Solitaris connectats.
La soledad, incluso silenciada, sigue de actualidad. Atraviesa de modo
determinante la sociedad. Estamos más solos de lo que deseamos reconocer.
Solitarios conectados, con mucha información y poca
comunicación, no está claro que nos encontremos. Ello tiene efectos decisivos en
múltiples aspectos. Y no hemos de olvidar que su alcance es también literalmente
político.
Ignorar la soledad, dando por supuesto que no es significativa socialmente y
que es un mero asunto personal, agudiza el aislamiento y acentúa una vez más la
percepción de que lo político sólo es una cuestión pública, o lo que es peor,
que lo público no afecta ni incide en lo singular, sobrevolando de modo
insensible nuestra situación. No hablamos de ninguna voluntad de intromisión en
la intimidad o en la esfera de lo más propio, pero insistimos en que esta
soledad personal tiene raíces y consecuencias sociales y
públicas.
Olvidar que en numerosos pueblos y ciudades
muchísimas personas viven y se sienten solas, incluso desamparadas, que los
espacios comunes se agostan, que no pocos jóvenes no tienen entornos, contextos
ni oportunidades para desarrollarse adecuada y colectivamente, que hay muchos
niños que no encuentran hogar ni siquiera en su casa, que en múltiples trabajos
priman condiciones de aislamiento y separación, que no siempre en las aulas
queda garantizada la suficiente convivencia o integración, que a veces el
combate por cuidar de la propia salud deja a algunos en situación de cierta
indefensión, o que determinadas discapacidades no son suficientemente atendidas,
confirma una soledad, otra soledad, la soledad social, la de
quienes sólo reciben discursos compasivos, paternalismos, filantropías, pero no
verdadera solidaridad.
Esa supuesta “atención” marca aún más la soledad,
cuyo alcance, desde luego, no se agota en la presente mirada. No bastan los
falsos alivios. Más aún, en ocasiones las grandes celebraciones o los múltiples
intercambios no hacen sino ratificar un mundo con superpoblación de
solitarios.
No se trata de pretender saldar políticamente la
soledad. Hay una soledad constitutiva, en cierto modo
insuperable, pero, incluso en tal caso, si es compartida, es extraordinariamente
más llevadera. La fecundidad de determinada soledad buscada no
impide, sin embargo, una sospecha que nos hace subrayar que no acabaremos ni de
entender ni de afrontar en serio estas situaciones de abandono o de
discriminación, de necesidad, si no asumimos que la soledad no es una simple
situación individual y que hemos de reivindicar y realizar políticas
explícitas para afrontar sus consecuencias y evitar su entronización
social.
Más aún, en situaciones complejas, de crisis o de
zozobra, el desamparo profesional o laboral, o la falta de formación podrían
acentuar el aislamiento. Por ello se precisan estructuras,
organismos, instituciones e
instrumentos de solidaridad y de garantía y defensa de los
derechos. No sólo para facilitar apoyos, subvenciones, indemnizaciones,
remuneraciones, compensaciones, tan necesarios, sino para garantizar entornos
sociales de afecto y de comprensión y de derechos sólidos. No simple asistencia,
sino mayores condiciones, más dignas y más justas, de vida.
Frente a las estrategias de
aislamiento, para hacer que uno se las vea solo y a solas, en un
supuesto tú a tú, que, en situación de desigualdad y de poder, adopta
formas de dominio, es preciso impulsar espacios comunes, compartidos. Nada une
más, en todo caso, que luchar juntos por algo, que participar en un proyecto y
en una tarea que no es sólo individual.
No basta el ánimo para afrontar la soledad social.
No es suficiente con el soporte, asimismo necesario, para situaciones de
dependencia, sino que lo decisivo es procurar los debidos requisitos para la
máxima autonomía personal. El aislamiento social, personal,
económico, obstruye la libertad. Sin esta autonomía personal no hay vías de
desarrollo y se trata de crear condiciones para que sea posible la vida integral
en común. Una sociedad de solitarios encerrados en sí mismos es una sociedad
desarticulada e indefensa.
Se precisan instituciones y hombres y mujeres
comprometidos. Acentuada una sociedad de solitarios, las decisiones y la
responsabilidad de elegir y de implicarse requieren espacios compartidos,
apoyos, participación; en definitiva,
corresponsabilidad.
