Veïns i estranys.


Mabel palacín venecia 1, 180º
A veces nos agrupamos para que así estemos tan cerca que no tengamos necesidad de vernos. O eso parecería. Nos hemos buscado hasta encontrarnos al lado de otros que quizás están en las mismas. Después de habernos disgregado y diseminado, finalmente retornamos a espacios inicialmente comunes en los que mantenernos amparados y a buen recaudo. Por necesidad, tal vez. Y no sólo por eso. Es fascinante comprobar cómo puestos supuestamente a buscarnos, finalmente nos enceldamos, enclaustrados en una proximidad que nos garantice, no ya la máxima independencia o autosuficiencia, sino no vernos en absoluto afectados por la existencia de los demás.

Sólo parecemos sentir que los hogares lo son tales frente a la posible irrupción, considerada en el extremo como una invasión o una agresión, de los que nos rodean. Así, parapetados, decimos estar por fin en casa. Ya podemos proceder a entrar en relación con quienes precisamente no se hallen en una puerta próxima. Quizá nos abrimos a buscarla con cuantos no están al lado y multiplicamos las conexiones y los contactos en todas las direcciones, mientras permanecemos indiferentes ante las vidas más cercanas.

En casa, y con vecinos. Y nada parece invitarnos a abrirnos hospitalariamente a ellos. Todo indicaría estar propuesto y organizado para evitarlos. Es como si hubiéramos de pensar que nos usurpan el aire y el espacio. Ni siquiera la experiencia de un cierto desafío común, de país, de ciudad, de barrio, de calle, y sobre todo de época, de coyuntura, de mundo, de incertidumbres y necesidades, viene a ser suficiente. O tal vez, de convicciones, salvo que ellos estimen como nosotros que lo mejor es preservar las distancias. Estamos en un mismo sitio y en diferente lugar. A veces sólo un cortés e incidental saludo rompe el silencio en el que nos refugiamos. Tampoco suele recibirse con entusiasmo el sentirnos convocados a una reunión en la que dilucidar nuestras preocupaciones, ya que finalmente más viene a ser la ocasión de debatir y repartir los costes, cargas y tareas. Esto, de lo más común, es lo más común que compartimos. Bastante tenemos con lo nuestro, suele decirse. Es decir, lo más propio lo que es sólo de uno y cada quien.

No nos molesta la información, pero nos cuesta más saber y conocer de verdad, esto es, implicarnos, vernos afectados, correr una suerte compartida. La historia de una escalera es ahora la de un discreto callar. Nace un nuevo silencio, el de la mirada indiferente.  Desde una cierta distancia, todo se aplana e iguala en un trajín de vida, en la que quedan desdibujados el deseo y la efectiva necesidad de quienes están a nuestro lado. El edificio está poblado de domicilios, literalmente con su amo y señor, en un término improcedente y poco generoso con la diversidad de vidas y formas de vida y que incluye una idea de dominio de la morada en la que permanecer, de la casa en la que estamos avecindados.


Todas nuestras convicciones y nuestros mejores sentimientos, incluso los buenos afectos, nos invitan a la cordialidad, a la amable hospitalidad, a la fortaleza que supondría abrirnos, conocernos, ayudarnos. Más bien resulta que estamos al lado, incluso del otro lado, y no tanto que somos y crecemos juntos. Tantas cautelas no son producto de sensatas precauciones. Todo incita a la prevención ante lo que se presenta como la insidiosa presencia de los otros, de los avecindados próximos. Cada suceso va acompañado de declaraciones de desconocimiento, de un trato apenas existente, de referencias a la “normalidad” de comportamiento de los implicados, de los afectados, con algunas sombras en general poco definidas, con dosis de detalles, que podrían mantener un clima general de sospecha. Pero lo determinante parece ser que nada afecte a la comodidad y ello permita un clima de indiferencia. De ser así, reconocemos haber “tenido suerte” con los vecinos. Ello no evita ciertas conversaciones en círculos seguros y cerrados, en cuyo caso es suficiente un indicio suyo, o un aburrimiento nuestro, para elaborar toda una teoría sobre las vidas ajenas.

No sólo prevenidos, también alarmados, los discursos no simplemente inducen a adoptar toda una serie de medidas que afiancen nuestra seguridad, sino que en definitiva, convertido el vecino en alguien supuestamente inquietante, y los otros en seres hostiles, ya casi lo más productivo es no inmiscuirse en los asuntos ajenos. Y ajenos resultan en efecto los asuntos si no son exactamente los de nuestros intereses más inmediatos.

No faltan estudios bien elaborados sobre la diversidad de actitudes, ni buenos análisis sobre las razones de todo tipo que diferencian los comportamientos sociales, geográfica o climáticamente afectados, o incluso políticamente determinados, que nos inducen más o menos a encontrarnos con el otro, a asumir su singularidad, y convivir y compartir con él, o dejar de hacerlo, las aventuras o desventuras de la vida. No es menos cierto que en determinadas emergencias y coyunturas pueden vislumbrarse formas extraordinarias de implicación y de solidaridad. Pero todo parece predispuesto para evitarnos, para eludir el ocuparnos de quienes tenemos más cerca. Sería una intromisión, nos decimos. Quizá todo resultaría menos complicado si no fueran nuestros vecinos, a pesar de que con ellos compartimos temores que nos acucian, y el tiempo y el espacio, que también hacen su trabajo.

Las paredes oyen, pensamos. Mientras tanto, nada induce a escucharnos y a comprendernos de verdad, a afrontar conjuntamente los desafíos comunes, a sentir también como propios los males ajenos. Y así se labra asimismo una red que nos intercomunica, unidos por lo que nos separa, pero más administrativa que personalmente, como un archipiélago de aislados, que compartimos exactamente eso, el ser islas.

La pérdida de cercanía refleja los mimbres de una sociedad que parece necesitar consolidarse en la vinculación que se nutre de la desconfianza. La hospitalidad (de hospes-hospitis) se sostiene curiosamente en la hostilidad (de hostis), una cierta consideración del otro como enemigo público, que esconde una determinada idea de extrañeza o “extranjereidad”. Y, entonces, en el corazón de la hospitalidad late la necesidad de acoger al otro, no a pesar de ser extraño, sino precisamente por serlo. El anfitrión de la hospitalidad es quien crea las condiciones para esta relación. No necesita que seamos iguales de gestos, de costumbres, de ideas, de creencias, para ofrecerse y para recibir a los demás. No se trata de ser vecino única y exclusivamente de aquellos con quien uno comparte toda forma de vida. No se pueden ignorar las afinidades, aunque ni la amistad ni la hospitalidad se sostienen en la identidad. Pero, por supuesto, tampoco en la indiferencia.

La puesta en cuestión de la comunidad deja en evidencia la incomodidad a la que parece haberse reducido el vecindario. Perdida la noción o reducida a un peligro, la ciudad, el pueblo, la vida, el municipio, quedan extraviados en el espejo en que todos buscamos la reclusión en el hogar. No necesitamos más internamientos. Estamos en casa.

Ángel Gabilondo, En la puerta de al lado, El salto del Ángel, 25/06/2012

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