En arameu deute i pecat són el mateix.

“Hemos estado viviendo por encima de nuestras posibilidades, por eso ahora toca una cura de austeridad”: una frase que provoca ampollas entre las gentes de izquierda, como nuestra amiga, la joven economista Bibiana Medialdea. Y tiene razón en revolverse contra este diagnóstico –al menos desde cierto conjunto de problemas.

Pensemos en la sanidad pública, por ejemplo. La nuestra es universal –lo que no ocurre en demasiados países del mundo–; es barata, se mire por donde se mire; y es muy eficiente. Con un gasto público por habitante de apenas 3.067 dólares por habitante (frente a 5.352 de Noruega o 7.960 en EEUU), las prestaciones son muy superiores al promedio de la UE y obtenemos resultados de entre los mejores de la OCDE (y la UE) (baja mortalidad infantil, la segunda mayor esperanza de vida, y cobertura prácticamente universal). Nos gastamos en sanidad pública sólo el 6% del PIB, menos de 70.000 millones de euros[1].

Pensemos en la alternativa: en países muy ricos como EEUU, pero sin cobertura universal, la gente que por una razón u otra queda desprotegida muere por enfermedades en principio curables. En Méjico uno entra en quirófano desnudo, pero con un fajo de billetes en la mano…

Y la sanidad y la educación pública se universalizaron en España a mediados de los años ochenta, cuando el PIB por habitante era de unos 5.000 dólares. Hoy, cuando la riqueza se ha multiplicado por seis (suponiendo que el PIB por habitante sea una medida de la riqueza, lo que es mucho suponer) ¿no vamos a poder permitírnoslo?[2] Algo no cuadra aquí…

Lo que no cuadra lo explican bien Bibiana y otros jóvenes economistas en un librito excelente que acaban de publicar, Quiénes son los mercados y cómo nos gobiernan. No es un problema de gasto excesivo o de mala gestión –aunque sin duda pueden mejorarse aspectos de gestión: no hay gestión perfecta en este mundo, igual que no hay traducción perfecta–, sino de insuficiencia de ingresos, por la desfiscalización de las rentas del capital y las rentas salariales más altas. Claro que nos podemos permitir una sanidad pública universal de alto nivel, claro que nos podemos permitir una educación pública gratuita “de excelencia” (por emplear un témino, “excelencia”, que ha terminado por vehicular una considerable dosis de ideología neoliberal/ neoconservadora), claro que podemos atender bien a ancianos y jubildadas: necesitamos para ello una estructura económica y tributaria más justa.

Pero con esto ¿ya lo hemos dicho todo? Creo que no.

Pensemos en la campaña QUIÉN DEBE A QUIÉN. Se pide 1) abolición de la deuda externa y 2) restitución de la deuda ecológica.

Una operación compleja: abolir ciertas deudas, reconocer otras nuevas… Hay deudas legítimas y otras ilegítimas. Hay incluso deudas “odiosas”. En el antiguo Israel la ley mosaica prescribía un año sabático cada siete años, momento en el que todas las deudas eran canceladas[3]…

Reconozcamos desde luego que las deudas que no pueden pagarse tampoco deben pagarse. Y la masa de obligaciones de pago que el sistema financiero ha creado en el período de la globalización neoliberal-neoconservadora –mediante la creación de “dinero bancario”, “dinero financiero” y “capital ficticio”– no puede pagarse: los deudores de estos acreedores –los deudores son, en última instancia, el sistema productivo “real” y la biosfera, el trabajo y la naturaleza— no disponen ni dispondrán de bienes suficientes para hacer frente a estos pagos.

(Es cierto, por otra parte, que en su origen buena parte de esas deudas son fraudulentas e ilegítimas: pero, además, sencillamente no pueden pagarse.)

Hay sin embargo un problema que no terminamos de abordar: para la izquierda keynesiana (y marxo-keynesiana), crecer mediante deuda es casi irreprochable.

Pero desde la economía ecológica, no se puede continuar la huida hacia delante implícita en la estrategia de crecer mediante deuda, y “austeridad” no es en todos los contextos una mala palabra.

