allò comú (diccionari Jean Luc Nancy)
Volvamos un momento a un reciente pasado que no cesa de pasar y a la vez de volver.
Nada es más común que la discordia. La manifestación de millones de personas estupefactas, indignadas, asustadas, sublevadas, que en general respondían más al estupor y al desasosiego que a los llamados del poder, fue muy pronto —ese mismo día— denunciada como operación de propaganda o bien como unanimismo crédulo. El corazón mismo del acontecimiento era disputado, la oportunidad o la tosquedad de los perfiles discutida, la “libertad de expresión” remitida a su formalismo o bien el “yihadismo” referido a sus motivos y móviles económico-políticos. Este marco simplificado fue a su vez rápidamente subdividido y ramificado en cien versiones y controversias. Para acabar, el único consenso radica en el disenso. Para las mentes ilustradas, toda indicación, incluso ligera, de concordancia o de convergencia tiene que ser puesta bajo sospecha política y filosófica.
Este desacuerdo febril y vehemente traduce un temor y una reprobación más fuertes que los que inspira la violencia fanática. Se trata en verdad de una especie de miedo pánico a ser crédulo, que se apodera de muchos de entre nosotros con la idea de una comunidad artificial y manipulada — nacional, religiosa, identitaria en general y figural, como desde hace treinta años no se ha dejado de denunciarlas. Ahora bien, la exactitud indiscutible de estas denuncias no debe llevar a olvidar en nombre de quién las pronunciamos. En el horizonte, flota el bosquejo de una comunidad verdadera, que sólo tendría su causa en sí misma. Una comunidad-sujeto, autofundada y autogestionada. Todos estamos —todos los “ilustrados”, los “críticos”, los “no-crédulos”— adosados a este pensamiento. Sin embargo, es preciso que guardemos una desconfianza: este considerable esbozo indeterminado bien podría volverse insesiblemente, por medio de su inconsistencia, un gadget ideológico, es decir, una vez más una manera de mantener el nihilismo.
Tal pensamiento se ha llamado el comunismo — el mismo que Sartre denominaba como nuestro “horizonte insuperable”. No lo hemos superado, en efecto. Sin embargo, se ha nublado, si no es que disuelto, en una lontananza más y más vaga a medida que se dibujaba con trazos más acerados la empresa de otra comunidad, la comunidad de la “equivalencia general de la mercancía” unida a la equivalencia de las técnicas indefinidamente autoengendradas. Estos dos sistemas componen un conjunto autofundado y autogestionado cuya característica es precisamente no tener otro fin que su propia expansión. ¿Acaso será que tenemos que repasar todo nuestro pensamiento de la “autonomía” y del “sujeto de sí mismo”? De esto se ha hablado mucho desde hace tiempo, durante la época de la “crisis del sujeto”. Parece ser que hoy ya no se piensa en ello.
Para Marx, la “misión histórica” del capitalismo era, por medio de la activación de una palanca revolucionaria, permitir la distribución a todos de los bienes sobreabundantemente producidos en la autoproducción histórica del hombre. Estos bienes tendrían que acabar por componer la humanidad del hombre, bienes que serían apropiados no de manera “privada” ni de manera “colectiva” sino “individual”. Tales son las palabras de Marx (ver por ejemplo El capital I, 24).
Sin duda seguimos sin haber comprendido lo que Marx mismo sin duda no sabía verdaderamente pensar a través de esta palabra, “individual”. Ahora bien, si este “individuo” se distingue de lo “privado”, es porque no es el ejercicio de un átomo separado. Sólo es el “uno”, cada uno, según la relación, según toda la diversidad de las relaciones. La relación en efecto jamás es una ni única. Tampoco es “algo” y no atañe ni a una equivalencia ni a una autofinalidad. Las relaciones son el elemento del sentido, es decir, del reenvío de unas a otras. El sentido, por su parte, tampoco es uno ni único. Lo común —eso que ni “comunidad” ni “comunismo” nombran, eso que sin duda no tiene nombre propio— se sitúa más allá de la autosuficiencia al igual que más allá de la dependencia.
Este doble sobrepasamiento del “ipse” y del “alien” se ha llamado “trascendencia”. Esta palabra designa un acto, no un ser: un movimiento por el cual se va fuera de la simple identidad, de la igualdad consigo mismo, de la equivalencia (y por tanto de la inmanencia) de todos y de todo. Es perfectamente posible nombrarlo “sentido”. De esto se puede concluir que Marx, el más manifiesto de los comunistas, tenía en mente la trascendencia del sentido. O incluso, que tenía en mente el sentido —el del “hombre total”— como una trascendencia con respecto al mundo de la pura necesidad. Decir esto de Marx sorprenderá sólo a los ignorantes.
Se sigue también que la necesaria revolución ha de ser una revolución del sentido. De un sentido conferido a lo común por una instancia que engloba (una logística soberana, ideo- o tecno-lógica) a lo común como lugar de sentido. Esto supone un principio de inequivalencia: todo no vale todo, y la equivalencia monetaria o técnica no vale, estrictamente, nada. Tampoco hay “valores” ya dados e identificados. Valer es hacer sentido. Nadie es detentor del sentido, ni de una medida del sentido. Pero cada uno es emisor y receptor suyo. Tal vez sea esto la propiedad “individual” de Marx.
Lo común no tiene que representarse como el sujeto del sentido sino como su lugar. El lugar donde surge, venido de otra parte, siempre, de alguna otra parte incalculable, lo que hace nacer culturas, lenguas, costumbres, formas, acentos, gustos, colores, saberes, leyes y sueños. Esto no es ni espontáneo ni calculado: se configura a partir de nadie, de todos y de lo incalculable. Se recibe tanto como se desea. Pero no se fabrica con herramientas ni se conquista con armas — nunca solamente. En suma aquello que se denomina civilización, o forma de vida común. Una revolución del sentido supone nada menos que una mutación de civilización. Tiene que ser, será de amplitud comparable a la que engendra el capitalismo o a la que puso fin al mundo antiguo. Es admisible pensar que a través de nuestras convulsiones ya ha comenzado, más comúnmente de lo que sospechamos.
Jean Luc Nancy, Un sentido común, Libération, 26/02/2015
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