Calma activa.
Nada parece estar en calma. O falta o es excesiva. Y
todo dice precisarla. Es como si no pudiéramos permitírnosla.
No están los tiempos para ella, pensamos. Quizá suceda lo contrario. Tal vez
pocas veces la hemos necesitado tanto. Consideramos
equivocadamente que sería una frivolidad tenerla. Significaría un gesto de
arrogancia, de autosuficiencia, cuando no una claudicación, o una falta de
determinación, o una resignación, o una aceptación indiferente. Supondría según
algunos una aristocrática apatía. Sin embargo, resulta
indispensable para no perder la capacidad de análisis, de
escucha, de deliberación, de comprensión. Más aún, para afrontar serena
y decididamente el momento. El privilegio de no estar alterado no
significa ser un insensato o un insensible.
En ocasiones, un clima general de tensión y de alteración más bien invitaría
a precipitarse, a adoptar inmediatamente resoluciones, a agitar las
aseveraciones como si fueran argumentos y a buscar una salida, sea ésta o no
apropiada. Las cosas no van bien, luego hemos de hacer. Sin duda no pocas veces
es preciso actuar. Pero es evidente que no faltan quienes en semejante vorágine
se encuentran cómodos. Es la urgencia. Siempre es la urgencia.
No hay tiempo. Nunca hay tiempo.
La pérdida general de nervios no significa un colectivo compromiso con la
situación, ni un reconocimiento del estado en el que estamos. Y, desde luego, ni
sería deseable ni garantizaría una mayor decisión para vérnosla con ella. Se
requiere una determinada tranquilidad, una cierta suspensión de las presiones,
de las alteraciones, de las afecciones y de las incidencias o, al menos, una
capacidad para sosegarlas, a fin de abordar firmemente la
coyuntura. No se trata de hacerlo con indolencia, ni de mostrar
desinterés, como formas más o menos sofisticadas de inactividad. La calma que
buscamos es la apertura de espacios de suspensión de la agitada
y permanente tarea, empeñada en zanjar una y otra vez, y como sea, asuntos sin
enfrentar las condiciones para considerarlos con alcance y
profundidad.
No es fácil tener calma. Ciertamente hay razones para
perderla. Pero más para no hacerlo. Sobre todo la necesidad de no convertirse en
un mero espectador de nuestra existencia. No se reduce a una mirada externa, la
de alguien que supuestamente describe la situación con mayor objetividad o
claridad. Quizá la responsabilidad o la competencia radiquen en la capacidad de
reflexión y de creación de estrategias, de responder sin rendirse
precipitadamente ante los hechos, y de buscar una y otra vez la posibilidad de
modificar el actual estado de cosas. La calma no es indiferencia, sino una
forma intensa, enérgica y
sensata de actuar ante una difícil coyuntura.
La calma no es una adormidera, es una tensión, una
atención, un estar activos, a la espera y a la
expectativa. La calma es una dedicación cuidada y una disposición para afrontar
equilibradamente los desafíos que nos convocan.
Ahora
bien, la calma no es un obstáculo para intervenir, antes al contrario propicia
las condiciones para actuar más sosegada y eficazmente. El
liderazgo no reside en quien se descompone, se agita, se trastorna, se altera, o
confunde su descentramiento con la energía o la convicción. Pero, desde luego,
la calma ni nace ni se sustenta en una cierta sensación de no acabar de
entender, que pasma o enturbia la mirada. No es cuestión de aguardar a que pasen
los malos vientos y por sí mismo, sin otras acciones, todo se recomponga en un
clima de serenidad. La calma es también una consecuencia de
decisiones continuas y acertadas que ofrecen la confianza de que el mejor modo
de equilibrar una situación es proceder de manera atinada, constante y
ajustadamente. No es sin más un estado de ánimo, es un modo de
pensar y de actuar.
La calma no brota de que ya todo está hecho y cumplido o de que ya no hay
nada que hacer, ni cabe hacerse. La calma no paraliza,
predispone, abre los ojos y el espíritu para afrontar, para
emprender, para en su caso saber aguardar el momento, la ocasión. No es una
parsimonia de alguien tibio y aburrido, que confunde su falta de entusiasmo con
su serenidad. En determinadas situaciones, no siempre tenemos tantas fuerzas y
quizás es demasiado exigírnos calma. Pero ello no quiere decir
que no hayamos de valorarla, de buscarla. Consiste en organizarse
pormenorizadamente, en saber distinguir lo que es clave, en no
precipitarse, en controlar las situaciones difíciles sin descomponerse ni
descontrolarse. Muchas veces no es un estado inicial, sino la consecuencia del
equilibrio de las emociones, de la armonía de las tensiones, de la capacidad de
afrontar sin rendirse ante la adversidad.
Nos inquieta encontrarnos con alguien capaz de calma. En ocasiones es más
desafiante que una persona supuestamente entusiasta, incapaz de decirnos algo
que nos serene y nos permita e impulse a actuar. Por momentos, huimos de
la calma como si de ella se dedujera alguna parálisis, pero en realidad
lo que tememos es que, no distraídos por los ruidos que quizá
nosotros mismos también creamos o incrementamos, acabemos viendo con excesiva
claridad. Y entonces nos sintamos llamados a actuar con más
contundencia, con más firmeza, con más
alcance que cuando, alterados, basta cualquier inmediata intervención.
La calma puede ser extremadamente transformadora y eficaz. Pero no nos cuesta
encontrar supuestas razones, o coartadas, para perderla. Que no
siempre nos la podamos permitir no significa que no la necesitemos.
Ángel Gabilondo, En calma, El salto del Ángel, 11/06/2012
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