La soledad, incluso silenciada, sigue de actualidad. Atraviesa de modo
determinante la sociedad. Estamos más solos de lo que deseamos reconocer.
Solitarios conectados, con mucha información y poca
comunicación, no está claro que nos encontremos. Ello tiene efectos decisivos en
múltiples aspectos. Y no hemos de olvidar que su alcance es también literalmente
político.
Ignorar la soledad, dando por supuesto que no es significativa socialmente y
que es un mero asunto personal, agudiza el aislamiento y acentúa una vez más la
percepción de que lo político sólo es una cuestión pública, o lo que es peor,
que lo público no afecta ni incide en lo singular, sobrevolando de modo
insensible nuestra situación. No hablamos de ninguna voluntad de intromisión en
la intimidad o en la esfera de lo más propio, pero insistimos en que esta
soledad personal tiene raíces y consecuencias sociales y
públicas.
Olvidar que en numerosos pueblos y ciudades
muchísimas personas viven y se sienten solas, incluso desamparadas, que los
espacios comunes se agostan, que no pocos jóvenes no tienen entornos, contextos
ni oportunidades para desarrollarse adecuada y colectivamente, que hay muchos
niños que no encuentran hogar ni siquiera en su casa, que en múltiples trabajos
priman condiciones de aislamiento y separación, que no siempre en las aulas
queda garantizada la suficiente convivencia o integración, que a veces el
combate por cuidar de la propia salud deja a algunos en situación de cierta
indefensión, o que determinadas discapacidades no son suficientemente atendidas,
confirma una soledad, otra soledad, la soledad social, la de
quienes sólo reciben discursos compasivos, paternalismos, filantropías, pero no
verdadera solidaridad.
Esa supuesta “atención” marca aún más la soledad,
cuyo alcance, desde luego, no se agota en la presente mirada. No bastan los
falsos alivios. Más aún, en ocasiones las grandes celebraciones o los múltiples
intercambios no hacen sino ratificar un mundo con superpoblación de
solitarios.
No se trata de pretender saldar políticamente la
soledad. Hay una soledad constitutiva, en cierto modo
insuperable, pero, incluso en tal caso, si es compartida, es extraordinariamente
más llevadera. La fecundidad de determinada soledad buscada no
impide, sin embargo, una sospecha que nos hace subrayar que no acabaremos ni de
entender ni de afrontar en serio estas situaciones de abandono o de
discriminación, de necesidad, si no asumimos que la soledad no es una simple
situación individual y que hemos de reivindicar y realizar políticas
explícitas para afrontar sus consecuencias y evitar su entronización
social.
Más aún, en situaciones complejas, de crisis o de
zozobra, el desamparo profesional o laboral, o la falta de formación podrían
acentuar el aislamiento. Por ello se precisan estructuras,
organismos, instituciones e
instrumentos de solidaridad y de garantía y defensa de los
derechos. No sólo para facilitar apoyos, subvenciones, indemnizaciones,
remuneraciones, compensaciones, tan necesarios, sino para garantizar entornos
sociales de afecto y de comprensión y de derechos sólidos. No simple asistencia,
sino mayores condiciones, más dignas y más justas, de vida.
Frente a las estrategias de
aislamiento, para hacer que uno se las vea solo y a solas, en un
supuesto tú a tú, que, en situación de desigualdad y de poder, adopta
formas de dominio, es preciso impulsar espacios comunes, compartidos. Nada une
más, en todo caso, que luchar juntos por algo, que participar en un proyecto y
en una tarea que no es sólo individual.
No basta el ánimo para afrontar la soledad social.
No es suficiente con el soporte, asimismo necesario, para situaciones de
dependencia, sino que lo decisivo es procurar los debidos requisitos para la
máxima autonomía personal. El aislamiento social, personal,
económico, obstruye la libertad. Sin esta autonomía personal no hay vías de
desarrollo y se trata de crear condiciones para que sea posible la vida integral
en común. Una sociedad de solitarios encerrados en sí mismos es una sociedad
desarticulada e indefensa.
Se precisan instituciones y hombres y mujeres
comprometidos. Acentuada una sociedad de solitarios, las decisiones y la
responsabilidad de elegir y de implicarse requieren espacios compartidos,
apoyos, participación; en definitiva,
corresponsabilidad.
Ángel Gabilondo, Una sociedad de solitarios, El salto del ángel, 29/02/2012
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