Què vol dir ser civilitzat?


Las afirmaciones hechas durante una campaña electoral no tienen como objetivo la búsqueda de la verdad, sino contribuir a la conquista del poder. Así ocurrió con esta declaración del exministro francés del Interior: “Para nosotros, no todas las civilizaciones son iguales”. Si nos situamos en la primera perspectiva, la de la verdad, los argumentos utilizados por el ministro en apoyo de su tesis eran inadmisibles. ¿Cómo tomar en serio a un político que nos conmina a escoger (como si no se hubiera escogido ya) entre defensa y negación de la humanidad, entre libertad y tiranía, entre amor y odio a los demás? Por el contrario, en una perspectiva de lucha por el poder, la frase no carecía de eficacia. Permitía trasladar el debate público de los temas sociales y económicos, que no favorecían al Gobierno, a los asuntos relacionados con la moral colectiva, que suscitaban la adhesión de gran número de electores. Halagaba así la fibra egocéntrica y etnocéntrica latente en el interior de cada uno, con la proclamación de que nuestra civilización es la mejor de todas. Este uso de las palabras y los conceptos es una de las armas ya probadas del populismo.

Sin embargo, lo que hay detrás de esta escueta afirmación es un dilema real. Para distinguirlo, hay que liberarse del contexto que opone “nosotros” a “los demás” y de la idea de que es posible evaluar las civilizaciones tomadas como un todo. Las civilizaciones (o las culturas) son intrínsecamente incoherentes, cambian sin cesar, por lo que inscribirlas en una jerarquía inmutable no tiene ningún sentido. “La línea divisoria entre el bien y el mal no separa ni los Estados ni las clases ni los partidos, sino que atraviesa el corazón de cada hombre y de toda la humanidad”, escribió Solzhenitsyn; y de todas las culturas, podemos añadir. Aun así, ¿es que debemos renunciar a todo juicio de valor sobre un hecho cultural con el pretexto de que no es el nuestro? En efecto, con el deseo de huir del etnocentrismo de los racistas y los colonialistas, numerosos militantes y algunos etnólogos o historiadores profesionales consideran que habría que prohibir dichos juicios.


Nos ponemos de acuerdo sin vacilaciones para establecer un marco universal en relación con la ciencia: las leyes de la física no varían de un país a otro. Los productos de la tecnología no son verdaderos o falsos, pero también ellos obtienen un fácil consenso, a poco que se sepa cuál es el objetivo que se busca. Es innegable que un hacha de hierro es superior a un hacha de piedra, si el criterio escogido es cortar la mayor cantidad posible de madera en el menor tiempo posible. Un coche es objetivamente más sólido, o más rápido, o más cómodo, que otro. Un pueblo que practica la escritura puede llevar a cabo actividades mentales inaccesibles para los pueblos que carecen de ella. Ninguna lengua es, en sí misma, superior a las otras, pero una puede ser más rica que otra en relación con una necesidad concreta.

¿Y qué sucede con la moral? Barbarie y civilización son dos categorías de origen particular pero cuya aplicación puede ser universal. Sin embargo, ser civilizado no significa que se tengan estudios superiores, sino que se sabe reconocer la plena humanidad de los otros, aunque sean diferentes. No son bárbaros quienes no tienen buena educación o han leído poco, sino quienes niegan la plena humanidad de los demás. Las sociedades esclavistas y los regímenes totalitarios, que institucionalizan la desigualdad entre los seres humanos, merecen ser condenados estén donde estén.

No estamos obligados a pasar del etnocentrismo —“valgo más que los otros”— al nihilismo del “todo vale”. Ver solo la paja en el ojo ajeno es señal de que, por lo menos, tenemos una paja en el nuestro. A no ser que sea una viga.

Tzvetan Todorov, Bárbaros o civilizados, El País, 19/06/2012

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