Marbre.


A los 60 años de edad, a los 75 años de edad, a los 81 años de edad, a los 93 años de edad... Las calles del cementerio repiten como una cantinela la edad de los ocupantes de los nichos y tumbas que si de algo carecen ya es precisamente de edad. Desde que expiraran, cumplen los años al revés. Fallecido a los 70 años de edad, a los 55 años de edad, a los 35 años de edad... De súbito, el ritmo se quiebra y aparece un muerto de 20 años de edad, o de dos años de edad, incluso de unos meses o unos días de edad. Se libraron de la vida, o se la perdieron, no hay forma de adivinar qué habría sido de ellos o de nosotros si hubieran resistido hasta los 95 años de edad y hubieran tenido descendencia de equis años de edad...

Abundan las flores de plástico, que no presuponen un muerto artificial, ni siquiera un dolor falsificado. Tampoco las frescas son la prueba de un difunto auténtico o de unos deudores genuinos. La arquitectura mortuoria, tan monótona y pese a ello tan diversa, genera también diseños emocionales tópicos e inauditos a la vez. Se va uno volviendo de mármol a medida que recorre los callejones de la necrópolis.

Tú mueres extrañamente en los difuntos mientras ellos reviven extrañamente en ti. En cuanto a los nombres, muchos evocan el de algún familiar o amigo, el de algún adversario, muchos muertos se llaman como tú y tuvieron de vivos las edades por las que tú has pasado.

Llama la atención sin embargo que una mujer, de nombre Prudencia, falleciera a los 18 años. Quizá no era tan cuerda como sugiere su nombre.

Por encima de la tapia asoma de pronto el cartel de una autopista en el que aparece escrita, sobre el fondo azul característico de estas señales de tráfico, la siguiente leyenda: "Todas las direcciones". ¿Todas?

Juan José Millás, Difuntos, El País, 04/11/2011

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