Voltaire contre-attaque.



En literatura hay comienzos famosos de las grandes historias —“En un lugar de la Mancha…”, “Llamadme Ismael”, etcétera—, pero también finales memorables: uno de ellos el “debemos cultivar nuestro jardín” con que se cierra Cándido, la breve obra maestra de Voltaire. Nadie niega que este cuento es una cumbre del humorismo universal, agudo y lleno de maliciosa sátira filosófica, pero con frecuencia su misma ligereza sonriente hace que se le considere poco más que una broma genial. Sin embargo, como ocurre con el Quijote, esa consideración no desacertada se queda corta al valorar las posibilidades reflexivas que nos ofrece. En su último libro, Voltaire contreattaque (ed. Robert Laffont), el veterano pensador francés André Glucksmann lo presenta como el más actual y revolucionario manifiesto del espíritu ilustrado europeo contra las amenazas más presentes que nunca de fanatismos destructores, totalitarismos recurrentes y la tentación de una languidez inerme y acomodaticia frente a ellos. Según él, la lección de Cándido —y de todo el pensamiento volteriano— no es la deserción que se refugia en la privacidad minúscula ante la barbarie arrasadora, sino la prudencia activa que busca una resistencia crítica que no imite los modos y abusos de la barbarie misma. Y no es superfluo señalar que este libro fue publicado dos meses antes de los atentados contra Charlie Hebdo…

Porque Voltaire no volcó su indignación emancipadora contra ninguna religión en concreto, ni aún menos contra la religión en general. Aunque su obra teatral Le fanatisme ou Mahomet le prophete critica ferozmente al profeta islámico, no censura características específicas de su teología, sino la utilización política de la doctrina. Ahí está según él lo imperdonable: en la confusión cómplice entre postulados espirituales y legitimación de coacciones o hasta crímenes para ejercer el poder sobre una comunidad. Los monoteísmos se han revelado muy peligrosos en este aspecto, pero el islam no es peor a este respecto que el cristianismo, más bien lo contrario. Voltaire muestra aprecio por el Corán, libro al que dice que se le achacan “un sinfín de tonterías que nunca figuraron en él” y en el artículo Tolerancia de su Diccionario Filosófico pone al Gran Turco, cabeza del imperio Otomano, como ejemplo de tolerancia de distintas religiones porque “si tenéis dos religiones se degollarán mutuamente, pero si tenéis treinta vivirán en paz”. Sin duda, el gran satírico no tenía en mayor estima a los ulemas o los rabinos que a los obispos, pero estratégicamente le preocupaban más aquellos cuya influencia política podía serle más peligrosa por cercana.

En su apasionado alegato, Glucksmann sostiene que el sistema democrático no garantiza la justicia ni la armonía, como suponen fanáticos de nuevo cuño, sino que nada más —ni nada menos— permite buscar lo mejor en libertad. “Lo opuesto a la vida en dictadura no es la vida en la perfección, sino el ejercicio de las libertades, incluida la de hacerlo mal o hacer el mal, la de equivocarse y a veces volver a antiguas dictaduras o inventar otras nuevas”. Valga esta advertencia contra los críticos perfeccionistas a toro pasado de nuestra transición democrática. Y añade que el jardín que debemos cultivar no es el de nuestra privacidad, sino el de la sociedad europea: un huerto de flores valiosas pero frágiles, cuyo cuidado exige la timidez que preserva y el coraje que planta cara y no cede ante la ferocidad multiforme que nos acomete.

Fernando Savater, Cultivar nuestro jardín, El País, 23/03/2015

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