Endeudarse para crecer y crecer para pagar las deudas: no podemos seguir dando vueltas dentro de esa máquina infernal.

Una obviedad: el keynesianismo no es de izquierdas. El keynesianismo es capitalismo inteligente, no autodestructivo. El “ecokeynesianismo” incorporaría un poco de racionalidad ilustrada “verde”, pero seguiría sin ser lo que necesitamos en el siglo XXI.

Necesitamos ecosocialismo, y eso ha de incluir una macroeconomía de steady-state, de equilibrio, lo llamemos como lo llamemos.

Vuelvo a la frase con la que empezaba: “Hemos estado viviendo por encima de nuestras posibilidades, por eso ahora toca una cura de austeridad”. En lo que se refiere a nuestra “deuda ecológica” es la pura verdad.

En los dos decenios que precedieron a 2007 ¿quién criticaba la construcción de aeropuertos, líneas de AVE y kilómetros de autopistas –que eran a la vez despilfarro de recursos sociales y ataques contra la sostenibilidad ecológica? Sólo se oponía el movimiento ecologista, prácticamente en solitario.

Y todavía hoy somos poquísimos quienes pensamos que los vuelos low-cost no son una conquista democrática, sino un atentado contra las posibilidades de vida decente en el planeta Tierra.

En EEUU, en 1950, se introducen las tarjetas de crédito.

Petros Márkaris, el escritor griego, dibuja en su novela negra Con el agua al cuello el sufrimiento, el desconcierto y la rabia de sus conciudadanos y conciudadanas en la presente crisis. Señala que la mitad de la población griega vive (o más bien vivía) de créditos: créditos hipotecarios, al consumo, para el coche nuevo, para las vacaciones… “Es un sistema que funciona a base de dinero virtual, éramos ricos porque teníamos dinero vietual, pero ese dinero nunca existió y así hemos llegado a los servicios sociales colapsados y al borde de la bancarrota”[4].

Apreciamos una doble desconexión (en el sentido de Keith Farnish): 1) de lo financiero respecto de la economía real, productiva; 2) de la economía (tanto financiera como productiva) con respecto a la biosfera. Distinguir entre los tres niveles resulta esencial.

Y si lo primero más o menos se ve, lo segundo sigue básicamente sin tomarse en cuenta… (Cf. el artículo de Moisés Naím ya comentado en este blog, en la entrada del 31 de octubre “Negacionismo: no sólo referido al calentamiento global”.)

Los mercados financieros –nos explican Bibiana Medialdea y otros economistas–, intensamente desregulados desde los años ochenta del siglo XX, no se limitan a cumplir la función de suministrar crédito o facilitar las inversiones… Presentan una tendencia intrínseca a acumular “capital ficticio” y a generar burbujas desconectadas de la economía real que, al estallar, provocan graves crisis[5]. Pero también la “economía real” está desconectada de la “Gran Economía” de la biosfera…

Otro economista, Joan Martínez Alier, recoge importantes ideas de Frederick Soddy (1877-1956), quien fue premio Nobel de química en 1921 (por sus notables contribuciones al conocimiento de la química radiactiva y las investigaciones sobre la existencia y naturaleza de los isótopos). Lo que nos interesa aquí es su penetrante análisis de los fenómenos monetarios y sus propuestas de reforma financiera[6]. Dejemos hablar a Martínez Alier: “Es fácil para el sistema financiero hacer crecer las deudas (tanto del sector privado como del sector público), y es fácil también sostener que esa expansión del crédito equivale a la creación de riqueza verdadera. Sin embargo, en el sistema económico industrial, el crecimiento de la producción y el crecimiento del consumo implican a la vez el crecimiento de la extracción y destrucción final de los combustibles fósiles. La energía se disipa, no puede ser reciclada. En cambio, la riqueza verdadera sería la que se base en el flujo actual de energía del sol. La contabilidad económica es por tanto falsa porque confunde el agotamiento de recursos y el aumento de entropía con la creación de riqueza.”

