Quin és el preu de la democràcia segons els economistes?


No hay mal que por bien no venga. A lo tonto, los españoles, a cuenta de la crisis, hemos hecho un máster en economía financiera. No solo eso. En el camino también hemos aprendido la higiénica perspectiva analítica de los economistas: al final, todo se reduce a ponderar costes y beneficios, o más exactamente, a diseñar unas instituciones que, al enmarcar un juego de incentivos para los agentes económicos, permitan obtener resultados interesantes desde algún punto de vista. Es buena cosa, entre otras razones, porque nos alivia de las retóricas antropológicas que, a solas o en compañía del virus nacionalista, florecen con tanta facilidad en las circunstancias complicadas para acabar echando la culpa de los males propios a la identidad de los otros: que si los españoles somos unos haraganes, los alemanes unos mezquinos y los griegos, ni les cuento.

La perspectiva económica, se dice, también habría expulsado las consideraciones morales. Lo importante es resolver los problemas y no oficiar como rabinos. Es posible que en el presente embrollo los peatones de la historia no tengan responsabilidades y los banqueros muchas, pero, cuando todo se hunde, no cabe andarse con rogatorias: si queremos salir de pozo, los ciudadanos deben olvidarse de los compromisos y los acuerdos sociales sobre los que planearon sus vidas y allanar la senda a los bancos para que sobrevivan. No son tiempos para homilías o reprimendas, o solo para las que sirvan a la eficacia, aquellas que eviten el acomodo en la irresponsabilidad, como sucede cuando los agentes económicos saben que, si yerran a lo grande, el Estado asumirá sus desastres, y si les sale bien, se quedan con el dinero.


Aquí ya la apelación a la asepsia ética comienza a complicarse. Y es que no resulta fácil hacer economía sin rozar la moral. Hemos visto al gobierno invocar una ética del mérito y lamentarse de que “después de tantos esfuerzos es injusto que no nos recompensen”. Y los más refinados economistas, aunque recubran sus análisis con el celofán de costos y beneficios, a diario se avecinan a la moralina, cuando no a la más cándida filosofía de la historia, esa que asume que, al final, el curso de la historia camina en la buena dirección. Que en eso y no en otra cosa incurren cuando sostienen cosas como que “no se llegará a una situación irreparable porque a Alemania le supone más costes”. Pues no. Si algo nos ha enseñado la teoría social, cuando no la vida, es que enfilado cada cual en su vereda —sobre todo, en ausencia de instancias de coordinación y decisión colectiva— nos podemos meter, incluso con la mejor voluntad, en los peores avisperos. Los alemanes, sin ir más lejos, en un par de guerras mundiales, bastante más “costosas” que cualquier alternativa. Vamos, que en la historia, pace Hegel, no rige la astucia de la razón. Salvo, claro, que pensemos que Dios vela por el buen curso de los acontecimientos. Pero no creo yo que los economistas quieran echar de la fiesta a la filosofía moral para invitar a la teología.

Lo cierto es que no hay manera de prescindir de consideraciones morales en las decisiones económicas y conviene no ignorarlo. Incluso para aceptar que muchas veces, ante los dilemas de nuestras vidas, la mejor decisión consiste en echar las cuentas, en “soluciones de mercado”, para decirlo en el léxico del gremio. Aunque no siempre. Parece razonable que, al vender una casa, se la quede quien más dinero ofrece pero no resulta tan claro que un corazón se le deba trasplantar al que más puje por él. No se asombren, que hay quien lo propone. La asignación de los recursos escasos según la capacidad y disposición a pagar por ellos ya funciona en contextos que nadie hubiera imaginado hace unos años: la calidad de las celdas en las prisiones; el acceso a un carril libre de tránsito en los atascos; el teléfono privado del médico; la adquisición de la nacionalidad; la caza de animales en peligro de extinción; la admisión de zotes en las universidades de élite y mil asuntos más.

