La preocupació per un mateix.
El ideal social, y no solo filosófico, muy extendido en Grecia y Roma, supone
ocuparse de sí como cultivo de uno mismo a fin de cuidarse de
las propias conductas, de la forma de vivir, de las relaciones consigo y con
los otros. Foucault, en su lectura de la Apología de
Sócrates, insiste en el proceder de quien, en lugar de ocuparse de las
riquezas, de las reputaciones y de los honores, convoca a sus conciudadanos y se
siente convocado con ellos a “ocuparse de sí mismos”. Es una labor gozosa y
beneficiosa. Pero se trata de una tarea, de una
actividad, de una ocupación reglada, de un
trabajo, con sus procedimientos y sus objetivos, bien alejados
de quienes los reducen a una actividad de conciencia o a una manera de atención
sobre sí mismos. Es todo un movimiento de la existencia,
una forma de vida. No es un pasivo ni pacífico reposo sin
conflicto en el que uno disfruta de sí.
La extraordinaria conminación de Marco Aurelio en sus
Pensamientos resuena vigente en diversas direcciones. “No
vagabundees más. No estás ya destinado a releer tus notas ni las historias
antiguas de los romanos y de los griegos, ni los extractos que reservabas para
tu vejez. Apresúrate pues hacia la meta: di adiós a las vanas esperanzas, acude
en tu ayuda si te acuerdas de ti mismo, mientras todavía es posible.” En
estos tiempos en los que las fuerzas y las razones parecen faltar, sin embargo
el desafío no cesa. Es necesario reinterrogar las supuestas
evidencias, hábitos, costumbres y modos de hacer y de pensar, establecidas como
familiaridades admitidas. Y si permanecer en ellos nos parece un alivio,
cuestionarlas tiene prácticamente una función curativa. Y no sólo individual.
Nos necesitamos. Séneca considera que nadie es tan fuerte como
para desasirse por sí mismo del estado de estulticia en el que
está: “es necesario que se le tienda la mano y se tire de él”. Y ninguno estamos
exentos de precisar esta ayuda. También hemos de liberar las palabras y sus
sentidos de su consideración aislada. Semejante tarea nos convoca a reponernos y
a sobreponernos de lo que casi podría considerarse como lo más natural. En
realidad, el cuidado de sí comporta toda una serie de ejercicios para
valorar la vida, para elaborar y transformar lo que hacemos.
No
se trata de reproducir las supuestas maravillas de la paciencia y de los ayunos
de quienes entendían este cuidado como silencio, lectura, meditación, regímenes
de salud, ejercicios físicos sin exceso, satisfacción mesurada de las
necesidades. O de expresarlo en el êthos personal, a través de la forma
de vestir, del aspecto, de la forma de andar o de enfrentarse a los sucesos. Sin
embargo el cuidado afecta a todos estos extremos, a la forma y manifestaciones
del propio vivir. Semejante ocupación es una verdadera práctica
social, para no quedarnos subyugados por el dominio de los
acontecimientos, aislados, resignados o condescendientes. Pero para ello
precisamos también de lógoi, entendidos como discursos verdaderos y
razonables, que no ceden a la desgracia y al abatimiento. No son recetas para
dictaminar nuestra relación con el mundo, la naturaleza, el cuerpo… sino modos
de decir la palabra que hemos de actualizar, ejecutar o ensayar; en definitiva,
vivir.
El cuidado de sí es, a la par, cuidado del y con el
lenguaje. De ahí la importancia de la escucha, de la lectura, de la
escritura personal, en la que uno cultiva hasta los detalles de la vida
cotidiana, de lo que afecta al cuerpo y a lo que lo desborda. Y la importancia,
asimismo, del cuidado de la memoria. En última instancia, es cuestión de saber
cómo gobernar la propia vida a fin de darle la forma más
hermosa posible.
No
es, por tanto, un simple conocer lo que somos, ni una interiorización, ni una
introspección, sí una respuesta a lo que merece o no ser temido o ha de sernos
completamente indiferente. En este sentido, el cuidado de sí nos lleva, por un
lado, a resistir. Por otro, a contestar.
Ocuparse de sí mismo es creación de modos de existencia, invención de
posibilidades de vida. Y para ello, resistir empieza por significar
ejercer poder sobre sí, autoafectarse, hacer de la existencia un modo, un
arte de producción y de creación de sí mismo. Nada parece
propiciarlo ni permitirlo. Pero cuidarse es tomar la palabra, generar
condiciones para nuevos pronunciamientos, para otro modo de arreglárselas, para
modificar estados de existencia que procuren nuevas decisiones, que hagan viable
la urgente experiencia de estar con vida.
Continúa dándonos que pensar la declaración de Gadamer,
quien, al cumplir cien años, justificaba su longevidad en que cada día aprendía
un poema, tomaba un vaso de buen vino antes de dormir y no cogía jamás el
ascensor. Quizás ello nos siga diciendo más que una simple relación
aparentemente coyuntural. Se incide con ello en la importancia del pensar
poético y de la memoria y del gozo, el placer y la dicha de vivir y de saborear
la vida, y en que el ejercicio en tantas y concretas direcciones son también
formas del cuidado de uno mismo, de la verdadera salud. Bien es
cierto que Gadamer no redujo a ello su vivir. Ni es cuestión de
que lo hagamos nosotros. Cada quien resume su propio cuidarse. Pero el
cuidado de sí mismo es también el cuidado de la ciudad, sin ceder al
aristocrático olvido del otro. Entre las múltiples pérdidas que un tiempo como
el que vivimos puede ocasionarnos está el que podría ocurrir que, al reponernos,
comprobemos que nosotros mismos hemos sido arrasados por la falta de
cuidado.
Ángel Gabilondo, Con cuidado, El salto del Ángel, 13/06/2012
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