Intervenció econòmica i estigma social.



El periodista de The Guardian introdujo la pregunta recordando que, en Grecia, las madres no tienen acceso a las comadronas ni los enfermos a las medicinas, y la directora general del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, respondió poniendo como ejemplo a Nigeria. Habló de los niños de la modesta escuela de una aldea que reciben dos horas diarias de clase, comparten un pupitre entre tres y, sin embargo, son conscientes de la importancia de obtener educación. “Estos niños no se me van de la cabeza”, confesó Lagarde esforzándose apenas en disimular el sarcasmo, “porque necesitan más ayuda que la gente en Atenas”.


Las razones por las que Lagarde respondió con palabras tan agrias aparecen poco después en la entrevista, y obedecen a una lógica que debería ser tomada en consideración si se hubiesen expresado de otro modo. Lagarde se mostraba preocupada por las dimensiones del fraude fiscal en Grecia, insistiendo en que los griegos debían asumir la necesidad de pagar correctamente los impuestos. Por otra parte, reconocía que el Fondo no debe imponer condiciones más suaves a los países ricos que a los pobres para conceder ayuda.

Las reacciones a las declaraciones de Lagarde no se hicieron esperar, y la práctica totalidad coincidió en que habían sido un error. Nadie, sin embargo, ofreció argumentos precisos de por qué lo eran. La izquierda francesa se limitó a recordar que el estatuto del Fondo exime de pagar impuestos a sus funcionarios a partir de cierto nivel, incluida la directora general. Pero el carácter personal de esta crítica contribuía a poner en sordina otra con un trasfondo político más relevante: el sarcasmo de Lagarde echaba sal en la herida de la que los griegos habían querido dejar constancia en las elecciones del 6 de mayo, votando por los partidos opuestos al plan de austeridad exigido por la troika que componen la Comisión, el Banco Central Europeo y el propio Fondo. Una cosa era que, incapaz de financiarse por sí mismo en los mercados de capitales, el Estado griego se viera obligado a transigir con un drástico plan de austeridad que lo ha sumido en la miseria; otra distinta que, además, se humillase al país y a todos y cada uno de sus ciudadanos acusándolos de fraude y corrupción como vino a hacer Lagarde.


La reacción de los griegos en las elecciones de mayo puso de manifiesto que la intervención es más que un simple mecanismo financiero en manos de la Unión; es también un estigma moral, una letra escarlata que, como en la novela de Nathaniel Hawthorne, las economías europeas más fuertes pueden imponer a las más débiles para expiación de sus pecados. Durante los dos años que Grecia lleva intervenida, los datos económicos no han hecho más que empeorar. La Seguridad Social está arruinada, hasta el punto de que, en efecto, las madres no tienen acceso a las comadronas ni los enfermos a las medicinas. Pero, además, el paro ha alcanzado al 22% de la población activa y al 50% de los jóvenes. Ni siquiera la consolidación fiscal, ese objetivo que la Alemania de Merkel declaró tan arrebatadamente urgente como irrenunciable —primero con el apoyo de Sarkozy, y ahora prácticamente en solitario—, parece estar más cerca. Lo que Grecia recorta en gasto social o en los sueldos de los funcionarios debe emplearlo en financiar la deuda, alimentando el mismo círculo vicioso, exactamente el mismo, que le obligó a solicitar la ayuda europea. Aunque con un efecto colateral cuyas consecuencias se dejarán sentir largos años: la estructura del gasto público sobrepasa la condición de injusta y poco redistributiva para convertirse directamente en aberrante, porque compromete por una o varias generaciones el futuro de Grecia sin resolver sus problemas presentes.

Las razones por las que Sarkozy pudo apoyar una política de austeridad a ultranza como la que se sigue con Grecia carecen de sentido desde el momento en que su sucesor en El Elíseo, François Hollande, encabeza dentro de la Unión los tímidos movimientos para encontrar una alternativa. Pero las razones por las que lo hace Alemania siguen dando lugar a la especulación. No porque Angela Merkel o el director del Bundesbank, Jens Weidmann, no las reiteren con meridiana claridad tanto en declaraciones a la prensa como en las reuniones comunitarias o internacionales en las que participan. “El Gobierno alemán desconfía de que los países de la eurozona en dificultades hagan lo que tienen que hacer si no sienten la soga al cuello”, afirma Maurici Lucena, economista y ex alto cargo del Gobierno socialista en España. “Quizá tenga razón, pero es una estrategia peligrosa”. El peligro reside en que podría provocar la ruptura del euro pese al resultado de las elecciones griegas del pasado domingo, en las que lo único que quedó claro es que el nuevo Gobierno respetará el plan de ajuste, pero no que el plan vaya a dar mejores resultados que hasta ahora. “El paradigma económico ha cambiado”, concluye Lucena. “Los europeos formamos parte de una unión monetaria, y la sensación de humillación que provoca la intervención procede de que no somos conscientes de la nueva situación”.


