Alexitímia.
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De entre los múltiples y extraños desórdenes que encuentran los psiquiatras no hay ninguno tan aleccionador como la alexitimia. Es un compuesto de tres términos griegos (a restrictivo, lexis, palabra, thumos, pasión) que vendría a decir literalmente "sin palabra para las emociones". Se trata de un déficit en el reconocimiento de las emociones propias y ajenas. El paciente no sabe conectar lo que ocurre en su alrededor con la reacción emocional que está sufriendo. Puede llorar, y creer que es sin motivo, aunque está claro que acaba de ver una película que le ha recordado la muerte de un familiar querido. Aunque se asocia al espectro autista aparece también de forma independiente.
Ocurre que, en general para casi todos los desórdenes mentales, es muy difícil definir la frontera entre lo normal y lo patológico, pero este caso es muy especial porque es un hecho el que casi todos, individual y colectivamente sufrimos de alexitimia. Reconocemos la emoción que nos ocurre casi siempre cuando han pasado sus efectos, o la reconocemos porque los otros nos indican que nuestro cuerpo está diciendo algo distinto a lo que dicen nuestras palabras. Acudo muchas veces al amor y desamor como ejemplos de emociones que son reconocidas por los demás antes que por uno mismo. Porque una de las muchas paradojas de la condición humana es que tenemos un cerebro social, es decir, un órgano que se ha desarrollado de forma híbrida, en parte dirigido genéticamente y en parte cultural y socialmente. Y resulta que las emociones tienen una función interna como sistema de indicadores de lo que nos está pasando, pero es mucho más importante su función externa como señales ante el grupo de lo que le ocurre al cuerpo individual. Desde el dolor al placer, de la tristeza a la euforia, del orgullo a la envidia, la detección de las emociones en el cuerpo ajeno es un dispositivo fundamental para organizar nuestra vida en común.
Constantemente sufrimos emociones que los demás reconocen sin que nosotros seamos capaces de identificarlas en primera persona. Como si el cuerpo supiese mucho mejor que nuestra mente consciente lo que hay que hacer y lo que hay que expresar. En otras muchas ocasiones, el cuerpo, sometido a las presiones sociales que la conciencia no quiere reconocer, protesta de múltiples maneras y nos avisa con otras señales aún más fisiológicas que las emociones, como son los estados de ánimo e incluso las múltiples formas de somatización que indican que el yo consciente y el yo profundo están caminando por sendas desparejas.
Nuestro cerebro y nuestra mente han evolucionado bajo presiones adaptativas de índole distinta e incluso contradictoria: la rapidez de reacción, frente al cálculo y la deliberación, la expresión externa frente a la privacidad del mundo interior. Estas fuerzas han producido una mente compleja, redundante con sistemas de control paralelos y a veces en conflicto, como el que se produce entre las formas de conciencia, de atención y planificación y las reacciones viscerales y afectivas.
Los filósofos racionalistas han soñado con una mente unificada, armónica, transparente y con autoridad incorregible en primera persona. Por suerte para la humanidad las cosas no funcionan así. Una sociedad formada por agentes cuyo mundo privado se ocultase a los otros, a quienes se les dejara unas mínimas evidencias para comprender las acciones, motivos, intenciones y planes del otro sería lo más parecido a un infierno de mentirosos. La socialidad sería imposible si fuésemos los seres que nos describen los filósofos.
Los fallos en el auto-conocimiento, la opacidad constitutiva de nuestra mente a lo que pasa en los pasillos subterráneos del yo se contraponen a la transparencia de las señales que emite nuestro cuerpo y que hemos aprendido a detectar y comprender de manera precisa, espontánea, directa. Es intrigante como nuestro cuerpo reacciona a las expresiones sutiles de emoción de los otros sin que nuestra mente sea consciente de ello. Cualquier conversación, debate, o simple relación discurre en dos niveles, el de las formas, maneras y palabras y el de las expresiones no verbales que se ajustan mutuamente sin informar a la conciencia.
Por suerte para las formas superiores de relación humana, el amor, la política y el conflicto, los cuerpos saben mejor que las mentes lo que está ocurriendo. Y se mueven y se ajustan, ordenando el mundo de maneras que las conciencias serían incapaces de conseguir. Si los humanos fuesen como los economistas dicen que son, no habría humanos, no habría sociedad, no habría mente. Solo robots calculando sus mutuos movimientos.
Copio aquí del libro de Diana Pérez, Sentir, desear, creer, al que ya me he referido con admiración y que inspira muchas de mis reflexiones, el Poema 12 de Oliverio Girondo, que expresa (con el cuerpo) mucho mejor que yo lo que he intentado decir (con la mente):
se adormecen, se despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan, se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehuyen, se evaden, y se entregan.
Fernando Broncano, Lo que sabe un cuerpo, El laberinto de la identidad, 15/03/2015
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