A los humanos psicológicamente normales se nos puede ocurrir que, en esos casos, algo serio, que tiene que ver con la igualdad, se está poniendo en peligro, que no todos juegan con las mismas cartas. Claro que, si los ciudadanos andan faltos de recursos, siempre tienen la posibilidad de acudir a otros mercados para mejorar sus ingresos: ofrecer su frente para anuncios publicitarios, su hígado para pruebas de laboratorio, su vientre para gestar hijos ajenos o las páginas de sus poemarios para trufarlas con marcas comerciales, aquello que los novísimos hacían de franco, ingenuos. Y si no, pues aceptar una retribución de su compañía de seguros por perder peso, de un rico que quiere asistir a un espectáculo o a las sesiones del Parlamento y no está para perder tiempo en una fila y, si es un escolar, por leer un libro.


Esos ejemplos, y otros no menos vistosos, los recorre con brillantez Michael Sandel en What Money Can't Buy. Su moraleja es moderada: el mercado, que sirve para muchas cosas, en otros casos mina importantes soportes morales de las sociedades. No nos parece bien que, en mitad de un desastre como el Katrina, las escasas botellas de agua se subasten al mejor postor o que se puedan comprar y acumular votos, como se acumula dinero, por más que no falten teóricos de la política que lo defiendan. Poner a la venta ciertas cosas rompe con elementales principios de igualdad. Y algo peor. Corrompe el bien al que se le pone precio y hasta puede hacerlo desaparecer. Tener hijos parar venderlos degrada la paternidad, pagar a un amigo para compensarle por llegar tarde a una cita pervierte la amistad, subastar el acceso de los ciudadanos al Parlamento envilece la vida cívica.

No debiéramos descuidar estas consideraciones en días en los que con naturalidad se acepta poner precio a la democracia, como si se tratara de un lujo inútil. Ni las comunidades políticas son sociedades anónimas, pace los nacionalismos y su matraca de que “España no hace lo suficiente para que nos quedemos”, ni el control de los ciudadanos de su vida compartida se puede dejar en manos de lo que unos ocurrentes hermeneutas infieren de la sintaxis de un funcionario alemán o de las sutiles muecas de Draghi. La existencia de instituciones —españolas o europeas— que nos aseguren una buena democracia no es un lujo sino el soporte de todo lo demás, incluido el buen mercado. Fiscalidades, tribunales, funcionarios, bancos centrales, sistemas educativos, conforman una red institucional sobre la que se levantan las monedas, los derechos, las comunicaciones, la seguridad al planear la vida, las finanzas, en suma, un orden del mundo, sin el que no existirían las modernas economías. Sin esa trama, no hay mercado o, para ser más exactos, buen mercado. Sin esa trama y otra red moral —e incluso emocional— de confianza, mutuo respeto, aceptación de la libre voluntad ajena o reconocimiento del esfuerzo con fuente de riqueza y que, puestos a contarlo todo, se sostiene en importantes disposiciones biológicas, instintivas. También lo han contado con detalle los economistas que saben de algo más que de economía (Samuel Bowles, Microeconomics: Behavior, Institutions, and Evolution).

Al final, lo que importa, también para la mejor economía son las mejores instituciones, que no son resultado del mercado, sino su condición de posibilidad. Son previas y se inspiran en valores que nos parecen importantes, que, literalmente, no tienen precio. Esa es la tesis, por cierto, excelentemente sostenida por dos economistas de primera, Daaron Acemoglu y James Robinson, en su muy importante libro último, Why Nations Fail. Economía de la buena. Nada que ver con esa otra que tanto se pasea por los medios y cuya “teoría” más seria —y única— consiste en que la actividad pública es un latrocinio, la redistribución un expolio y los impuestos una confiscación. Eso es otra cosa: mala economía y repugnante moral. Economía al mejor postor.

Félix Ovejero, El precio de lo importante, El País, 22/06/2012

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