Nietzsche contra la pau.

Resultat d'imatges de Nietzsche y Hitler

La guerra es una vieja pasión del ser humano, que a veces se disfraza de mal necesario. Los poemas épicos pertenecen al pasado. Nadie se atrevería hoy a exaltar el espíritu bélico, pero las guerras, lejos de extinguirse, continúan escarneciendo la quimera de una paz perpetua. Friedrich Nietzsche nunca sintió aprecio por la paz. La espada no se envaina por un ridículo sentimiento de fraternidad, que se opone a las legítimas diferencias entre esclavos y señores, sino porque la victoria ha liquidado cualquier forma de oposición o resistencia. En Así habló Zaratustra (1883), podemos leer: «¿Vosotros decís que la buena causa es la que santifica incluso la guerra? Yo os digo: la buena guerra es la que santifica todas las causas. La guerra y la valentía han hecho cosas más grandes que el amor al prójimo». En Más allá del bien y del mal (1886), Nietzsche afirma que la «aristocracia constituida por los mejores» debe aceptar sin problemas de conciencia «el sacrificio de un sinnúmero de hombres», cuyo destino es ser «rebajados y disminuidos hasta convertirse en esclavos, instrumentos». Actuar de ese modo significar acatar el mandato primordial de la vida, que nos exige repudiar la compasión y el sentimentalismo. La civilización es la decadencia del ideal de cultura y «la cultura debe contemplarse desde el punto de vista de la raza». Sólo entonces comprenderemos que la vida es «apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más débil, opresión, dureza, anexión y, al menos en el caso más suave, explotación». En un fragmento póstumo, el filósofo despeja cualquier duda sobre su interpretación del hombre y la moral: «La propia vida no reconoce solidaridad alguna, ninguna “igualdad de derechos” entre las partes sanas y las partes enfermas de un organismo; estas últimas deben ser amputadas, o el todo sucumbe. Compasión con los decadentes, igualdad de derechos para los fracasados; si ésta fuera la más profunda moralidad, sería la contranaturaleza misma como moral». Nietzsche redactó este párrafo para El crepúsculo de los ídolos o Cómo se filosofa a martillazos (1889), pero lo descartó después de las primeras pruebas. Giorgio Colli y Mazzino Montinari lo rescataron para su edición de las obras completas.

Durante mucho tiempo, Nietzsche fue un filósofo maldito. Se consideró que sus libros preludiaban y justificaban el nazismo. Más tarde, se le absolvió y se le atribuyó un papel esencial en la lucha contra los trasmundos que esclavizan al ser humano, con la promesa de la eternidad. Su filosofía se celebró como una exaltación de la finitud, el juego, la subversión, la creatividad, la alegría y la inocencia. Hay poderosos argumentos para rebatir este giro hermenéutico. En Un pensamiento intempestivo. Ontología, estética y política en Nietzsche (Barcelona, Anthropos, 1988), Julio Quesada destacaba la importancia del gay saber y el amor fati, aclarando que el filósofo no sentía ningún aprecio por el militarismo del Segundo Reich, pero luego cambiaría de punto de vista en La belleza y los humillados (Barcelona, Ariel, 2001): «La jerarquía es para Nietzsche tan innata como irreversible. Nuestras almas en el juego del poder no juegan azarosamente, sino predeterminadas por la herencia y la procedencia que iguala y diferencia y ordena piramidalmente una sociedad que carece completamente de autonomía. […] Que no se trata de un juego del azar en donde caben todas las interpretaciones y todos los individuos se pone de manifiesto de forma rigurosa en El Anticristo (1895), cuyo nuevo amor a la humanidad reza dionisíacamente así: “Los débiles y malogrados deben perecer; artículo primero de nuestro amor a los hombres. Y además se debe ayudarlos a perecer”. […] La vida en tanto voluntad de poder, no sólo parece ser la causa natural-cultural de las magníficas obras del espíritu superior que acepta, orgullosamente, su destino de artista o escultor de la materia-masa, sino que el problema de la selección y depuración de esa materia-masa puede transformarse con nuestro filósofo en una obra de arte».

