'Espérame en el cielo corazón'.


Es una ingenuidad pensar que los antiguos matrimonios de conveniencia estuvieran abocados al fracaso por el solo hecho de haber sido concertados por las familias sin contar con las preferencias de los contrayentes. Lo raro, en perspectiva histórica, es más bien lo de ahora: hacer del emparejamiento una cuestión personal y sentimental. Personal porque nadie admitiría hoy que otros decidieran por uno con quién convivir, y sentimental porque en estos asuntos sólo cuenta —se dice— la voz del corazón. El hombre moderno se atribuye el derecho a elegir pareja libremente al abrigo de cualquier condicionante externo y al parecer juzga sensato que la única motivación válida para realizar esa importante elección sea el amor en el sentido de enamoramiento romántico. En este último giro de la Historia, las uniones sexuales han evolucionado desde los dominios del negocio —donde estuvieron cómodamente instaladas durante milenios— a la esfera felicitaria de la autorrealización subjetiva. Uno podría conjeturar que estas modernas formas de emparejamiento, ya sin función social forzosa, dedicadas en exclusiva al solaz de los enamorados, tendrían más probabilidad de éxito que las antiguas al ser obra de la libertad y no de la imposición. Y, sin embargo, no hay ninguna garantía de que eso sea así a la vista del registro de rupturas, separaciones y divorcios en imparable ascenso. La felicidad era esto. Acaso el enamoramiento no sea el criterio óptimo para asegurarse una relación duradera, aunque ya nos parezca un ingrediente irrenunciable de nuestra identidad. Aquellos matrimonios de conveniencia se asentaban sobre la sólida base de un interés compartido —más fiable que las intermitencias del corazón— y con frecuencia redundaban en perdurable amistad entre los cónyuges. No seré yo, alma incorregiblemente sentimental y pecho enamoradizo como pocos, quien abogue por el retorno de aquellas costumbres del pasado. Pero este preámbulo me vale para introducir el parangón siguiente entre la amistad y el amor.

 “Esto es amor: quien lo probó lo sabe”, escribe Lope de Vega. ¿Y cómo es? El primer cuarteto del soneto ausculta los síntomas que acompañan esa loca manía: “Desmayarse, atreverse, estar furioso, / áspero, tierno, liberal, esquivo, / alentado, mortal, difunto, vivo, / leal, traidor, cobarde y animoso”. Todo enamoramiento es un flechazo, aunque no siempre el dardo se dirija hacia alguien que se acaba de conocer. Impulso subitáneo, acomete por sorpresa y tiene una calidad exclusiva y totalizadora. Cuando el amor te explota entre las manos como un paquete bomba, todo lo que hay en el mundo, en su florida y exuberante variedad, se contrae a un solo principio dador de sentido. El fenómeno de reducción de la pluralidad en unidad —“no hallar fuera del bien centro y reposo” sigue el soneto— desencadena una movilización general del deseo de posesión (eros) del ser amado. Naturalmente, un estado de trance como éste no es sostenible largo rato y se extingue mucho antes de hacerse viejo. El tiempo suele conspirar en su contra para restaurar el pluralismo originario de una realidad rebelde al monismo y fragmentada en trozos que no se dejan ensamblar. La persona amada pasa de ser lo único a lo más importante y después… cada cual tiene su historia, pero, en las cosas del amor, siempre se va de más a menos. Por eso los amantes protestan en la doble acepción de la palabra. Se hacen protestas de amor eterno, porque, como dice Gabriel Marcel, “amar a una persona significa decirle: tú no morirás nunca”. Pero como los mismos amantes presienten que lo suyo no es de este mundo y que nada hay más efímero que el amor eterno, protestan por anticipado contra esa fatalidad deletérea que lo corrompe todo en la vida y con especial denuedo lo más preciado.

La amistad (philia), por contraste, va de menos a más. Sus comienzos no son fulgurantes, como los del amor, pero, a cambio, el devenir de los años, en lugar de perjudicarla, la aquilata. Como respeta el pluralismo de lo real y no es totalizadora ni exclusiva, la amistad cuenta con el Tiempo como un perfecto aliado. No le decimos al amigo “tú no morirás nunca”, sino “morirás, lo mismo que yo, y entre tanto recorramos juntos un trecho del camino de la vida”. “Dos marchando juntos”, dice el verso de la Ilíada citado por Aristóteles en Ética a Nicómaco para definir su esencia. Ser amigos consiste en querer vivir y envejecer en paralelo. El mejor amigo es siempre el viejo amigo. Libre del deseo de posesión, la amistad que nació por casualidad de la admiración y la simpatía recíprocas, avanzado ya el camino se colorea de una tintura compasiva y piadosa contemplando las marcas que la veteranía va dejando en el rostro del otro, imaginando las propias y adivinando el destino final que le espera a la común finitud. No es extraño que William Blake exclamara: “Para el pájaro el nido, para la araña su tela, para el hombre la amistad”.

Y, con todo, nada como el amor. El amor es lo mejor. La amistad pertenece a los mortales pero el amor nos transporta a las cimas del Olimpo y nos asemeja a los bienaventurados dioses. “El eterno femenino nos atrae hacia lo alto”, escribió Goethe en su Fausto en homenaje a esa virtud elevante del amor, sin cuyo éxtasis pierde su significado el mundo, reducido a extensión sin profundidad. ¿Cómo combatir los efectos negativos del tiempo sobre él? Educando tu corazón para que se entregue sólo a alguien digno de ser tu amigo. Uniendo en la persona amada eros y philia, deseo y admiración, prestas a la pasión amorosa la duración que pertenece sólo a la amistad. Porque eros arrebata un instante pero la admiración mantiene perdurablemente vivo ese momento divino cuando el resto de las fuentes del deseo se han secado drenadas por la ley de la entropía universal. Y es entonces, sólo entonces, cuando se hace posible arriesgarse a vivir algo tan aparentemente contradictorio como es un viejo amor.

Javier Gomá Lanzón, Viejo amor, Babelia, 16/06/2012

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