Som criatures del mercat.


Hace ya más de 10 años que los norteamericanos empezaron a llamar a sus hijos con el nombre de marcas prestigiosas. Ahora hay decenas de miles que se llaman Armani, Apple, Harley Davidson, Gap, Chevrolet (Chevy), Canon o Infiniti. El nombre de Chanel, que fue muy popular en el pasado reciente, ha ido decayendo por sus connotaciones más o menos vetustas.

El doctor Cleveland Kent Evans, profesor en la Universidad de Nebraska que lleva más de 25 años estudiando las corrientes de actualidad que influyen sobre los nombres elegidos, ha establecido una estrecha correlación entre designaciones y fama. No habría hecho falta calentarse mucho la cabeza. Los Ronaldo, Leo, Rafa, Fernando o Kevin Kostner de Jesús, Escarlata, Melanie, o Penélope llegan asociados a personajes de éxito. ¿Y cómo oponerse a que los padres quieran para sus hijos lo mejor?


Casi todos los personajes populares obtienen su correspondencia en masas de niños con padres encandilados con deportistas, actrices, relojes y coches famosos.

¿Cómo censurar a quienes plantifican a sus hijos el nombre de una marca de valor? Las marcas son hoy tanto como las plantas en el siglo XIX. De la misma manera que los novelistas del siglo XIX apenas podían redactar un libro sin conocer los lugares rurales donde se desarrollaba la acción, los novelistas urbanos, si quieren ser verosímiles, deben incluir marcas. American psycho fue el punto explosivo de esta nueva narración y allí era casi imposible leer un par de líneas sin que aparecieran un par de marcas.

Lejos de este abuso, que no es otra cosa que la transposición de la omnipresencia de las marcas, escandalizarse porque Bulgari o Martini patrocinen un relato o un guion con la condición de citar sus nombres es un escándalo farisaico. Si no fuera por el patrocinio de las marcas, no solo habría menos conciertos de rock, menos colecciones de pintura, menos museos, menos representaciones teatrales o menos equipos de fútbol o baloncesto, sino que, en general, la cultura habría perdido la oportunidad de integrarse con su tiempo. Las chicas se llamaban Margarita, Rosa, Azucena y Pino porque había una Virgen detrás pero, un poco más al fondo, un árbol o una planta.


Ahora lo que afloran, como es natural en la vida de las ciudades, son las marcas de objetos, electrodomésticos, móviles o automóviles. En un libro reciente de Helke Freire, Educar en verde (Ed Grao), se constata que los niños conocen muchos más nombres de marcas que de plantas. Y, gracias a Dios, porque de otro modo se trataría de casos patológicos, masivos y cercanos al buen salvaje. La mayor parte de la gente vive en las ciudades y se provee de conocimientos e ilusiones a través de ellas. También de penalidades. Es decir, vidas.

Choca que el teatro Calderón de Madrid de toda la vida se llame Häagen-Dazs, pero es solo cuestión de ajustarse a la nueva época. Ya hay estaciones de metro y ferrocarril que patrocinan corporaciones y estadios de fútbol y hasta templos.

La marca comercial no es el demonio. Está vulgarmente satanizada a la vez que está satanizado el consumo por quienes se han quedado embarrados en la cultura agraria y no entienden que gracias al consumo las cosas han podido marchar bien. Esta gente sigue afianzada a la virtud del ahorro y los antiguos usos burgueses, pero esto ha caducado ya y el consumidor no es menos ciudadano por ser consumidor sino mucho más. Ningún manual de ciudadanía ha procurado tantos recursos para ser libre, crítico, independiente y productivamente escéptico como la cultura de consumo que simultáneamente se ha proyectado a la política, la sexualidad o la fe.

Los consumidores y sus asociaciones son las asociaciones de ciudadanos de hoy y la defensa de los derechos del consumidor es el trasunto actualizado de los derechos del hombre y del ciudadano. En los principios de la producción en serie y el prêt-à-porter el individuo parecía un dócil cliente al que se le surtía de un modelo igual al de su vecino, al de su pariente. Ahora, el consumidor ha obligado a la oferta a producir artículos personalizados y ha actuado lúdicamente en la divertida tarea de forjarse una prestancia (una apariencia) a través del ocio y la elección de marcas. ¿Una monstruosidad? Claro que no. Se trata de que las marcas no son solo insignias comerciales sino relatos, significados, elementos de una narración que cada cual compone para completar su identidad y transmitirla con eficacia. Los valores de “seguridad” de Volvo, el “malditismo” de Johnny Walker, la “creatividad” de Apple o el “conservadurismo” de IBM sirven de piezas para la construcción personal y gracias al sistema de consumo que le ha insuflado significados, más allá del mercado.


¿Horror al mercado? Nunca el mercado o, mejor, “los mercados” tuvieron tan mala prensa. Se les considera hoy como las furias de Aristófanes, las babilonas del Apocalipsis o los Polifemos de Homero. Pero esto no es sino la consecuencia de haber actuado como fuerzas del mal dentro, desde luego, del Mal general que caracteriza estos infaustos tiempos. El mal de la política, el mal de la justicia, el mal de una corrupción gigante que ha incluido en su seno desde la Iglesia hasta la Corona. En medio de ese mal de los mercados es otro de los males, y no el menor.

Sin embargo, el mercado (como este sistema democrático) es todo lo que hay. ¿O preferiríamos que nos nacionalizaran a la manera de Bankia y Cuba?

