El rebuig a la mort.
Si la muerte es necesaria, ¿por qué nos resistimos a su llegada? Epicuro aporta un razonamiento sobre la
muerte tan racional como poco convincente. La muerte, dice, no existe para
los muertos ni para los vivos. Para los
primeros, porque ya ha pasado, para los segundos porque aún no ha llegado. Por
lo tanto no existe para nadie y temerla es un absurdo. El bien y el mal están
en las sensaciones. Pero la muerte no es ninguna sensación: es más, es el fin
de cualquier capacidad de sentir. La única razón por la cual podemos temerla
consiste en nuestro deseo irracional de inmortalidad. Si lográramos eliminar
estos deseos absurdos, la muerte no implicaría ningún mal, así como eliminar el
deseo de riqueza hace posible que seamos felices con lo que poseemos. Un
discurso impecable, pero alejado de la realidad de la existencia humana, porque
convierte la vida en un eterno presente donde la actualidad del futuro ha
dejado de existir. Para Epicuro, y
ese es su error, la muerte es ajena a la vida, no forma parte de ella. Tiene
razón Heidegger al calificar la
existencia humana como “ser para la muerte”: saberse finito constituye a la vez
el privilegio y la condena de nuestra condición. En este sentido, la muerte no
constituye un accidente sino que forma parte de la misma vida.
Y esta finitud choca con lo que para Spinoza
constituye una constante en todos los seres que existen, desde la piedra hasta
el ser humano: el deseo de perseverar en su ser. Todas las cosas tienden a
conservarse; si una cosa “no es destruida por ninguna causa exterior,
continuará existiendo en virtud de la misma potencia por la que existe ahora.
Luego ese esfuerzo implica un tiempo indefinido”, dice Spinoza. En la naturaleza, la muerte siempre llega desde fuera, como
una imposición de las leyes naturales a la voluntad del viviente que la
rechaza, dese la hormiga hasta el hombre. Y casi siempre demasiado pronto, a
juicio del afectado. También Spinoza,
como Epicuro, considera la muerte
como un hecho exterior a la vida, como una imposición que no pertenece a ella
sino que se le impone y que la contradice. Por eso el suicidio es inhumano: “Nadie
deja de apetecer la conservación de su ser, como no sea vencido por causas
exteriores y contrarias a su naturaleza”. Una concepción del suicidio como
abdicación por parte del hombre de su condición humana que ha perdurado en el
tiempo. Una decisión que en principio no afecta más que a quien la toma ha sido
considerada delito en muchas legislaciones y más adelante un signo de
enfermedad mental. Se suponía que un ser humano en sus cabales no podía decidir
el fin de su vida, aunque pudiera tomar decisiones mucho más irracionales;
debía tratarse de un delincuente o un demente, nunca un hombre que racionalmente
haya decidió unirse a esa mayoría de que hablaba Petronio, precisamente porque
desde la vida no puede surgir una decisión que niegue su existencia.
Augusto Klappenbach, Defensa de
la muerte, Claves de razón práctica nº 238, enero/febrero 2015
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