El valor pedagògic de la mort.
Los intentos más elaborados por negar a la muerte su carácter irreparable
los han realizado las religiones. No es extraño, teniendo en cuenta que el
miedo a la muerte está en el origen del fenómeno religioso. Al prometer al ser
humano una vida trascendente las religiones otorgan un carácter personal a una
exigencia de la razón humana que Kant
desarrolló magistralmente. Según él, la razón exige que la felicidad y el bien
moral terminen encontrándose: si bien es verdad que la conducta moral no busca
la felicidad sino el cumplimiento del deber, también lo es que quien obra
moralmente es digno de ser feliz. Y es evidente que en este mundo la felicidad
y el bien moral no suelen coincidir: sobran ejemplos de canallas que viven muy
bien y buenas personas que sufren durante toda su vida. Para Kant, un ilustrado confeso que confiaba
en la racionalidad del mundo, esta armonía entre el bien moral y la felicidad
debía cumplirse más allá de la muerte, ya que en esta vida no lo hace. Kant no pretende que esto constituya
una demostración de la inmortalidad del alma, sino lo que él llama un
postulado, es decir, una exigencia o una reclamación de la razón, pero nunca
una prueba. No cabe duda de que está en lo cierto al afirmar que la razón exige
esta coincidencia; de lo que cabe dudar es de que este mundo esté regido por
una razón que siempre consigue llevar a la práctica sus exigencias. Quienes no
compartimos la confianza kantiana en la racionalidad del mundo no podemos negar
que sería deseable una vida ultraterrena que corrigiera los desequilibrios
entre felicidad y bien moral que afean nuestra historia temporal. Pero, como
dijo alguien, la sed no prueba la fuente: el único motivo para creer en esta
armonía final lo constituye nuestro deseo y tenemos sobradas pruebas de que los
deseos no incluyen ninguna garantía de cumplimiento. No se puede pedir tanto a
la razón: una justicia universal impartida por un Dios personal capaz de juzgar
a cada uno de nosotros y concederle una inmortalidad acorde con sus méritos
constituye una aspiración desmesurada. Además, la apuesta de Kant por una justicia ultra- terrena
implica postular para ese Dios las cualidades de justiciero y benevolente, cosa
que entra en contradicción con el resultado de esta creación suya, en la cual
proliferan las injusticias y el dolor absurdo. ¿Qué clase de juego perverso
sería el de un creador que condenara arbitrariamente a tantos inocentes a una
vida intolerable aunque la compensara más tarde con la felicidad en el otro
mundo?
¿Significa esto que la vida humana es una pasión inútil, como pensaba Sartre, ya que la muerte hace imposible
que la libertad consiga su propósito de convertirse en ser en sí? Considerar
absurda la vida por esa razón implica que no se ha abandonado del todo la
aspiración religiosa a la vida eterna: la filosofía del absurdo constituye una
negación de la fe religiosa pero a la vez una protesta por el incumplimiento de
sus promesas. Creo que no hay razón para ninguna protesta, porque no ha habido
ninguna promesa. El absurdo de Sartre
culpabiliza la muerte y revela que el autor no se ha desprendido de esa
aspiración a la inmortalidad que está en el origen de las religiones y se
indigna porque no se cumple. Identificar el absurdo con la contingencia implica
acudir a una instancia metafísica que Sartre nunca hubiera aceptado. Si acaso,
la única protesta legítima podría justificarse en la contradicción entre felicidad
y bien moral que preocupaba a Kant.
Pero hasta esa contradicción tiene su valor didáctico: deja en nuestras manos
esa conciliación imposible y nos convence de que no se puede confiar esa tarea
a una naturaleza amoral por definición.
Muy distinta es la protesta ante el absurdo de las muertes injustas y
evitables, como los millones que mueren de hambre cada año o las víctimas de
crímenes privados o públicos. Pero en ese caso la protesta no se dirige contra
la muerte misma sino contra las decisiones humanas que la han provocado; si el
término absurdo implica un atentado
contra la razón, la única razón a la que podemos someter a juicio es la razón
humana. La naturaleza no entiende de absurdos ni de sentidos.
La vida humana es finita y esta es a la vez su límite y su grandeza, aunque
Epicuro y Spinoza, por ejemplo, hayan querido expulsarla de la existencia.
Más nos vale aceptarla tal como es y reconocer que la vida misma implica la
realidad de la muerte antes que aspirar a otros modelos que no son los nuestros
o indignarnos porque la naturaleza no nos haya hecho como nosotros queremos. La
presencia de la muerte a lo largo de toda la vida constituye una invitación a
la modestia. Su valor pedagógico consiste en convencernos de que no somos tan
importantes, de que ocupamos un lugar minúsculo no solo en el espacio sino
también en el tiempo; aceptar esa pequeñez ayuda a jerarquizar el contenido de
la vida y colocar su dramatismo en sus justos términos. Por eso cualquier
intento de negar la muerte o buscar paliativos a su carácter último está
condenado al fracaso. Reconociendo, por supuesto, la contradicción que implica
esta aceptación y la inevitable resistencia que tenemos a asumirla.
Reconciliarse con la finitud es la única respuesta al carácter trágico de la
existencia humana, aunque esta reconciliación no constituya ninguna salida que
nos evite, ni siquiera que disminuya, el dolor y el miedo ante una ley de la
naturaleza que no por necesaria resulta menos intolerable para nosotros. Dice
un verso de Jorge Guillén: “El muro cano va a imponerme su ley, no su
accidente”. Y Píndaro, en un verso citado por Albert Camus en su Mito de
Sísifo: “No te esfuerces, alma mía, en alcanzar una vida inmortal; agota
los recursos que te permitan tus limitaciones”.
Augusto Klappenbach, Defensa de
la muerte, Claves de razón práctica nº 238, enero/febrero 2015
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