Sòcrates Souza, pediatra.
Para Sócrates el balón fue un adorno de los libros en su infancia, azuzado
por su padre -admirador de los filósofos griegos- para que ejerciera una
"profesión digna". Siempre le atrajo la medicina, pero su talento no estaba en
las manos, sino en los pies, minúsculos (calzaba un 37; algo extraño en alguien
de 1,90 metros) y un tanto deformados porque tenía un hueso desencajado en el
talón, lo que
le permitía tirar, por ejemplo, penaltis de tacón con una fuerza
extraordinaria. Así que cuando se dio cuenta, con 23 años, era jugador del
Corinthians y médico. "Sócrates Souza, pediatra", ponía en el cartel de
bienvenida de su casa. Con los shorts azules y la camiseta ajustada, como en la
época, Sócrates deslumbró al mundo en España 1982 con la afamada
selección de Brasil -también fue el capitán en México 1986-, que desplegó uno de
los juegos más bellos y menos premiados. "Mala suerte y peor para el fútbol",
convino el jugador a pie de campo, nada más ser eliminado por Italia (3-2) en la
segunda fase, lo que se conoce como La tragedia de Sarrià. "No hay que
jugar para ganar, sino para que no te olviden", insistió hace poco. Su selección
lo consiguió, con ese fútbol alegre, un tanto despreocupado, de mucho toque, con
Junior, Serginho, Zico, Eder, Falcao, Cerezo... En medio de cada ataque estaba
Sócrates, siempre con la cabeza alta y los brazos caídos, enganche que danzaba
hacia la derecha, que bien valía para distribuir el cuero que para lanzar
paredes, que para soltar algún centro y llegar desde la segunda línea al
remate.
No le fue bien al 8 salir de su país, al contrario que a su hermano
pequeño Raí, que deslumbró en Francia (PSG) después de aupar al São Paulo de
Telé Santana en la final de la Intercontinental contra el dream team de
Cruyff en el 92. El Doctor no fue feliz siquiera cuando el Fiorentina desembolsó
tres millones por él y puso a su disposición 18 billetes a Brasil por curso, dos
coches y una mansión. A Sócrates le pudo la saudade y regresó a casa, al
Flamengo, y luego al Santos. "El fútbol se agota pronto, por lo que le dedico mi
tiempo. Ya vendrá mi otra pasión, lo que me gusta por encima de todas las
cosas". Se refería a la medicina. Tampoco le fue demasiado bien, quizá porque
sus ideas curativas eran demasiado trasgresoras. Inquieto, sin embargo, probó
como pintor, pero sin clientela ni críticas positivas se centró también en la
música, donde compuso dos discos que se mantienen inéditos. "No se me daba muy
bien", reconocía no hace tanto. Lo suyo era el fútbol. Por eso, en una última
aventura, a los 50, bien cascado, fue durante un mes al Gartforth Town, club
norteño de Inglaterra. Tiempos pasados; tiempos peores. Quizá porque,
paradójicamente, ya no tenía el micro que le dio el fútbol, porque rechazó
meterse en la política, por más que el expresidente Lula y otros se lo
pidieran.
"Los futbolistas somos artistas y, por tanto, somos los únicos que tenemos
más poder que sus jefes", argumentaba el centrocampista. De eso se dio cuenta en
1982, cuando junto a Wladimir y Casagrande, entre otros, además de Adilson
Monteiro, el entonces director deportivo del Corinthians, ya cansados de la
opresión de la dictadura militar de Figueiredo, decidieron crear un curioso
sistema de democracia en el O Timao.
"Para mí", reflexionaba Sócrates; "lo ideal sería un socialismo perfecto,
donde todos los hombres tengan los mismos derechos y los mismo deberes. Una
concepción del mundo sin poder". Por eso defendió a ultranza lo que se conoció
como la democracia corinthiana, forma de gobierno bajo el lema de
"Libertad con responsabilidad", donde el club actuaba como una comunidad de
personas en la que todos sus miembros, desde los suplentes o utileros hasta los
más altos directivos, tomaban en conjunto todas las decisiones que los
afectaban, y en la que todos los votos contaban por igual. La mayoría, el
consenso, mandaba. Así, se establecieron los horarios de los entrenamientos, las
comidas, las alineaciones, fichajes, despidos... todo. Incluso se aprobó la
libertad de acción del futbolista a deshoras fuera de la cancha, nada mejor para
Sócrates, que siempre defendió su derecho a fumar un cigarrillo tras otro, a
beber. "El vaso de cerveza es mi mejor psicólogo", decía con esa voz susurrante,
entremezclada con gallos. Entre otras cosas porque nunca le hizo falta correr
demasiado; le alcanzaba con su cerebro, con sus pies.
Por más que lo defendiera, sin embargo, este admirador de Marx nunca fue uno
más en el vestuario del Corinthians, club que se convirtió en la imagen de la
revolución brasileña en contra de la dictadura, que ya estaba al final de su
mandato. No era raro ver imágenes del equipo, ante sus 80.000 fieles seguidores,
con pancartas antes de los partidos como "Democracia", "Quiero votar a mi
presidente" y "Derechos ya". Ese el otro éxito del Corinthians, que se laureó
con los campeonatos del 82 y, ya en Pacaembú, en 1983, el día de la final
paulista ante 37.000 gargantas alborotadas, voces perdidas entre el ruido... Sócrates marcó el único gol, el del triunfo. Ahora, pelea por
su salud.
Jordi Quixano, Sócrates, el demócrata del fútbol, El País, 03/12/2011
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