Las políticas raciales y eugenésicas de los nazis son la realización histórica de ese «artículo primero de nuestro amor a los hombres». Cuando la filosofía abandona el terreno contemplativo, suele producir monstruos. ¿Qué habría sucedido si la República de Platón se hubiera convertido en una realidad política? La filosofía de Marx se inmiscuyó en la historia y engendró el Gulag, con el pretexto de liberar al ser humano de la explotación y la opresión. El latido del pensamiento nietzscheano se aprecia en los discursos de Hitler. El dictador no ha profundizado en su obra, pero conoce sus ideas más populares, que ya circulan como eslóganes o fórmulas magistrales. En «El enemigo de los pueblos», un discurso del 13 de abril de 1923, vocifera: «Ante Dios y el mundo, el más fuerte tiene el derecho de hacer prevalecer su voluntad. […] Toda la naturaleza es una formidable pugna entre la fuerza y la debilidad, una eterna victoria del fuerte sobre el débil». Y añade: «Con humanidad y democracia nunca han sido liberados los pueblos». En el indigesto Mein Kampf (1925), reitera que el domino de los fuertes y sanos no constituye un abuso de fuerza, sino una ley natural: «Sólo deberían engendrar hijos los individuos sanos. Es una desgracia que personas enfermas o incapaces traigan hijos al mundo». No actuar de ese modo constituye una ofensa contra la vida y un agravio contra el ideal de una humanidad sin taras ni imperfecciones. «La doctrina judía del marxismo –sostiene Hitler– rechaza el principio aristocrático de la naturaleza y antepone la cantidad numérica y su peso inerte al privilegio sempiterno de la fuerza y del poder». Sabemos que un equipo de periodistas reelaboró el Mein Kampf, con vistas a su publicación, pues el manuscrito original era confuso y tedioso. Al margen de estas contingencias, es innegable el influjo de Nietzsche en las ideas y en la forma. Ese eco se repite en el testamento que Hitler dictó a Traudl Junge en el búnker de la Cancillería de Berlín: «La vida no perdona a la debilidad». En vísperas de su suicidio, Hitler enfatiza que el judaísmo envenena a los pueblos y provoca su decadencia. Por eso es necesario observar «escrupulosamente las leyes raciales» y «oponerse sin piedad» al bacilo judío, con su moral del resentimiento.

Al igual que Nietzsche, Hitler siente cierto aprecio por la figura de Cristo. El filósofo define al superhombre como «un césar con alma de Cristo». Hitler habla del «Cristo ario» que esgrime la espada para combatir al viejo judaísmo. Las opiniones más sinceras del dictador tal vez se hallan en sus charlas de sobremesa, cuando peroraba sin descanso y sin tolerar ninguna réplica. En Hitler: confesiones íntimas, 1932-1934, (trad. de Miguel Jiménez Sales, Barcelona, Círculo Latino, 2006), Hermann Rauschning cuenta que el líder nazi aborrecía al Dios de la Biblia y se refería a los Diez Mandamientos como «la maldición del monte Sinaí». «Hablando históricamente, la religión cristiana no es más que una secta judía –pontificaba Hitler–. Después de la destrucción del judaísmo, la extinción de la moral de esclavos cristianos debería seguir lógicamente». Rauschning era un político conservador que rompió con el nazismo en 1934, refugiándose en Estados Unidos. Su testimonio está limitado por este hecho, pero –gracias a Las conversaciones privadas de Hitler, 1941-1944, prologadas y editadas por Hugh Trevor-Roper (varios traductores, Barcelona, Crítica, 2004)– sabemos que en las fases iniciales de la invasión de la Unión Soviética (la conocida como Operación Barbarroja), Hitler no había cambiado de opinión: «El nacionalsocialismo y la religión no pueden coexistir –aseguraba, ebrio de victoria por los éxitos militares iniciales–. El golpe más duro que jamás haya golpeado a la humanidad fue la llegada del cristianismo. El bolchevismo es hijo ilegítimo del cristianismo. Ambos son invenciones judías».

