Blade Runner i la utopia biològica.
De un
tiempo a esta parte, los titulares de los periódicos parece que insinúan una
inminente inmortalidad y al mismo tiempo la posibilidad de una eterna
juventud. Evidentemente, cuando hablas con un científico de los que
investiga en un terreno de vanguardia, te ilumina sobre el carácter demagógico
de estas afirmaciones. Sin embargo, creo que se está convirtiendo en uno de los
centros de la preocupación humana en este principio de siglo.
Mientras
el final del siglo XIX y el principio del XX estuvieron dominados por la
repercusión masiva de lo que podríamos denominar utopía social, la transición
entre el siglo XX y el siglo XXI se ha situado en otro terreno. El ofrecimiento
de utopía en estos momentos es más el de una utopía biológica que el de una
utopía social. Blade Runner tiene mucho que ver con lo que
entendemos por utopía biológica. Es una obra con una capacidad de
anticipación sobresaliente.
Es algo que resulta curioso y paradójico al
tiempo, porque el propio director de la película, Ridley Scott, es sumamente
desigual, y porque aunque yo otorgo al gran arte una cierta capacidad de
anticipación, es difícil encontrar obras que intuyan con claridad lo que es el
inmediato futuro. No creo que la gran obra de arte sea profética, pero
sí creo que es la que tiene en su momento una capacidad de condensación de los
signos de la época tan potente que le hace representar la propia época
y al mismo tiempo trascenderla en un sentido visionario. Blade
Runner es una obra visionaria que, en cierto modo, ahora ya estamos en
condiciones de contrastar con nuestro presente.
Es de las
primeras obras que pone en marcha el análisis basado en datos contemporáneos
sobre lo que denomino utopía biológica. Evidentemente, esta utopía es algo muy
moderno pero también muy antiguo. Tiene que ver con los propios sueños,
mitos y ensoñaciones humanas acerca de la creación absoluta.
No
creo que ningún fragmento de la literatura universal haya resumido tan bien en
qué consiste ese sueño, que evidentemente comportará también su pesadilla -toda
utopía lleva implícita su apocalipsis-, como el Prometeus de Goethe. En
ese poema, el poeta alemán reivindica una creación del hombre por parte
del hombre sin ninguna intervención trascendente, sin ninguna connotación
metafísica: el hombre creará al hombre, independientemente de los dioses, y sólo
cuando llegue a ese momento el hombre será auténticamente libre. Ese
poema con tonos sacrílegos en su época, viene a resumir perfectamente la
aspiración enroscada al árbol del conocimiento humano desde bien antiguo, pero
que sigue presente entre nosotros más reactivada que nunca.
Pero el sueño
de la creación absoluta, como bien recuerda el joven Goethe con el propio título
del poema, nace en el mito de Prometeo (al menos para Occidente). La utilización
que hace Esquilo (525-456 a.d.C.) de este mito es fundamental. Lo que juzgo
extraordinario desde el punto filosófico de la obra de Esquilo -que es uno de
los principales filósofos del mundo antiguo- es su capacidad para presentarnos
lo que podríamos denominar el doble fuego de Prometeo. Por un
lado es el robador del fuego que proporcionará la técnica y la civilización;
pero, por otro lado, no es menos cierto que la actitud rebelde de Prometeo está
vinculada con el otro fuego: el de invitar a los hombres a desarrollar
una carrera que les iguale con los dioses, es decir, a la creación
absoluta de la que luego hablará Goethe (aunque, naturalmente, no con esa
radicalidad).
Hay que destacar, además, otro elemento fundamental en esta
obra y que está de igual modo presente en Blade Runner. Se trata de esa
conclusión que a los espectadores a veces les choca tanto, y que resumiría con
el término de “ironía trágica”. Como en ninguna otra obra, la ironía
trágica se hace visible en el Prometeo encadenado porque, en definitiva, lo que
Prometeo ofrece a los hombres es un sueño ambivalente, irónico y trágico, un
sueño que al mismo tiempo otorga la posibilidad de realizarlo y la negación del
mismo.
En uno de los versos más lapidarios de la literatura, que
alude a las ciegas esperanzas, se resumen perfectamente los espíritus de la
tragedia y de Esquilo. Prometeo es preguntado: “¿Y qué has hecho para
evitar que el hombre caiga en el sinsentido?”; a lo que él responde: “Le he
insuflado ciegas esperanzas”. Cuando Prometeo invita al hombre a esa
carrera hacia la civilización y la conquista de la deidad, lo hace sumiéndole en
un claroscuro profundo que son las ciegas esperanzas).
La reencarnación
siguiente de este mito se da necesariamente en la cultura del Renacimiento. A mi
modo de ver, el concepto de creación absoluta resurge a través del gran
mito de Fausto, cuya primera gran encarnación literaria corresponde al
dramaturgo Christopher Marlowe, contemporáneo de Shakespeare.
