Pensar a l'estil de Hume.
David Hume |
Siempre que la filosofía ha tratado de emular a la ciencia ha desvirtuado su esencia originaria. Ese intento de emulación, tan vano como fallido, explica algunos de los extravíos de las tendencias filosóficas contemporáneas, que parecen desconocer que, en último término, la filosofía es un género literario: es literatura conceptual.
Las ciencias de la naturaleza tienden a la especialización y describen los procesos repetitivos de una región específica del mundo, mientras que la filosofía está llamada a hacerse cargo del todo del mundo y se pregunta por el “ser” de éste (aquello que lo hace inteligible), no por las particularidades de los entes que lo componen. Y aún más importante, la verdad de las ciencias reside en su verificación empírica en el laboratorio o en el experimento, una validación replicable tantas veces como se quiera si se repiten las condiciones dadas, mientras que la filosofía nunca, nunca, ha sido ni puede ser sometida a verificación empírica, como tampoco lo han sido ni lo pueden ser la poesía, la novela o el teatro.
¿De qué naturaleza es, pues, la verdad de la filosofía de Platón, Locke, Kant o Bergson? De exactamente la misma que las obras de Homero, Sófocles, Dante, Shakespeare o Tolstói. Estos nombres siguen siendo nuestros contemporáneos a despecho del tiempo transcurrido desde que escribieron lo suyo porque la lectura de las literaturas de unos y de otros, filósofos y poetas por igual, sin distinción en este aspecto, es todavía hoy fecunda y significativa para nosotros. De modo que lo que el laboratorio es para la ciencia, lo es para la literatura (incluida la filosofía), ese aplauso continuado y sostenido durante siglos que las personas dotadas de buen gusto dedican a una obra maestra de la imaginación. En resumen, el laboratorio de las humanidades se halla en ese consenso trenzado por generaciones acerca de la excelencia de dicha obra y de su indeclinable actualidad.
De la naturaleza literaria de la filosofía se siguen dos consecuencias para ésta.
La primera se refiere al estilo. Cuando la filosofía aspira a ser una ciencia, imita su lenguaje codificado, jerga reservada a iniciados, tan alejada de ese lenguaje natural usado, por ejemplo, por Platón en sus diálogos o por Descartes en esa deliciosa pieza autobiográfica que es el Discurso del método. Lenguaje natural, sí, pero de estilo elevado, elegante y bello, literariamente eficaz. Si la verdad de la filosofía pende de la aceptación de los lectores, que se convencen por la fuerza puramente lingüística de lo escrito y sin prueba empírica que lo corrobore, el filósofo ha de desarrollar un sentido poético para juntar palabras —como el compositor para juntar notas o el pintor para combinar líneas y colores— y, una vez juntadas, para usar con destreza los recursos retóricos disponibles a fin de producir un texto capaz de mover al lector y captar su asentimiento intelectual. Este cuidado por el estilo supone un esfuerzo adicional para el filósofo, pero añade encanto y sugestión a su obra, pues, como dijo Samuel Johnson, “what is written without effort is in general read without pleasure”.
La segunda de las consecuencias tiene que ver con el contenido. Los novelistas ¿escriben sus novelas para que las lean sólo otros novelistas? No. Pues de igual forma no hay razón para pensar que un filósofo ha de escribir su literatura para entretenimiento o solaz exclusivamente de otros filósofos como él, enredados en debates librescos. El verdadero filósofo, como el novelista, se dirige a la persona común, no especializada, y aborda en su filosofía las cuestiones generales que conciernen a ésta, que son las de todos. Aunque se informa de lo que ha dicho la tradición filosófica a través de los libros, luego la entera tradición se pone al servicio de la dilucidación del enigma de vivir porque su discurso no gira en torno a los prestigiosos títulos que componen el canon, sino en torno a cómo hacer más sabia nuestra vida, más consciente, más entusiasmada, más significativa, más digna de ser vivida. Dice Hegel que “filosofía es el propio tiempo captado por el pensamiento” y, en efecto, la filosofía convida a una mejor comprensión del tiempo que vivimos y que somos, haciendo más luminosa la experiencia de nuestra mortalidad. Como si anduviéramos a tientas por la habitación chocando con los muebles y de pronto prendiéramos la luz del interruptor: nada cambia fuera, pero todo se ve mejor y eso nos cambia por dentro.
Por supuesto que hay diferencias entre la literatura poética y la filosofía, aunque ambas nacen de una primera visión originaria que desencadena una emoción y un eros, el sustrato del quehacer filosófico, como recordó Scheler. Por usar la conocida dicotomía de Wittgenstein, la poesía muestra, mientras que la filosofía dice. Es decir, la poesía conmemora el mundo mientras que la filosofía lo define. Y este intento de apresar el mundo en una definición y de convertir el eros en idea, exige lo que también Hegel llamó el “duro trabajo en el concepto”.
Muy joven, esbozó Hume un breve artículo, De escribir ensayos, que luego no incluyó en la reunión posterior de sus escritos. Allí distingue entre eruditos (que buscan la verdad en soledad) y conversadores (que experimentan el placer de exponerla en sociedad). Lamenta la separación en su tiempo entre unos y otros, lo que da lugar a esa filosofía sin placer ni experiencia, cultivada por hombres carentes de modales y de gusto por la vida, de un lado; y de otro, a esa conversación abocada a la cháchara interminable y tediosa. Hume se presenta como un ciudadano del Estado de la erudición enviado como embajador al reino de la conversación.
Como Hume, nosotros.
Javier Gomá Lanzón, Filosofía como literatura conceptual, Babelia. El País, 03/01/2015
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