La crisi que mai no acaba.

Escuché ayer en un almuerzo a Carlos Solchaga y he leído esta mañana a Miguel Sanz que todo este gran volcán económico en que nos hallamos quedaría apagado echándole paladas de dinero procedente del BCE. ¿Por qué no apagan el incendio? ¿Por qué no sofocan esta hoguera? ¿Por qué no detienen el suicido literal de 130 griegos en menos de dos años y el de millones de familias que se ahorcan literalmente o no? ¿Por qué no acaban de una vez con esta crisis como dice el Nobel Paul Krugman? ¿No saben? ¿No quieren? ¿Les da más miedo la calma que el vendaval?

Las cínicas respuestas, invariablemente débiles, que se reciben son a) que Alemania no quiere y b) que fabricando indefinidamente billetes en las fábricas de Moneda podrían llevarnos a una inflación. Con la inflación descendería el euro y se podría exportar mejor pero probablemente Alemania dejaría de seguir encaramada en el pedestal de la moral o la razón. Los alemanes temen pavorosamente a la inflación después de que en los años veinte un billete de tranvía costara tres billones de marcos. Era el mismo Satán transfigurándose en billetes para convertir el valor de un bien en un mal, lo digno en miserable y lo miserable en una ley del montón.

No queda mucho para que lleguemos a ese punto al que extrañamente no ha legado ya. No ha llegado ya y de ahí sus nefastas consecuencias agregadas. En el punto en el que el Mal se hace dueño de la situación todo gesto inconsecuente es bueno. Como, a la inversa, viviendo en el paraíso terrenal un mero mordisco a una manzana se convierte en un pecado de eviternas consecuencias para toda la Humanidad.

Todos los que saben algo de economía saben pues cuál es la solución para esta tesitura. Saben, para esta coyuntura en la que nos vemos envueltos por alas de vampiros y dragones que mientras nos asfixian no nos dejan ver más allá. Pero, en efecto, esto no puede durar siempre. Varios mandatarios han declarado estos días que la situación es tan tensa como volátil y que, en consecuencia, no puede durar. Ni las fuerzas en tensión resisten sin desfallecer ni la volatilidad ha de girar siempre en la misma dirección. El fin pues se acerca. El fin del final del mundo, el final del Apocalipsis que se nos ha presentado como el no más allá. Y no es en absoluto así. El Apocalipsis es una profecía que no acaba en la destrucción definitiva. Precisamente se espera que la catástrofe alcance tal grado que de ella sea posible el cumplimiento de una "segunda muerte" universal. Muerte purificadora y esclarecedora. Momento en que sobre los escombros y cascotes va creciendo un nuevo mundo. El mundo mejor que soñaron de día y de noche todos los utopistas, empezando por usted y yo.

Vicente Verdú, El fins de sal, El Boomeran(g), 19/06/2012

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