En política, las teorías no son simples especulaciones, sino programas que se llevan a la práctica en mayor o menor medida. El exterminio de los judíos europeos es la consecuencia de una ideología a la que Nietzsche prestó argumentos, pese a quien pese. Recordemos la frase de El Anticristo mencionada más arriba: «Los débiles y malogrados deben perecer. […] Y además se debe ayudarlos a perecer». En Amos de la muerte. Los SS Einsatzgruppen y el origen del Holocausto (trad. de Ignacio Hierro, Barcelona, Seis Barral, 2002), el historiador y periodista norteamericano Richard Rhodes relata que algunos verdugos intentaban «ayudar a perecer a sus víctimas», evitando truculencias innecesarias. En Novograd Volinski, Ernst Göbel, miembro de la SS, manifestó su desagrado por el método de ejecución empleado por un Rottenführer llamado Abraham. Rhodes reproduce su testimonio: «Había unos cinco. Eran niños que, según creo, deberían tener entre dos y seis años. La manera en que Abraham mató a los niños fue brutal. Cogía a uno de los niños por el cabello, lo levantaba del suelo y, a continuación, le disparaba en la nuca y lo arrojaba a la fosa. Después de un rato no pude soportarlo más y le pedí que dejara de hacerlo. Lo que le quise decir es que si no cogía a los niños del cabello los mataría de una manera más decente». Me temo que no hay una forma decente de matar a niños, salvo que una ideología con pretensiones de nuevo evangelio proclame la necesidad de inmolar a los débiles y enfermos o a los hijos de una raza supuestamente maldita. Si exceptuamos los casos de sadismo, no sería posible cometer estos actos sin la coartada de una ideología capaz de transformar el asesinato en virtud. Los artífices de la Shoah no actuaban por impulsos primarios, sino por imperativos ideológicos. Conviene recordar que los comandantes de los cuatro Einsatzgruppen (grupos de operaciones concebidos como escuadrones de ejecución itinerantes) se hallaban bajo el mando de profesionales cualificados: Otto Ohlendorf había estudiado Economía y Derecho, y era profesor universitario; Arthur Nebe había llegado a comisario de policía durante la República de Weimar; Otto Rasch era doctor en Derecho y Economía; Paul Blobel era arquitecto. Blobel y Rasch dirigieron la tristemente célebre masacre de Babi Yar, un barranco situado en las afueras de Kiev, donde se asesinó al menos a ciento veinte mil personas entre el 29 y el 30 de septiembre de 1941. Cerca de treinta y cuatro mil eran judíos. El resto de las víctimas eran gitanos, comunistas, partisanos o nacionalistas ucranianos. Juzgados en Núremberg, Ohlendorf y Blobel fueron ejecutados en la horca. Enfermo de Parkinson, Rasch falleció durante el proceso. Nebe se libró de la justicia aliada, pero no de la horca, pues participó en el fallido complot de Von Sttaufenberg para acabar con la vida de Hitler el 20 de julio de 1944. No logró eludir la venganza del dictador.

Los Einsatzgruppen asesinaron a un millón y medio de personas. Muchas de las víctimas eran niños, mujeres y ancianos. Es imposible olvidar la fotografía de un soldado a punto de disparar a una madre con su hijo pequeño en brazos. La fotografía se realizó en Ucrania, y se envió a Alemania. En la parte posterior, el remitente escribe: «Ucrania 1942, operación contra los judíos, Ivangorod». Aunque iba en un sobre, parece una postal, quizás enviada por un joven soldado a sus padres. ¿No se podría tomar como una prueba de la normalización del genocidio, de la pasmosa complicidad de un amplio sector de la sociedad europea? Las políticas de exterminio surgieron en Alemania, pero los nazis encontraron fieles colaboradores en Ucrania, Bielorrusia, Letonia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Francia. La cifra de colaboracionistas supera a la de resistentes. Eso demostraría que la Shoah no es un brote de irracionalidad, sino la consumación de una oscura vertiente de la cultura europea. Hitler imitó a Prometeo, pero no pretendía rebelarse contra los dioses, sino esculpir un nuevo modelo de hombre emancipado de la herencia judeocristiana. En un texto póstumo, Nietzsche lo plantea con abierta crudeza: «¿Cómo puede sacrificarse la evolución de la humanidad para lograr el desarrollo de una especie que sea superior al hombre?». O, lo que es lo mismo, una nueva estirpe de conquistadores que dicen sí a la vida, con su carga de dolor e injusticia. En La voluntad de poder (1901, póstumo), asevera: «El odio, el placer de causar daño, la sed de apoderarse de algo y de dominar, y, en general, de todo lo que se llama mal, no son en el fondo más que los elementos de la sorprendente economía de la conservación de la especie; economía costosa, desde luego, disipadora, y, en conjunto, sumamente insensata, pero que, como se ha comprobado, ha mantenido hasta hoy a nuestra raza». Después de la muerte de Dios, la moral del superhombre es la única alternativa contra el nihilismo.

