Veïns i estranys.
A veces nos agrupamos para que así estemos tan cerca que no tengamos
necesidad de vernos. O eso parecería. Nos hemos buscado hasta
encontrarnos al lado de otros que quizás están en las
mismas. Después de habernos disgregado y diseminado, finalmente
retornamos a espacios inicialmente comunes en los que mantenernos
amparados y a buen recaudo. Por necesidad, tal vez. Y no sólo
por eso. Es fascinante comprobar cómo puestos supuestamente a buscarnos,
finalmente nos enceldamos, enclaustrados en una
proximidad que nos garantice, no ya la máxima independencia o
autosuficiencia, sino no vernos en absoluto afectados por la
existencia de los demás.
Sólo parecemos sentir que los hogares lo son tales frente a la posible
irrupción, considerada en el extremo como una invasión o una
agresión, de los que nos rodean. Así, parapetados, decimos
estar por fin en casa. Ya podemos proceder a entrar en relación
con quienes precisamente no se hallen en una puerta próxima. Quizá nos abrimos a
buscarla con cuantos no están al lado y multiplicamos las
conexiones y los contactos en todas las
direcciones, mientras permanecemos indiferentes ante las vidas más
cercanas.
En casa, y con vecinos. Y nada parece invitarnos a abrirnos
hospitalariamente a ellos. Todo indicaría estar propuesto y organizado para
evitarlos. Es como si hubiéramos de pensar que nos usurpan el aire y el espacio.
Ni siquiera la experiencia de un cierto desafío común, de país,
de ciudad, de barrio, de calle, y sobre todo de época, de coyuntura, de mundo,
de incertidumbres y necesidades, viene a ser
suficiente. O tal vez, de convicciones, salvo que ellos estimen como nosotros
que lo mejor es preservar las distancias. Estamos en un mismo sitio y en
diferente lugar. A veces sólo un cortés e incidental saludo rompe el
silencio en el que nos refugiamos. Tampoco suele recibirse con entusiasmo el
sentirnos convocados a una reunión en la que dilucidar nuestras preocupaciones,
ya que finalmente más viene a ser la ocasión de debatir y repartir los costes,
cargas y tareas. Esto, de lo más común, es lo más común que compartimos.
Bastante tenemos con lo nuestro, suele decirse. Es decir, lo más propio lo que
es sólo de uno y cada quien.
No nos molesta la información, pero nos cuesta más saber y conocer de verdad,
esto es, implicarnos, vernos afectados, correr una suerte compartida. La
historia de una escalera es ahora la de un discreto callar. Nace un
nuevo silencio, el de la mirada indiferente. Desde una cierta
distancia, todo se aplana e iguala en un trajín de vida, en la que quedan
desdibujados el deseo y la efectiva necesidad de quienes están
a nuestro lado. El edificio está poblado de domicilios,
literalmente con su amo y señor, en un término improcedente y poco generoso con
la diversidad de vidas y formas de vida y que incluye una idea de dominio de la
morada en la que permanecer, de la casa en la que estamos
avecindados.
Todas nuestras convicciones y nuestros mejores sentimientos, incluso los
buenos afectos, nos invitan a la cordialidad, a la amable
hospitalidad, a la fortaleza que supondría abrirnos,
conocernos, ayudarnos. Más bien resulta que estamos al lado, incluso del otro
lado, y no tanto que somos y crecemos juntos. Tantas cautelas
no son producto de sensatas precauciones. Todo incita a la
prevención ante lo que se presenta como la insidiosa presencia
de los otros, de los avecindados próximos. Cada suceso va acompañado de
declaraciones de desconocimiento, de un trato apenas existente, de referencias a
la “normalidad” de comportamiento de los implicados, de los afectados, con
algunas sombras en general poco definidas, con dosis de detalles, que podrían
mantener un clima general de sospecha. Pero lo determinante
parece ser que nada afecte a la comodidad y ello permita un clima de
indiferencia. De ser así, reconocemos haber “tenido suerte” con los
vecinos. Ello no evita ciertas conversaciones en círculos seguros y cerrados, en
cuyo caso es suficiente un indicio suyo, o un aburrimiento nuestro, para
elaborar toda una teoría sobre las vidas ajenas.
No
sólo prevenidos, también alarmados, los discursos no
simplemente inducen a adoptar toda una serie de medidas que afiancen nuestra
seguridad, sino que en definitiva, convertido el vecino en
alguien supuestamente inquietante, y los otros en seres
hostiles, ya casi lo más productivo es no inmiscuirse en los
asuntos ajenos. Y ajenos resultan en efecto los asuntos si no son exactamente
los de nuestros intereses más inmediatos.
No faltan estudios bien elaborados sobre la diversidad de actitudes, ni
buenos análisis sobre las razones de todo tipo que diferencian
los comportamientos sociales, geográfica o climáticamente afectados, o incluso
políticamente determinados, que nos inducen más o menos a encontrarnos con el
otro, a asumir su singularidad, y convivir y compartir con él, o dejar de
hacerlo, las aventuras o desventuras de la vida. No es menos cierto que
en determinadas emergencias y coyunturas pueden vislumbrarse
formas extraordinarias de implicación y de
solidaridad. Pero todo parece predispuesto para evitarnos, para
eludir el ocuparnos de quienes tenemos más cerca. Sería una intromisión, nos
decimos. Quizá todo resultaría menos complicado si no fueran nuestros vecinos, a
pesar de que con ellos compartimos temores que nos acucian, y el tiempo y el
espacio, que también hacen su trabajo.
Las paredes oyen, pensamos. Mientras tanto, nada induce a escucharnos y a
comprendernos de verdad, a afrontar conjuntamente los desafíos comunes, a sentir
también como propios los males ajenos. Y así se labra asimismo una
red que nos intercomunica, unidos por lo que nos
separa, pero más administrativa que personalmente, como un archipiélago
de aislados, que compartimos exactamente eso, el ser islas.
La pérdida de cercanía refleja los mimbres de una sociedad que parece
necesitar consolidarse en la vinculación que se nutre de la desconfianza. La
hospitalidad (de hospes-hospitis) se sostiene
curiosamente en la hostilidad (de hostis), una cierta
consideración del otro como enemigo público, que esconde una determinada idea de
extrañeza o “extranjereidad”. Y, entonces, en el corazón de la hospitalidad late
la necesidad de acoger al otro, no a pesar de ser extraño, sino precisamente por
serlo. El anfitrión de la hospitalidad es quien crea las condiciones para esta
relación. No necesita que seamos iguales de gestos, de costumbres, de ideas, de
creencias, para ofrecerse y para recibir a los demás. No se trata de ser vecino
única y exclusivamente de aquellos con quien uno comparte toda forma de vida. No
se pueden ignorar las afinidades, aunque ni la amistad ni la hospitalidad se
sostienen en la identidad. Pero, por supuesto, tampoco en la
indiferencia.
La puesta en cuestión de la comunidad deja en evidencia la
incomodidad a la que parece haberse reducido el vecindario.
Perdida la noción o reducida a un peligro, la ciudad, el pueblo, la vida, el
municipio, quedan extraviados en el espejo en que todos buscamos la
reclusión en el hogar. No necesitamos más internamientos. Estamos en
casa.
Ángel Gabilondo, En la puerta de al lado, El salto del Ángel, 25/06/2012
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