Calma activa.

Darren almond2
Nada parece estar en calma. O falta o es excesiva. Y todo dice precisarla. Es como si no pudiéramos permitírnosla. No están los tiempos para ella, pensamos. Quizá suceda lo contrario. Tal vez pocas veces la hemos necesitado tanto. Consideramos equivocadamente que sería una frivolidad tenerla. Significaría un gesto de arrogancia, de autosuficiencia, cuando no una claudicación, o una falta de determinación, o una resignación, o una aceptación indiferente. Supondría según algunos una aristocrática apatía. Sin embargo, resulta indispensable para no perder la capacidad de análisis, de escucha, de deliberación, de comprensión. Más aún, para afrontar serena y decididamente el momento. El privilegio de no estar alterado no significa ser un insensato o un insensible.

En ocasiones, un clima general de tensión y de alteración más bien invitaría a precipitarse, a adoptar inmediatamente resoluciones, a agitar las aseveraciones como si fueran argumentos y a buscar una salida, sea ésta o no apropiada. Las cosas no van bien, luego hemos de hacer. Sin duda no pocas veces es preciso actuar. Pero es evidente que no faltan quienes en semejante vorágine se encuentran cómodos. Es la urgencia. Siempre es la urgencia. No hay tiempo. Nunca hay tiempo.

La pérdida general de nervios no significa un colectivo compromiso con la situación, ni un reconocimiento del estado en el que estamos. Y, desde luego, ni sería deseable ni garantizaría una mayor decisión para vérnosla con ella. Se requiere una determinada tranquilidad, una cierta suspensión de las presiones, de las alteraciones, de las afecciones y de las incidencias o, al menos, una capacidad para sosegarlas, a fin de abordar firmemente la coyuntura. No se trata de hacerlo con indolencia, ni de mostrar desinterés, como formas más o menos sofisticadas de inactividad. La calma que buscamos es la apertura de espacios de suspensión de la agitada y permanente tarea, empeñada en zanjar una y otra vez, y como sea, asuntos sin enfrentar las condiciones para considerarlos con alcance y profundidad.

No es fácil tener calma. Ciertamente hay razones para perderla. Pero más para no hacerlo. Sobre todo la necesidad de no convertirse en un mero espectador de nuestra existencia. No se reduce a una mirada externa, la de alguien que supuestamente describe la situación con mayor objetividad o claridad. Quizá la responsabilidad o la competencia radiquen en la capacidad de reflexión y de creación de estrategias, de responder sin  rendirse precipitadamente ante los hechos, y de buscar una y otra vez la posibilidad de modificar el actual estado de cosas. La calma no es indiferencia, sino una forma  intensa, enérgica y sensata de actuar ante una difícil coyuntura.

La calma no es una adormidera, es una tensión, una atención, un estar activos, a la espera y a la expectativa. La calma es una dedicación cuidada y una disposición para afrontar equilibradamente los desafíos que nos convocan.


Ahora bien, la calma no es un obstáculo para intervenir, antes al contrario propicia las condiciones para actuar más sosegada y eficazmente. El liderazgo no reside en quien se descompone, se agita, se trastorna, se altera, o confunde su descentramiento con la energía o la convicción. Pero, desde luego, la calma ni nace ni se sustenta en una cierta sensación de no acabar de entender, que pasma o enturbia la mirada. No es cuestión de aguardar a que pasen los malos vientos y por sí mismo, sin otras acciones, todo se recomponga en un clima de serenidad. La calma es también una consecuencia de decisiones continuas y acertadas que ofrecen la confianza de que el mejor modo de equilibrar una situación es proceder de  manera atinada, constante y ajustadamente. No es sin más un estado de ánimo, es un modo de pensar y de actuar.

La calma no brota de que ya todo está hecho y cumplido o de que ya no hay nada que hacer, ni cabe hacerse. La calma no paraliza, predispone, abre los ojos y el espíritu para afrontar, para emprender, para en su caso saber aguardar el momento, la ocasión. No es una parsimonia de alguien tibio y aburrido, que confunde su falta de entusiasmo con su serenidad. En determinadas situaciones, no siempre tenemos tantas fuerzas y quizás es demasiado exigírnos calma. Pero ello no quiere decir que no hayamos de valorarla, de buscarla. Consiste en organizarse pormenorizadamente, en saber distinguir lo que es clave, en no precipitarse, en controlar las situaciones difíciles sin descomponerse ni descontrolarse. Muchas veces no es un estado inicial, sino la consecuencia del equilibrio de las emociones, de la armonía de las tensiones, de la capacidad de afrontar sin rendirse ante la adversidad.

Nos inquieta encontrarnos con alguien capaz de calma. En ocasiones es más desafiante que una persona supuestamente entusiasta, incapaz de decirnos algo que nos serene y nos permita e impulse a actuar. Por momentos, huimos de la calma como si de ella se dedujera alguna parálisis, pero en realidad lo que tememos es que, no distraídos por los ruidos que quizá nosotros mismos también creamos o incrementamos, acabemos viendo con excesiva claridad. Y entonces nos sintamos llamados a actuar con más contundencia, con más firmeza, con más alcance que cuando, alterados, basta cualquier inmediata intervención. La calma puede ser extremadamente transformadora y eficaz. Pero no nos cuesta encontrar supuestas razones, o coartadas, para perderla. Que no siempre nos la podamos permitir no significa que no la necesitemos.

Ángel Gabilondo, En calma, El salto del Ángel, 11/06/2012

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