Sòcrates Souza, pediatra.

El estadio de Pacaembú a reventar, 37.000 gargantas alborotadas, voces perdidas entre el ruido, aficionados expectantes antes de la final del torneo paulista de 1983, entre el Corinthians y el São Paulo. De repente, un futbolista, estilizado, pelo rizoso, barbado, salta al campo solo, con el brazo alzado y una camiseta con mensaje. "Ganar o perder, pero siempre con democracia", se leía. Más gritos, más fuertes. Era Sócrates Brasileiro Sampaio de Souza Vieria de Oliveira (Belém, Brasil; 1954), el jugador de O Timao, todo un ídolo por su elegancia en el juego, por su filosofía de vida fuera de él, por un manual político valiente, rebelde. Era El Doctor. Querido por muchos porque siempre siguió a rajatabla su ideal, "el de ayudar a los demás", ahora se debate entre la vida y la muerte. "Permanece en estado grave por un choque séptico de origen intestinal", expresó el comunicado médico del Hospital Albert Einstein de São Paulo. Una bacteria que le ha ingresado de urgencia en tres ocasiones en lo que va de año, ahora con respiración asistida. Son, en cualquier caso, los excesos de muchos años con la bebida, algo que también defendió, aunque en los últimos años se recetara, con su ironía habitual, cerveza sin alcohol.


Para Sócrates el balón fue un adorno de los libros en su infancia, azuzado por su padre -admirador de los filósofos griegos- para que ejerciera una "profesión digna". Siempre le atrajo la medicina, pero su talento no estaba en las manos, sino en los pies, minúsculos (calzaba un 37; algo extraño en alguien de 1,90 metros) y un tanto deformados porque tenía un hueso desencajado en el talón, lo que le permitía tirar, por ejemplo, penaltis de tacón con una fuerza extraordinaria. Así que cuando se dio cuenta, con 23 años, era jugador del Corinthians y médico. "Sócrates Souza, pediatra", ponía en el cartel de bienvenida de su casa. Con los shorts azules y la camiseta ajustada, como en la época, Sócrates deslumbró al mundo en España 1982 con la afamada selección de Brasil -también fue el capitán en México 1986-, que desplegó uno de los juegos más bellos y menos premiados. "Mala suerte y peor para el fútbol", convino el jugador a pie de campo, nada más ser eliminado por Italia (3-2) en la segunda fase, lo que se conoce como La tragedia de Sarrià. "No hay que jugar para ganar, sino para que no te olviden", insistió hace poco. Su selección lo consiguió, con ese fútbol alegre, un tanto despreocupado, de mucho toque, con Junior, Serginho, Zico, Eder, Falcao, Cerezo... En medio de cada ataque estaba Sócrates, siempre con la cabeza alta y los brazos caídos, enganche que danzaba hacia la derecha, que bien valía para distribuir el cuero que para lanzar paredes, que para soltar algún centro y llegar desde la segunda línea al remate.

Socrates
No le fue bien al 8 salir de su país, al contrario que a su hermano pequeño Raí, que deslumbró en Francia (PSG) después de aupar al São Paulo de Telé Santana en la final de la Intercontinental contra el dream team de Cruyff en el 92. El Doctor no fue feliz siquiera cuando el Fiorentina desembolsó tres millones por él y puso a su disposición 18 billetes a Brasil por curso, dos coches y una mansión. A Sócrates le pudo la saudade y regresó a casa, al Flamengo, y luego al Santos. "El fútbol se agota pronto, por lo que le dedico mi tiempo. Ya vendrá mi otra pasión, lo que me gusta por encima de todas las cosas". Se refería a la medicina. Tampoco le fue demasiado bien, quizá porque sus ideas curativas eran demasiado trasgresoras. Inquieto, sin embargo, probó como pintor, pero sin clientela ni críticas positivas se centró también en la música, donde compuso dos discos que se mantienen inéditos. "No se me daba muy bien", reconocía no hace tanto. Lo suyo era el fútbol. Por eso, en una última aventura, a los 50, bien cascado, fue durante un mes al Gartforth Town, club norteño de Inglaterra. Tiempos pasados; tiempos peores. Quizá porque, paradójicamente, ya no tenía el micro que le dio el fútbol, porque rechazó meterse en la política, por más que el expresidente Lula y otros se lo pidieran.

"Los futbolistas somos artistas y, por tanto, somos los únicos que tenemos más poder que sus jefes", argumentaba el centrocampista. De eso se dio cuenta en 1982, cuando junto a Wladimir y Casagrande, entre otros, además de Adilson Monteiro, el entonces director deportivo del Corinthians, ya cansados de la opresión de la dictadura militar de Figueiredo, decidieron crear un curioso sistema de democracia en el O Timao.

"Para mí", reflexionaba Sócrates; "lo ideal sería un socialismo perfecto, donde todos los hombres tengan los mismos derechos y los mismo deberes. Una concepción del mundo sin poder". Por eso defendió a ultranza lo que se conoció como la democracia corinthiana, forma de gobierno bajo el lema de "Libertad con responsabilidad", donde el club actuaba como una comunidad de personas en la que todos sus miembros, desde los suplentes o utileros hasta los más altos directivos, tomaban en conjunto todas las decisiones que los afectaban, y en la que todos los votos contaban por igual. La mayoría, el consenso, mandaba. Así, se establecieron los horarios de los entrenamientos, las comidas, las alineaciones, fichajes, despidos... todo. Incluso se aprobó la libertad de acción del futbolista a deshoras fuera de la cancha, nada mejor para Sócrates, que siempre defendió su derecho a fumar un cigarrillo tras otro, a beber. "El vaso de cerveza es mi mejor psicólogo", decía con esa voz susurrante, entremezclada con gallos. Entre otras cosas porque nunca le hizo falta correr demasiado; le alcanzaba con su cerebro, con sus pies.

Por más que lo defendiera, sin embargo, este admirador de Marx nunca fue uno más en el vestuario del Corinthians, club que se convirtió en la imagen de la revolución brasileña en contra de la dictadura, que ya estaba al final de su mandato. No era raro ver imágenes del equipo, ante sus 80.000 fieles seguidores, con pancartas antes de los partidos como "Democracia", "Quiero votar a mi presidente" y "Derechos ya". Ese el otro éxito del Corinthians, que se laureó con los campeonatos del 82 y, ya en Pacaembú, en 1983, el día de la final paulista ante 37.000 gargantas alborotadas, voces perdidas entre el ruido... Sócrates marcó el único gol, el del triunfo. Ahora, pelea por su salud.

Jordi Quixano, Sócrates, el demócrata del fútbol, El País, 03/12/2011

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