Y también: “La obligación de pagar deudas a interés compuesto se podía cumplir apretando a los deudores durante un tiempo. Otra manera de pagar la deuda es mediante la inflación (que disminuye el valor del dinero) o mediante el crecimiento económico que, no obstante, está falsamente medido porque se basa en recursos agotables infravalorados y en una contaminación a la que no se da valor económico. Esa era la doctrina de Soddy, ciertamente aplicable a la situación actual. Fue sin duda un precursor de la economía ecológica.”[7]

Con la crisis que empezó en 2007, un nivel de insostenibilidad ya ha sido desenmascarado ante los ojos de todos: en España, “economía del ladrillo”, deuda, bajos salarios, escasa cualificación laboral, depredación del territorio, corrupación inmobiliaria y política, hipotecas donde queda uno entrampado… Y finalmente desplome económico que se lleva por delante la protección social y la ciudadanía democrática.

Pero hay otro nivel de insostenibilidad que la mayoría social sigue sin ver, y muchas personas negándose a ver: me refiero a lo ecológico-ambiental. Importa entender bien este “modelo de los tres niveles”. Cedo de nuevo la palabra a Joan Martínez Alier:

“La economía tiene tres niveles. Por encima está el nivel financiero que puede crecer mediante préstamos al sector privado o al estado, a veces sin ninguna garantía de que esos préstamos puedan devolverse como está ocurriendo en la crisis actual. El sistema financiero toma prestado contra el futuro, esperando que el crecimiento económico indefinido proporcione los medios para pagar los intereses de las deudas y las propias deudas. Los bancos dan crédito mucho más allá de lo que han recibido como depósitos, y eso tira del crecimiento económico al menos durante un tiempo.

Por abajo está lo que los economistas llaman la economía real o la economía productiva. Cuando crece, realmente eso permite pagar una parte o toda la deuda. Cuando no crece lo suficiente, quedan deudas por pagar. La montaña de deudas había crecido en el 2008 mucho más allá de lo que era posible pagar con el crecimiento del PIB. La situación no era financieramente sostenible.

Pero tampoco el PIB era ecológicamente sostenible pues en el tercer nivel, por debajo de la economía real o productiva de los economistas, está la economía real-real de los economistas ecológicos, es decir, los flujos de energía y materiales cuyo crecimiento depende en parte de factores económicos (tipos de mercados, precios) y en parte de los límites físicos. Actualmente, no solo hay límites físicos en los recursos sino también en los sumideros: el cambio climático está ocurriendo por la quema excesiva de combustibles fósiles y por la deforestación, amenazando la biodiversidad.” [8]

Es un despropósito que el poder financiero domine a la economía productiva, y que a su vez la economía domine a la sociedad y a la naturaleza. Como Susan George ha explicado más de una vez, las prioridades deberían ser precisamente las inversas: naturaleza y sociedad por delante de la economía, y ésta por delante del sector del crédito y las finanzas.

Austeridad, desde lo financiero y la economía productiva: recortes en el gasto público (en educación, sanidad, pensiones…) para garantizar elevadas rentabilidades a los capitales privados.

Austeridad, desde la economía “real” y lo biosférico: dejar de comer carne (yo preferiría: autorregular colectivamente ése y otros consumos) para que todos y todas podamos comer adecuadamente, en sociedades sostenibles. Estas dos clases de austeridad no tienen nada que ver…

Daniel Tanuro en El imposible capitalismo verde, capítulo 10: “Evitar un vuelco climático sin recurrir a tecnologías propias de un aprendiz de brujo sólo será posible si reducimos radicalmente el consumo de energía y, en consecuencia, tanto la transformación como el transporte de materias. Los seguidores del decrecimiento tienen el mérito de haber introducido la cuestión en el terreno político. [9]