Hitler intentó ser el filósofo-artista que lucha por alumbrar a una nueva raza. Al igual que Leo Naphta, el judío converso y antiguo jesuita de La montaña mágica (1924), de Thomas Mann, Hitler abandera la revolución contra la Ilustración, con su absurda retórica sobre el progreso y los derechos humanos. La humanidad sólo puede avanzar, regresando a sus orígenes, a la Sangre, la Raza y el Suelo. Hitler nunca disimuló su ambición. ¿Acaso Nietzsche no glorificó la voluntad de poder? «Necesidad de dominar: ¡pero cómo llamar vicio a la grandeza que accede al poder! ¡En verdad, nada malsano hay en tal deseo!» El mal no está en la ambición, sino en la timidez, la cobardía y la melancolía. «Desprecia toda sabiduría quejumbrosa», enseña Zaratustra. No dejes que te atemorice la contramoral reinante, pues «casi todo lo que nosotros llamamos civilización superior se basa en la espiritualización y la profundización de la crueldad». El político es un conquistador, un pensador y debe «saber hacer el mal con placer, deberá ser cruel en pensamiento y en obra». Eso que llamamos «mal» sólo es lo nuevo que anhela «conquistar, derribar fronteras, abatir las antiguas virtudes». Nuestro «concepto afeminado de humanidad» no soporta el contraste con la crueldad, que era uno de los rasgos distintivos de los griegos, «los hombres más humanos de la Antigüedad». Vivimos en el tiempo de una «Roma judaizada, edificada sobre ruinas, que ofrece el aspecto de una sinagoga ecuménica y se llama Iglesia». Es necesario acabar con esta situación para que surja una «raza de señores, una aristocracia nueva, inaudita, que establecerá para sí una legislación muy rigurosa en la que los filósofos déspotas y los artistas tiranos impondrán su voluntad durante milenios; una raza de hombres superiores por la voluntad, el saber, la riqueza y la influencia, […] que tomará las riendas del destino de la tierra y como artistas modelarán esta materia: el hombre. En resumen, será preciso cambiar radicalmente nuestro concepto de política». Hitler luchó por materializar ese nuevo concepto de política. Ya conocemos las consecuencias.

Cuando Karl Jaspers le preguntó a Heidegger si confiaba en Hitler para gobernar Alemania, el autor de Ser y tiempo (1927) contestó: «Pero, ¿no ha visto usted qué preciosas manos tiene?» Heidegger nunca condenó el nazismo, pues entendió que Hitler era el instrumento de «la misión espiritual del pueblo alemán». En el famoso discurso de toma de posesión como rector de la Universidad de Friburgo (curso 1933-1934), manifestó: «El mundo espiritual de un pueblo no es una estructura supracultural, como tampoco un arsenal de conocimientos y valores utilizables, sino que es el poder que más profundamente conserva las fuerzas de su raza y de su tierra, y que, como tal, más íntimamente excita y más ampliamente conmueve su existencia» (La autoafirmación de la universidad alemana, trad. de Ramón Rodríguez, Madrid, Tecnos, 1966).

Hitler no necesitó conocer al detalle la metafísica del artista de Nietzsche para escenificar sus objetivos. Pensar no es un acto inocente. Tampoco es una actividad solitaria. El filósofo es un innovador, pero también es el sedimento de las generaciones que lo preceden. La gran política no es una invención de Nietzsche, sino la plasmación de un anhelo colectivo, con varios siglos de historia. Después de Auschwitz, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que la política no necesita artistas, sino mentes impregnadas de prudencia. En política, la «mediocridad» puede ser una virtud y el «genio», el preludio de una catástrofe. La nota que escribió Borges a la muerte de Paul Valéry podría servir como guía para un porvenir sin finales wagnerianos: «En un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden» (Otras inquisiciones, 1952).

Rafael Narbona, Nietzsche en la guerra de Hitler, Revista de Libros, 20/03/2015

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