Excés d'estímuls, mancança d'alicients.

Historique_1947No deja de ser sintomático que siempre estemos requiriendo alicientes. Es como si precisáramos activarnos impulsados por estímulos atractivos, capaces de ser un acicate que nos incentive a movilizarnos, a movernos. En ocasiones, aguardamos que ocurra o nos ocurra algo que nos despierte de un cierto letargo social, que curiosamente puede obedecer incluso a lo rutinarias que llegan a ser ciertas alarmas. Lo malo de los permanentes sobresaltos es que tienen la bondad de desconcertar cada vez menos y puede resultar que finalmente sólo alcance a inquietarnos su cese. Nos instalamos en la amenaza y el tiempo ya juega a nuestro favor. Es cuestión de esperar y, si nos descuidamos, la echamos de menos. Las malas noticias, si son diarias, pronto acaban serenándonos. Es más, parecemos necesitarlas para ratificar que todo va como es debido. Si fueran mejores, dudaríamos. Si no son buenas, pensamos que son  más de fiar.

La extraña teoría, que es ya una tendencia, de pretender animar desanimando, subrayando carencias, lagunas, descalificando globalmente tareas y labores, mostrando incapacidades, insistiendo en lo inadecuado e improcedente del trabajo realizado, no parece el modo más eficiente y eficaz, aunque se parapete en un parcial realismo, de incentivar o de alertar para afrontar el actual estado de cosas. Salvo que el objetivo sea confirmar lo diagnosticado.

Lo peor de la entronización de los discursos asentados en los sucesos y en los fracasos es que, en el colmo, pueden hasta echarse de menos. Por eso resulta tan inquietante que el exceso de estímulos acabe produciendo la carencia de alicientes. No es el regodeo morboso en el peligro, se trata de otra cosa. El discurso social se puebla de abismos y de precipicios. Todos estamos al borde, en el límite, y ello, como es razonable, en lugar de dinamizarnos, nos paraliza. Un sensato temor nos convoca a la quietud. Más bien esperamos que algo se mueva y confiamos en que sea del lado adecuado. Mientras tanto, los observadores analizan y describen la magnitud de la catástrofe que podría llegar a suceder. Y tal vez tengan razón. Así que, inmóviles, aguardamos novedades. Si es inevitable, poco podemos hacer, y si algo cabe realizar, esperamos indicaciones al respecto.

No nos ayuda el no entender del todo lo que ocurre, pero los permanentes intentos por lograrlo se topan con la velocidad y la vorágine de los acontecimientos, con el desplazamiento constante de las informaciones. Sólo nos cabe confiar en que alguien, en algún lugar, comprenda adecuadamente la situación y nos ofrezca indicaciones claras. Desde luego, de entrada, resultan más determinantes que luminosas, y más imperiosas que eficaces. Pero tal actitud poco mejora la situación. Así que esperamos.

Sin embargo, se reclaman nuestra disposición, nuestra colaboración, nuestra contribución, nuestra responsabilidad. Y efectivamente estamos dispuestos. Quizá lo único que cabe reivindicar en tales circunstancias es, al menos, llegar a comprender un poco más y encontrar algún atractivo que no se reduzca a la declaración de que se trata de algo inexorable, que quizá, finalmente, acabe resultando fructífero. Se dirá que es mucho presuponer, pero incluso, en tal caso, también se requieren alicientes y estos han de ser constantes, diarios y efectivos. Sobre todo para emprender los pasos cotidianos.

Tales acicates podrían encontrarse en la vida personal y es deseable que ésta sea satisfactoria. Pero se requieren alicientes sociales, que han de ser buenas razones y motivos, bien argumentados y sostenibles. Y compartibles. No son una inyección puntual ni un estado de ánimo. Son profundos y consistentes estímulos que alientan el quehacer. Y en ese caso las convicciones son determinantes. Pero se precisan a la vez discursos verdaderos, llenos de fuerza y de energía que, sin necesidad de ser pomposos ni liberadores, muestren sencillamente en qué situación nos encontramos. Es necesario entender para asumir las consecuencias. Y esos discursos son más que un conjunto organizado de adjetivos o un conglomerado de hechos. Y no pocas veces no es fácil dar con ellos.

Ciertamente, los alicientes no han de provenir únicamente de un supuesto exterior cuya voz segura y dominadora nos señale los caminos, pero en caso de que se nos convoque solemnemente a exigencias y esfuerzos, sin duda necesarios, sería conveniente que transparentemente se dilucidaran algunas buenas razones que no se limitaran a anunciar males y peligros. Esto es, precisamos alicientes que no se reduzcan al temor. La capacidad activadora del miedo consiste paradójicamente en su poder paralizador. Y es preciso todo nuestro saber y todo nuestro poder para afrontar colectivamente el desafío. El desaliento consiste literalmente en no ser un aliciente.

Ángel Gabilondo, Alicientes, El salto del Ángel, 22/06/2012

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