Margaret Atwood en Pagar (con la misma moneda): “La Naturaleza es una experta en análisis costo-beneficio. Aunque ella calcule las cosas de otra forma. Por lo que se refiere a las deudas, ella siempre cobra una vez transcurrido un largo período de tiempo. (…) Nuestro sistema tecnológico es como el molino que muele cualquier cosa que se le ordene, pero nadie sabe cómo pararlo. El resultado final de una explotación tecnológica de la Naturaleza absolutamente eficaz sería un desierto sin vida: el capital natural se habría agotado, devorado por las fábricas de producción, y la consiguiente deuda con la Naturaleza sería infinita. Pero mucho antes de que eso suceda, llegará el momento en que la Humanidad deba devolver lo que se ha gastado.”[10]

En un gran cartel (de Corriente Roja) pegado bajo la ventana de mi despacho, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UAM, en este otoño de 2011: NO PAGAR LA DEUDA. No pagar ha sido una consigna muy popular entre los deudores desde el comienzo de los tiempos, pero pagar las deudas legítimas es una cuestión básica de responsabilidad.

Pagar las deudas está vinculado con el sentido humano de la justicia (“dar a cada cual lo suyo”) y no estamos contra la justicia, ¿verdad?
El espacio de la responsabilidad: la delgada franja entre la sobrerresponsabilización (y culpabilización) del individuo a la que empuja ese capitalismo transformador de todos los males sistémicos en problemas individuales, y la huida de la responsabilidad (el “miedo a la libertad”) con que tratamos de hacernos la vida más fácil.

Dicen los filólogos que en arameo antiguo, la lengua que hablaba Jesús de Nazaret, “deuda” y “pecado” son la misma palabra. Nos conviene separarlos, distinguir el ámbito religioso del pecado frente al ámbito laico de la deuda y la responsabilidad. Pero no para arrojar la responsabilidad al cubo de la basura.
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[1] Son datos oficiales de la OCDE. Una síntesis en Emilio de Benito, “La salud es barata, pero ¿la podemos pagar?”, El País, 4 de noviembre de 2011. Ignacio Escolar en Público (14 de noviembre de 2011) da la cifra del 6’6% del PIB en sanidad pública, y el 3’1% en atención privada: entrambas suman el 9’7% del PIB (compárese con el 11’3% de Alemania o el 16’2% de EEUU).

[2] Como señala Escolar, “que nuestra sanidad pública sea tan eficaz como barata significa que es uno de los mejores sistemas de salud del planeta, como así se reconoce desde fuera de España. Su eficiencia desmiente también dos falsedades: que el sistema sanitario español sea un lujo insostenible y que lo privado funcione siempre mejor que lo público” (“Una sanidad impagable”, en Público, 14 de noviembre de 2011).

[3] Deuteronomio, capítulo 15, versículos 1 y 2.

[4] “Es imposible no estar furioso con Europa”, entrevista a Petros Márkaris en El País, 1 de noviembre de 2011.

[5] Bibiana Medialdea (coord.), Quiénes son los mercados y cómo nos gobiernan, Icaria, Barcelona 2011, p. 16.

[6] Su obra básica en este terreno: Wealth, Virtual Wealth and Debt. The Solution of the Economic Paradox (George Allen & Unwin, Londres 1926).

[7] Joan Martínez Alier, “La crisis económica, vista desde la economía ecológica”, publicado en http://www.sinpermiso.info/ el 2 de noviembre de 2008.

[8] Joan Martínez Alier, “La crisis económica, vista desde la economía ecológica”, publicado en http://www.sinpermiso.info/ el 2 de noviembre de 2008.

[9] El investigador y militante belga continúa: “Sin embargo, el decrecimiento no constituye un proyecto de sociedad, es sólo un imperativo cuantitativo de la transición. Bien es cierto que es un imperativo mayor, que plantea desafíos nuevos a toda estrategia de transformación social. Pero la forma de afrontarlos no está definida en el plano cualitativo, y es precisamente eso lo que explica la coexistencia de corrientes «decrecientes» de izquierda y de derechas, diametralmente opuestas…”

[10] Margaret Atwood en Pagar (con la misma moneda), Bruguera, Barcelona 2011, p. 195 y 216.


Jorge Reichmann, Sobre deudas, austeridad y ecosocialismo, 17/11/2011
http://tratarde.wordpress.com/2011/11/17/sobre-deuda-austeridad-y-ecosocialismo/



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