Para bien y para mal, el mercado es todo lo que hay y sus santos y vírgenes forman el coro de los referentes. Nos casamos porque amamos a una persona, pero siempre que la contraprestación, más o menos explícita, conlleve un canje en que ambas partes salgan ganando. Los intercambios simbólicos en las amistades y en los afectos, en los sitios de recreo o en las ropas, poseen el mismo espíritu mercantil. Y lo mismo vale para el amor de las ONG como para el dolor del cuerpo místico. Cambiamos sacrificios por recompensas, valles de lágrimas por parcelas en el Más Allá.


No somos sino criaturas del mercado y cada vez más si se tiene en cuenta que los nacimientos los decide menos Dios que la contabilidad doméstica. Más tarde, nos contratan sopesando lo que costamos y lo que podemos rendir. En los empleos los guapos ganan más que los feos, en las escuelas sacan mejores notas los agraciados físicamente que los del montón, se aprecia más al alto que al bajo. Y, ahora, cuando la economía del sector servicios lo ocupa prácticamente todo (más de un 90% en Estados Unidos) ser simpático, cordial, persuasivo o bien vestido cuenta en la nómina, en los bonos y en los días para librar o ligar.

No somos cosas, pero en el mercado los tratamientos acercan el objeto al sujeto. Construyen lo que llamé en Yo y tú, objetos de lujo, una unidad novedosa que llamaba sobjetos. Los sobjetos no son malos ni buenos, no dan miedo ni dan felicidad. Son elementos compuestos por una parte de su efecto y otro del afecto. Los objetos nos atraen por su belleza y por su utilidad, pero mucho por su diseño y por su novedad. Igualmente ocurre, al cabo, con las personas. Estos sobjetos que en definitiva han existido siempre, se reconocieran o no con la nitidez de hoy, constituyen los conciudadanos con quienes nos relacionamos en los pubs o en el 15-M.

Las personas no son marcas, pero, a menudo, se ponderan como tales. No se espera todo de un logo determinado sino que el cosmos de nuestras satisfacciones procede de las constelaciones que formamos con este modelo de Audi, esta camisa de Massimo Dutti, estos zapatos de Camper o esta crema de La Prairie. Las adhesiones fuertes y para toda la vida han perdido fuerza, tanto en los consumos como en los vínculos personales. No formamos una pareja para toda la vida y ni siquiera en la cuna del amor creemos que durará siempre.


Igualmente, la fidelidad a una marca, se trate incluso de Nescafé, ha dejado de ser un fenómeno corriente. Se cambia de pareja y se cambia de coche según las circunstancias. Que todo cambia mucho en la sociedad urbana de consumo es un tópico demasiado aburrido. Pero de esos fermentos se deducen fenómenos que muchos se niegan a aceptar porque no responden con sus ecuaciones escolares. No ser de una marca, rechazar una marca por su degradación significa ser más libres. No escoger siempre los macarrones o los espaguetis de los mismos logos significa que ni la pasta nos apega.

Pero ¿y llamarse Armani? ¿Qué un pueblo se llame Wal- Mart, que una liga se llame BBVA? Varios grados de implicación se encierran en estas propuestas. Llamar a un hijo como una empresa de confección no es confeccionar un niño a medida, aunque no se halle ya lejos la ocasión. Se trata sencillamente de una elección sin mucho tino. Justamente son las personas de clase más baja las que de la misma manera que pudieran elegir Julio César para su primogénito eligen ahora Zara para la niña.

El resultado puede parecer estrafalario o es deplorable, pero la intención es buena. Aupar el valor de alguien se sintetiza ingenuamente en una etiqueta que supuestamente lo prestigia. Desde que no está mandado llamar a alguien como un santo puede llamársele lo que se quiera. ¿Y por qué no llamarlo como una marca?

Los amos del mundo no son ahora ni Augusto ni Jesús. Lo son los líderes de corporaciones, se llamen Bill Gates o Steve Jobs que se presentan en la candente actualidad como Alejandros Magno. Budweiser, Timberland o Cadillac son nombres de antiguas aldeas. Y si el Barça (“mes que un club”) o el Athletic rechazaron durante un siglo exhibir publicidad en sus camisetas, ahora Petronor y BBK de un lado y Qatar Fundation de otro les insuflan vida.

Las corporaciones no son malas por naturaleza, son motores de la producción, el trabajo y la innovación. Pero encima son ahora, para crear simpatía en la población, patrocinadores de campañas a favor de la salud, la equidad y la cultura. Museos, filarmónicas, bibliotecas.


Si las estaciones de metro se llaman como las marcas y hasta ya hay pueblos en Estados Unidos que han asumido alguna denominación de empresas, ¿quién puede dudar de que en el futuro el mapa general del mundo se compondrá de países que, sin más, hayan sido colonizados por el mapa de firmas comerciales y, tal como en el pasado Américo Vespucio o Monroe daban nombre a continentes, el héroe mercantil de nuestro tiempo se impondrá en las elecciones?

La satanización de la empresa, el odio al dinero, la repulsión al beneficio material son rasgos del catolicismo más puritano. Permanecer en él respetando sus leyes lleva a llamar a un niño como un mártir. Hallarse fuera de esa secta da como resultado llamar al niño como una marca. Cada uno lo suyo.

¿Blasfemia? ¿Perversión? ¿Profanación? ¿Afrenta? Quien se halle libre de pecado que tire la primera piedra. El que se sienta libre de este universo consumista que no solo no ha reducido al ciudadano sino que lo ha provisto de elementos críticos más afilados, más eficaces y libertarios, que se vaya a vivir al campo.

Vicente Verdú, La vida hecha marca, El País, 06/06/2012

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