Torna la doctrina de l´estat d´excepció permanent (1).


En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt consideró como "desesperados intentos de escapar a la responsabilidad" las múltiples ideologías que, desde mediados del siglo XIX, pretendieron encarnar "las claves de la Historia". El fantasma del comunismo recorriendo Europa, como después lo harían los del fascismo y el nazismo, eran la referencia implícita en la expresión "múltiples ideologías" que utiliza Arendt. Desmoronado el comunismo y derrotados militarmente el fascismo y el nazismo, se podría pensar que Europa estaba, por fin, libre de fantasmas. Y, sin embargo, durante las últimas semanas uno nuevo habría empezado a recorrerla a consecuencia de la crisis del euro y de la deuda soberana. Primero en Grecia y después en Italia, el fantasma de la tecnocracia ha hecho su aparición. El Gobierno de ambos países, cuya gestión económica ha fracasado, se ha visto desplazado por equipos de especialistas que han contado con el voto mayoritario de los respectivos parlamentos.

La fórmula, de apariencia novedosa, evoca a través de inquietantes semejanzas una constelación de respuestas a las situaciones de crisis conocidas y experimentadas desde los tiempos más remotos. En la Roma clásica, el Senado contaba entre sus atribuciones la de nombrar a un dictador para hacer frente a dificultades extraordinarias, como era el caso de la guerra. Se entendía como una medida de excepción vinculada a la situación que debía resolver la dictadura, tras la que el propio sistema político preveía el regreso a la normalidad. Los puntos débiles de este mecanismo tenían que ver no solo con la naturaleza del poder, que entonces y ahora tiende a perpetuarse, sino con la determinación del momento en el que debían considerarse superadas las dificultades extraordinarias y en el que, por tanto, debía cesar la dictadura. En teoría, la determinación de ese momento correspondía al Senado. En la práctica, el dictador disponía de no pocos recursos para hacer que las dificultades extraordinarias se prolongasen y para que, ateniéndose a la lógica estricta del mecanismo, también se prolongase su mandato.

Carl Schmitt tuvo presente el ejemplo de la dictadura romana para elaborar una de sus más controvertidas tesis jurídicas, con la que el ascenso de Hitler se justificaba como estricta aplicación de la Constitución de Weimar. El dictador clásico, lo mismo que el moderno, tenía en su mano prolongar las dificultades extraordinarias por el simple procedimiento de crear otras nuevas, que presentaba como inevitable solución de las que habían aconsejado su nombramiento. Para poner fin a una guerra, el dictador sostenía que era necesario emprender una segunda que acabase de una vez por todas con la amenaza, lo que obligaba a mantener la dictadura. Y, puesto que acabar con esta segunda guerra podía exigir emprender una tercera, y así indefinidamente, el resultado es que el que destila una experiencia larga de siglos: guerra y dictadura son dos caras de la misma moneda. Hacia el interior la dictadura se justifica por la guerra y, hacia el exterior, la guerra se emprende para justificar la dictadura. Sobre este bucle, que puede establecerse partiendo de la guerra pero también de cualquier otra amenaza, sea el terrorismo o una profunda crisis económica, Carl Schmitt construyó la doctrina del estado de excepción permanente, un sumidero por el que la democracia se precipita voluntariamente en la dictadura.

La razón de fondo que explica este mecanismo, esta voluntaria transformación de la democracia en dictadura, guarda una estrecha relación con la legitimidad que funda en última instancia el poder político. El Senado de Roma que daba la orden de instaurar una dictadura, al igual que el parlamento que declara un estado de excepción como los que teorizó Carl Schmitt, parten del sobrentendido de que su legitimidad y la del Gobierno al que confieren el poder es una y la misma. En realidad, a la legitimidad inicial se añade subrepticiamente otra que es la que acaba fagocitando a la primera. En el caso de los regímenes democráticos que otorgan el poder a un Gobierno de excepción para hacer frente a dificultades extraordinarias, esa otra legitimidad es la eficacia en la consecución del objetivo para el que ha sido nombrado. Si las dificultades a las que tiene que hacer frente el Gobierno de excepción es, por ejemplo, una guerra, el general que lo dirija como especialista en el arte militar obtiene su legitimidad inicial del respaldo que ha recibido del parlamento. Pero a esa legitimidad inicial va añadiendo otra que deriva del hecho de que sea capaz de conducir el país a la victoria, y ahí es donde el régimen democrático se adentra en una zona de riesgo. Si el general es derrotado, su Gobierno cae con él y también el régimen democrático que le concedió el poder. Pero en el supuesto de que consiga la victoria, la legitimidad democrática corre el peligro de quedar devaluada frente a la legitimidad de haber ganado la guerra, frente a la legitimidad del vencedor, del hombre providencial.

José María Ridao, Estado de excepción económica permanente, El País, 26/11/2011
http://www.elpais.com/articulo/sociedad/Estado/excepcion/economica/permanente/elpepisoc/20111126elpepisoc_1/Tes?print=1

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