Si la intervención conlleva humillación, si se ha convertido en la letra escarlata que las economías más débiles de la eurozona pueden verse obligadas a soportar, es porque se ha ido confundiendo con la amenaza, con la soga al cuello de la que habla Lucena, para conjurar la desconfianza de Alemania hacia algunos miembros de la Unión. Esa desconfianza, de por sí, no es precisamente un gesto amistoso entre socios que aspiran a la integración política y han soñado en ocasiones con una Europa federal. Pero traducida en una perentoria alternativa entre la política de austeridad a ultranza o la cesión de la gestión económica a la troika abandona el terreno de los gestos y se adentra en el de la acción, por lo demás emprendida en abierta contradicción con los procedimientos seguidos por la construcción europea desde sus inicios. La unión monetaria, que era el principal logro de esos procedimientos, de esos novedosos mecanismos de decisión arduamente tejidos en los tratados para formar la voluntad política común de los Veintisiete, se transforma en una ratonera en la que el criterio de los más fuertes se impone por vías de hecho a los más débiles.

“La intervención implica una devaluación interna”, señala Jorge Fabra, promotor de Economistas Frente a la Crisis, una asociación que, sobre el ejemplo de un movimiento similar surgido en Francia antes de las últimas elecciones presidenciales, pretende combatir la política de austeridad a ultranza impuesta por Alemania. Para Fabra y Economistas Frente a la Crisis, existen alternativas de política económica que no se consideran porque, en realidad, la Unión es hoy el escenario de una lucha entre quienes quieren profundizar el modelo de convivencia social que representa el Estado de bienestar europeo y quienes se proponen desmantelarlo o, al menos, reducirlo. Devaluación interna, según Fabra, significa “privatizar servicios públicos y recortar los gastos sociales”, coincidiendo con una coyuntura que los hace más necesarios que nunca. La humillación que experimentan los países forzados a elegir entre la política de austeridad a ultranza y la intervención procede de que ambas opciones vienen impuestas desde fuera y de que compromete por igual a todas las fuerzas políticas tradicionales, privando de valor a las preferencias que los ciudadanos expresan en las urnas. El europeísmo de la socialdemocracia se vuelve entonces en su contra, y los conservadores, por su parte, se ven desbordados por los partidos populistas y de extrema derecha.


En la década de los treinta del pasado siglo, las devaluaciones competitivas buscaban deliberadamente provocar la ruina del vecino en beneficio propio. No se puede decir que ese sea hoy el objetivo de la política de austeridad a ultranza impuesta bajo la amenaza de la intervención, pero sí la consecuencia inevitable de las abismales diferencias que soportan los Estados de la eurozona para financiar su deuda, constreñidos a aplicar esa única política. Merkel alega en su favor que hace una década, cuando la mayor parte de los países de la eurozona se entregó a la fiesta que cebó la burbuja financiera, los Gobiernos alemanes asumieron la política de austeridad que ahora reclaman al resto de los socios y que acabaron dando los resultados que están a la vista. Nadie duda de la autoridad moral que los Gobiernos alemanes ganaron para hacerse escuchar en la gestión de la crisis, pero cabe preguntarse si no la estarán perdiendo al mantener la moneda única al borde del abismo y consentir el empobrecimiento súbito de las economías más frágiles de la eurozona. Primero, porque, de acuerdo con la expresión de Fabra que ilustra la misma preocupación de Lucena, “se pueden producir accidentes”, ya que no es lo mismo perseguir la consolidación fiscal en el contexto económico de entonces y en el de ahora, ni es indiferente el ritmo que se le quiera imprimir. Segundo, porque la política de austeridad a ultranza está desencadenando procesos económicos y políticos en los países con dificultades para financiar su deuda de los que Alemania no puede desentenderse. Ni por el interés de Europa, ni por el suyo propio.

“La política de reducir a Alemania a la servidumbre durante una generación, de envilecer la vida de millones de seres humanos y de privar a toda una nación de felicidad”, escribió Keynes en 1919, “sería odiosa y detestable, aunque fuera posible, aunque nos enriqueciera a nosotros, aunque no sembrara la decadencia de toda la vida civilizada de Europa”. Pese a las advertencias, las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial optaron por seguir reclamando a Alemania las reparaciones contempladas en la literalidad del Tratado de Versalles, dejando a sus Gobiernos sin margen para adoptar otra política económica que la que les venía impuesta desde fuera. El sentimiento de humillación que se apoderó entonces de los alemanes no es distinto del que está empezando a fraguar ahora entre algunos europeos, por más que las situaciones de partida no sean comparables y el papel de unas potencias y otras se haya invertido. Grecia es un país pequeño, no una potencia mundial como lo era ya entonces Alemania, y se da por descontado que las consecuencias políticas que desencadenen las decisiones económicas para combatir la crisis no pueden representar una amenaza. Pero después de Grecia han caído Irlanda y Portugal, y puede que en un plazo breve les siga España y quién sabe si Italia, confirmando que la política de austeridad a ultranza no da resultados o no lo hace a la velocidad necesaria. Ni siquiera para conjurar la amenaza de la intervención.

En La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne, Hester Prynne es condenada por un tribunal público a llevar sobre las ropas una marca que recordase de por vida su pecado. Solo que el hombre con el que fue infiel a su marido resultó ser Dimmensdale, un reverendo de conducta hasta entonces ejemplar que se mantuvo silencioso e indiferente al sufrimiento de Hester Prynne mientras esta intentaba sobrevivir estigmatizada en la puritana sociedad inglesa del siglo XVII. Dimmensdale se creyó a salvo del escándalo, pero al pasar el tiempo, la misma marca que Hester tuvo que llevar sobre sus ropas, la misma letra escarlata que arruinó su vida por haber pecado, comenzó a dibujarse sobre la piel del reverendo.

José María Ridao, Ser intervenido, ser humillado, El País, 21/06/2012

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