El dret a l'autodeterminació no pot ser un tabú.
El uso estratégico de la amenaza secesionista para conseguir privilegios
dentro de una estructura federal es sólo posible, claro está, porque el resto de
los actores políticos de esa estructura, y señaladamente el gobierno central,
han interiorizado que el hecho hipotético con que son confrontados es, no sólo
plausible, sino altamente probable. De manera que han creado en torno a ese
hecho un auténtico tabú: la idea de poner la unidad nacional española a votación
de los ciudadanos es en nuestro país obscena e innombrable, y palabras como
autodeterminación nacional o referéndum de independencia
exigen ser exorcizadas no bien se mencionan, blandiendo al efecto el sagrado
hisopo de la Constitución.
Este artículo pretende sugerir que, muy en contra de la postura que
intuitivamente adoptan los actores políticos españoles, la mejor manera de
enfrentarse a un desafío secesionista serio y persistente es aceptar su propio
planteamiento, es decir, estar dispuesto a poner la nación a votación.
Introducir la idea de un referéndum de independencia como un seguro fracaso para
la unidad española, y negarse desesperadamente por ello a aceptarlo siquiera
como algo posible, es tanto como confesarse derrotado de antemano en ese debate.
Quien no está dispuesto a poner su idea de nación a votación popular es porque
no confía de verdad en ella, porque, como escribió Manuel Aragón, “un pueblo de
hombres libres significa que esos hombres han de ser libres incluso para estar
unidos o para dejar de estarlo”.
Por tanto, quienes hacen de la autodeterminación un tabú lo que en realidad
hacen es regalar a los independentistas todas las bazas de prestigio en la
discusión: esas que se llaman libertad, democracia,
gobierno del pueblo, el ejemplo de otros países, todo queda en
poder de los nacionalistas. Los demás, los “unionistas”, quedamos como
antidemócratas, como miedosos, como acomplejados defensores de una nación
tambaleante, como carceleros de pueblos, y demás. Sí, ya sé que esto no es así
exactamente en buena doctrina democrática, pero, qué se le va a hacer, así es
como quedamos en la opinión común, y eso es lo que al final cuenta. “Los hechos
no atienden a razones y nos atrapan en una ratonera ideológica”, dijo al
respecto hace ya tiempo Francisco J. Laporta.
Pero es que, además, es el haber adoptado esa férrea negativa lo que nos
convierte en rehenes del chantaje táctico de los nacionalistas. Bastaría con
admitir, tanto en el plano político como en el jurídico, que la secesión de una
parte del territorio es un tema admisible para la decisión democrática y que,
por tanto, su demanda puede ser planteada, discutida y decidida en nuestra
democracia para que ese asunto asumiera de inmediato un nuevo aspecto. Si la
secesión fuera una posibilidad reglada, los nacionalistas se tentarían la ropa
antes de apelar a ella. Dicho de otra forma, la constitucionalización de la
secesión tendría un efecto desincentivador de su demanda, que ahora es en gran
parte retórica, insincera y chantajista.
En este punto hay que ser lo suficientemente adulto, en términos
democráticos, para admitir una carencia en el sistema político territorial
español, por la sencilla razón de que la vía que legalmente existe para la
secesión (la reforma constitucional “fuerte” del art. 168 CE) no está al alcance
de los actores políticos que la reclaman. Decir entonces que la reclamación
independentista es una reivindicación legítima en nuestra democracia siempre que
se haga por medios pacíficos es un flatus vocis en tanto el sistema
condene esa reivindicación al terreno de lo jurídicamente imposible. El Estado
de Derecho no puede cohonestarse con el principio democrático si excluye a
priori la factibilidad de una reivindicación legítima, ese es un uso
desviado del Derecho. Este sólo puede ayudar a que la nación siga siendo una
nación … si ella lo quiere.
Y entonces, según usted, ¿qué hacemos? ¿Modificamos ya la Constitución? Creo
que no, que ésa debería ser la estación término de un proceso de secesión
democrática, no su comienzo; por la sencilla razón de que no tiene sentido
iniciar un tan costoso proceso de reforma si no está constatada la existencia de
una voluntad mayoritaria clara en el territorio afectado. Por eso, lo primero
será establecer las vías para comprobar la existencia de una demanda
secesionista mayoritaria seria y fundada en alguna Comunidad Autónoma y luego,
sólo luego, modificar la C.E. para darle salida. Algo que se podría hacer
mediante una ley nacional que se limitara a regular el asunto como un
procedimiento previo a la reforma constitucional, es decir, prever en qué casos
y con qué trámites debería iniciarse un proceso de reforma constitucional para
excluir de España a una parte de su actual demos.
Por ejemplo, una ley podría establecer que si el Parlamento de una Comunidad
solicita por una mayoría de 3/5 iniciar un proceso de comprobación de la
voluntad mayoritaria sobre una eventual secesión, el Parlamento español estaría
obligado a recoger esta petición y, analizados los detalles, solicitar del
Gobierno la convocatoria de un referéndum de comprobación en esa Comunidad,
determinando los términos de la pregunta que deberían ser claros y en forma de
alternativa simple. Para dar por comprobada la voluntad secesionista se
requeriría la mayoría del censo electoral, computado en cada provincia o
territorio, y con exclusión automática de aquellos territorios donde no
triunfara. Constatada afirmativamente esa voluntad mayoritaria, se abriría un
proceso de negociación de los términos de la separación y de las garantías
democráticas del nuevo Estado (señaladamente en lo que se refiere a la
protección de los derechos de las minorías nacionales, que deberían ser como
mínimo equivalentes a los derechos que poseyó la anterior minoría en España). Y
entonces, sólo entonces, se procedería a reformar la Constitución por sus
trámites (mayorías parlamentarias y referéndum de todo el pueblo español).
La ventaja de este planteamiento es que sería a la vez respetuoso con el
Estado de Derecho (sería la soberanía nacional quien lo controlase y decidiese)
y con el principio democrático (se ofrecería un cauce de realización a una
voluntad popular concreta). Pero sobre todo, en términos políticos, la ventaja
de contar con una legislación como la sugerida sería la de colocar a los
nacionalistas ante sus propias responsabilidades, poniendo fin al uso
estratégico de la reivindicación independentista. Quien de verdad esgrimiera
esta petición tendría que hacerlo con todas sus consecuencias, porque por fin
sería posible su realización. Muchos nacionalistas se encontrarían ante el
abismo de que sus deseos hasta ahora románticos podrían ser de verdad hechos
realidad, una realidad que sin duda es mucho menos atractiva que la ilusión de
verla desde lejos como una fruta imposible. El efecto de esta legislación no
sería, con toda probabilidad, una cascada de peticiones de referéndum, sino más
bien su ausencia.
Y, sobre todo, quienes nos consideramos a la vez españoles y demócratas (y
quedamos unos cuantos), nos veríamos liberados al defender la unidad de la
nación de los desagradables epítetos que hoy nos merecemos, esos que ponen en
solfa nuestra democracia y nuestra Constitución porque no puede discutirse de
verdad. Y quienes además somos federalistas, nos sentiríamos más respaldados a
la hora de proclamar que en un sistema federal las reglas de juego las
establecen todos de consuno aunque sea en porfiada discusión, y no unos solos
mediante la amenaza de irse si no se aceptan sus privilegios. Porque por fin
podríamos decirles: si no están de acuerdo, váyanse. Prueben de verdad.
José María Ruiz Soroa, Romper el tabú, El País, 05/06/2012
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