las
exigencias mínimas de una sociedad democrática: formular un proyecto
político de forma respetuosa y sin amenazas airadas ni desfiles
infantiles.
Los avisos llegan por todas partes pero el rumor del teatro no deja
oír ni al apuntador. Sin embargo, la cumbre soberanista hace aguas, pese
a que todos van, y van precisamente para que haga aguas. El chicle de
la agitación ideológica no tapará indefinidamente una gestión incapaz.
Quizá pueda volver a oírse algo que no sean palabras tóxicas sino
verdades ciertas y urgentes. A mí me pareció escuchar a Tony Judt por
boca de Joan Herrera al terminar la cumbre: la urgencia del Estado hoy
no es proyectar grandes inventos sino preservar el magnífico invento que
ha sido el Estado del bienestar.
Jordi Gracia, Espejismos frágiles, El País, 08/05/2013
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