La blasfèmia ha mort!


He sido siempre gran defensor de la blasfemia y lamento en el alma el declive que sufre en nuestros días. Desde un punto de vista cristiano, la blasfemia era una demostración de piedad, como la jaculatoria. Dios no podía considerarla sino un acto de fe viva, en ningún modo una ofensa: de un ser infinito solo cabe esperar una tolerancia infinita y una infinita inmunidad frente a las palabras menudas de un ser pasajero. Lo que nunca he llegado a entender es la blasfemia del ateo o del incrédulo: ¿cómo es posible maldecir a alguien cuya existencia se niega? Para zaherirlo hay que comenzar por aceptarlo. Como Verlaine o como Jacques Prévert: “Notre Père qui êtes aux cieux, / Restez-y” (“Padre nuestro que estás en los cielos, / quédate donde estás”).

Con otro punto de vista, la decadencia de la blasfemia es un testimonio más del empobrecimiento del idioma y de la cultura. La gran literatura en castellano manejó siempre una lengua plural. Frente a la bienséance francesa o el monocor de estilo “alto” italiano, Cervantes, Lope de Vega o Quevedo se sirven de una multiplicidad de registros que se apoyan en todos los niveles del habla real: ninguno es más que ninguno, mientras sea eficaz. Ya en la temprana Celestina, la expresiva franqueza de todos los personajes, empezando por Calisto (“Por Dios la creo, por Dios la confieso”, a Melibea. “¿Oíste qué blasfemia?”.) convive con la más exquisita retórica latinizante.

Guardadas proporciones, la lengua de uso de una persona bien educada no tiene por qué ser menos ágil. Cada asunto, cada situación, pide un tratamiento lingüístico singular. Pero el poder, los medios, las modas, están imponiendo un lenguaje único que trae prefabricados los temas, las preguntas y las respuestas, y que proscribe todo cuanto les sea ajeno y suene a individual.

En el lenguaje único están prohibidos en especial el sentido figurado, la metáfora, la ironía (si no se estropea con un estúpido “ironiza Fulano”), la hipérbole, el modismo tradicional, el refrán, la cita implícita... A “la primavera ha venido. / Nadie sabe cómo ha sido” ha reemplazado “Ya es primavera en los grandes almacenes”. Los jóvenes escriben ostia y le conocen un solo significado contundente. El crepúsculo de la blasfemia es un aspecto más de la pérdida de todo un patrimonio de nuestra cultura.

Francisco Rico, El crepúsculo de la blasfemia, El País, 03/06/2012

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