Ya en esa
primera aproximación al mito se incorporan profundamente las esperanzas. Además,
claramente se pone de manifiesto la mutua dependencia entre Fausto y
Mefistófeles. En realidad, ambos son el mismo hombre, del mismo modo que lo son
Jekill y Hyde. Aunque planteados como dualidad, es una doble personalidad del
mismo hombre: la dimensión prometeica y su sombra. Cuando Fausto le
pregunta a Mefistófeles donde está el infierno, éste contesta: “El infierno está
en nosotros”.
Es decir, el infierno ya no es una instancia
escatológica, sino que, al igual que el paraíso, pertenece al mundo de los
hombres. En ese sentido, Marlowe muestra una sabiduría exquisita sobre
la capacidad que tiene el mito de Prometeo para el análisis del hombre y la
civilización modernas.
Goethe, por su parte, fue un escritor muy
prolífico, pero la obra que atravesó todo su itinerario intelectual es
Fausto, cuya última línea escribió meses antes de su muerte. En la
segunda parte de la obra -que creo que es un texto que debería revisarse en
nuestro tiempo- hay algo que también nos acerca decisivamente a Blade
Runner: la creación de un hombre artificial, un tema que a veces se olvida
al hablar de Fausto. El personaje que pacta con el Diablo crea un
homúnculo, un hombre artificial, es decir, se proyecta en la posibilidad de una
creación absoluta que no tiene ni continuidad ni
estabilidad.
Volviendo al inicio, creo que Blade
Runner, por una extraña capacidad de intuición, va a situar ese relato
mitológico en un escenario que nos es muy próximo. La ciudad de Los
ángeles de 2019 recreada en el filme no es un mundo perdido en la
abstracción, como tantas veces sucede en la ciencia ficción.
Reconozco que no soy nada amante del género, pero tengo tres títulos que
considero imprescindibles: 2001, una odisea del espacio, de Stanley
Kubrick; Solaris, de Andrei Tarskovsky, y Blade Runner.
La ciencia ficción muchas veces produce una sensación de lejanía, pero
tengo la impresión de que en el tiempo presente nuestra imaginación nos permite
concebir nuevos paisajes, nuevos horizontes en los terrenos de la
genética, la biología, etc. Son las esperanzas de la imaginación.
Pues
bien, Ridley Scott planteó en Blade Runner un escenario que
siendo de futuro era radicalmente un escenario de presente. El mundo
que se nos presenta está guiado por una extraña simbiosis entre opulencia
tecnológica y miseria espiritual, que se traduce plásticamente en la
atmósfera claustrofóbica, en un ambiente nocturno, lluvioso,
barroco.
Creo que esto contribuyó mucho a que el filme se
convirtiera lentamente en una película de culto. El acierto fundamental
estriba en el claroscuro de un mundo donde el hombre ha desarrollado sus
capacidades tecnológicas apuntadas en los siglos XIX y XX, y en el que también
han ido apareciendo todos los desequilibrios y las discordancias propias del
hombre.
Sin embargo, el auténtico drama de Blade Runner
sucede en la escenografía de Los Ángeles, representante en cierto modo de todo
el escenario humano, donde se insinúan elementos que ya forman parte de todos
nosotros (el sincronismo religioso e ideológico, la mezcla racial y linguística,
la construcción genética, etc.). El hecho, por ejemplo, de que las arquitecturas
sean futuristas pero incorporando morfologías del pasado, donde está tanto el
rascacielos como la pirámide maya, provoca que el espectador se sienta
cerca porque está en su memoria, y también porque muchos de los signos,
conflictos, encrucijadas que se plantean empiezan a ser ya encrucijadas
propias. En el año de estreno podíamos atribuir estos elementos a
megalópolis de América, como Sao Paulo o Ciudad de México, pero ahora ya
empezamos a verlos en varias capitales europeas.
En esa escenografía se
va a representar un drama muy cercano al que representó Esquilo en el Prometeo
encadenado. Pero, ¿cuál es ese drama que se representa en Blade Runner
y por qué lo acerco tanto a Fausto como a Prometeo encadenado? Es el
drama del hombre ante el tiempo humano. Los replicantes juegan el papel que
hemos jugado desde las cuevas de Altamira; es decir, el del hombre que
se encuentra en la contradicción entre la conciencia del tiempo y la conciencia
de la superación del tiempo. Los replicantes sí son androides, son
creaciones humanas como el monstruo de
Frankenstein.
Kierkegaard advirtió con claridad que el
hombre, para ser libre, tiene que concebir la figura del deicidio. El
deicidio simbólico que otorga esa posibilidad de libertad preside la acción en
la segunda parte de la película. Cuando Roy, el más fuerte de los
replicantes (que en realidad somos nosotros, los hombres), elimina a su creador,
está realizando el sacrificio simbólico que puede asegurar su libertad.
La libertad de ser libres para pensar en medio de esta incertidumbre. Después
del deicidio, también está en condiciones de algo sumamente importante y que
representa una de las grandes lecciones de Blade Runner: puede sentir
compasión, complicidad, solidaridad con el dolor, pero todo ello en la
incertidumbre.
Rafael Argullol, Blade Runner, El Cultural, 21/02/2001
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