Saber dispers.


Nada se acumula, todo se dispersa. El conocimiento que siempre pesaba (siempre contaba) y hasta el conocimiento superior que tenía peso histórico se halla ahora flotando, posiblemente, sobre una nube.
La nube de la informática es ya capaz de acumular miles de millones de datos que forman repertorios del saber tan colosales como inasibles informaciones tan importantes como carentes de toda monumentalidad, física y visual.

Entre las seis bibliotecas más grandes del mundo en el siglo XXI (Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, la Biblioteca a Británica, la Biblioteca Nacional de Francia, la Nacional de España, la Vaticana y la de Alejandría), la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, con sede en Washington y fundada en 1800, cuenta con más de 128 millones de volúmenes y presenta un desfile de 460 lenguas.

El bulto de ese saber es una supermasa de miles de toneladas de papel y de cientos de kilómetros de longitud, lomo a lomo. Este espacio extenso, que se alza como una herencia majestuosa, es la consecuencia del saber guardado y acumulado. El saber estibado, que sería patrimonio contable y gigante. Enorme escultura del conocimiento trabajosamente adquirido y esculpido.

Ahora, sin embargo, saber es algo equivalente a sorber. O menos todavía, similar a catar. Los más jóvenes aprenden de aquí y de allá en pequeñas porciones que apenas lamen, informaciones fragmentadas que una vez en la mente no siempre son metabolizadas para crear musculatura intelectual.

La ligereza en la lectura, en la visión del arte, en aprendizaje del tour turístico, en el videojuego o en la comunicación del chat, proporcionan un infinito número de escamas culturales casi traslúcidas, aprovechables para una navegación ocasional y diluidas si no son directamente pertinentes en el viaje posterior.

Se aprende no colmando un arca determinada o engrandeciendo las provisiones de su contenido sino recibiendo cada novedad como un producto de consumo útil, aplicable y desechable si no posee poco después una funcionalidad eficaz.

Así, las casas no se llenan ya de libros ni de discos. Hay dispositivos que, sin apenas espesor, pequeños y livianos son capaces de la máxima captación. Sustituyen de este modo invisible a los muchos litros que formaban las fuentes manchadas de tinte, en el lienzo, en la partitura o en la redacción.

La opción a la consulta sigue viva, pero ha muerto el fornido cuerpo de su autoridad. Ahora son sus partículas superficiales, una a una, las que sin materializarse atienden a la demanda de información. De hecho la vieja cultura se ha descorporeizado tanto que en esa transustanciación ha llegado a cambiar su previa naturaleza y puesto que no se presenta majestuosamente se le retira la devoción. Puesto que no impresiona ni pasma, se le pierde consideración.

La cultura se hace atmósfera o medio ambiente, se desvanece en lo intangible del entorno y hace imposible la reverencia en peregrinación hacia santuario alguno. De ese modo, puede decirse que no se tiene destino o no se tiene cultura, teniéndolos, al referirse al estado de la juventud digital. No tienen, efectivamente, una cultura que densa, que se aprese o se adore pero la disfrutan aunque, físicamente, no la posean.

La música se halla por todas partes, la estética se ha dispersado en mil manifestaciones del diseño, la escritura ha poblado la red. No es una Cultura Sagrada como tampoco esta historia presente, compuesta de accidentes tras accidentes, sucesos y sucesos explosivos, lo es. La Historia ha caído hasta la gacetilla y las grandes sentencias del pensamiento se acomodan para quedar como titulares de los periódicos. Día tras día, una secuencia de 24 horas se esfuma tras la llegada de otra secuencia del mismo grado temporal tan friable que no puede apegarse fuertemente al primer relato, sino que por sí sola empieza y acaba el vuelo de la narración.

Vicente Verdú, Besuqueos del saber, El País, 17/11/2011

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