Independentisme i moral.
A primera vista, la cuestión que plantea el título de este artículo debería
responderse con una rotunda negativa: la secesión de parte de un Estado por
respecto al conjunto carece de cualquier relevancia en el plano de la ética
política democrática, porque la determinación de las fronteras que corresponden
a un concreto demos es una cuestión que excede de la democracia misma. En
realidad, es una cuestión que la antecede y sobre la cual los principios
normativos de la democracia no podrían aparentemente decir nada. La democracia
se ocupa de las reglas de gobierno de un demos, pero la constitución
territorial y personal de ese demos es algo previo a ella misma. Por
ello, si un pueblo particular decide separarse del conjunto del Estado en el que
hasta entonces vivía, la filosofía política no podría sino tomar nota de ello,
sin poder valorar la corrección o no de esa decisión desde principio alguno.
¿Es así de simple? ¿Carece la secesión de cualquier relevancia moral? Una
valiosa parte del pensamiento democrático contemporáneo lo cuestiona y afirma,
por el contrario, que no puede hablarse hoy en día (y fuera de situaciones
coloniales o de opresión de minorías étnicas) de un supuesto derecho a la
estatalidad en virtud del cual una minoría nacional podría validamente
reclamar la secesión del Estado en que vive, por la sencilla razón de que un tal
derecho atentaría a los principios democráticos esenciales, sería
autodestructivo de la democracia misma (Luigi Ferrajoli). De manera que,
muy en contra de tal supuesto derecho, en las sociedades nacional y
culturalmente complejas, lo que la teoría democrática proclama es una exigencia
normativa para los nacionalistas de mantener la convivencia dentro del Estado
realmente existente (vamos, de renunciar a la secesión) siempre que, claro está,
ese Estado respete los mecanismos de tipo federal de protección de las minorías
nacionales (Ramón Maíz). Para la democracia, la pluralidad nacional está mejor
defendida en un Estado complejo que en uno secesionado que pretenda ser "el
único Estado de una única nación".
Para entender estas afirmaciones, que resultan inicialmente contraintuitivas,
la vía más directa es la de interrogar a quienes reclaman la independencia
nacional por el para qué de su reclamación. No por el por qué o el
cómo de su petición (algo que remite a la prestigiosa idea de
autodeterminación), sino por la finalidad de la pretensión de constituir un
nuevo Estado: "La independencia, ¿para qué?", esa es la cuestión relevante para
opinar sobre las consecuencias morales de la secesión.
En 1990, en la declaración aprobada por el Parlamento vasco a favor del
derecho de autodeterminación, se respondía con toda nitidez a esta pregunta: "El
ejercicio del derecho de autodeterminación tiene como finalidad la construcción
nacional de Euskadi". Es decir, que la independencia no es un fin en sí misma,
sino un medio para poder realizar una política, hacer un algo que ahora no sería
posible. ¿Qué? Construir desde un poder político soberano un nuevo ciudadano que
se ajuste al modelo de ciudadano nacional predeterminado y que se integre en una
sociedad socioculturalmente homogénea en sus lealtades, valores y sentimientos.
Tal como lo expresó el PNV en la declaración aprobada por su máximo órgano: "La
libertad que reclamamos es libertad para restaurar nuestra personalidad
colectiva a partir de valores creados a lo largo de una historia de
milenios".
No es difícil establecer un paralelismo entre esta finalidad confesa del
independentismo nacionalista y la sugestiva distinción que hizo Benjamin
Constant en 1819 entre la libertad de los modernos y la libertad de los
antiguos, y que se considera generalmente como la clave de bóveda de las
democracias actuales, para ver que la libertad que reclaman los nacionalistas es
un caso flagrante de libertad de los antiguos. Es decir, es la libertad
del colectivo, del pueblo entendido como un todo homogéneo e intemporal, una
libertad de la nación. Y es una libertad que se reclama para ejercitarla,
precisamente, contra la libertad de los modernos, es decir, contra los
individuos que componen ese pueblo y a los que se desea hacer objeto de un
proceso personal de reconstrucción (de perfeccionamiento).
La pretensión de edificar un Estado uninacional que a su vez construya
posteriormente una sociedad uninacional homogénea es una pretensión en radical
oposición con las libertades personales que garantiza la democracia, entre las
cuales la libertad de identidad pasa como libertad fundante. Es una pretensión
que tuvo su momento triunfal en el pasado, cuando las exigencias democráticas no
eran tan claramente percibidas como lo son hoy. Así se gestaron los Estados
uninacionales que hoy son objeto de necesaria refacción mediante técnicas
federales. Pero, pretender aquí y ahora volver a crear un Estado uninacional es
tanto como caminar contra el entendimiento moderno de la libertad y la
democracia.
Expresado en términos paradójicos: la secesión es inmoral porque quienes la
piden son nacionalistas. Aunque es cierto que, si no lo fueran, no la pedirían.
Y es que la inmoralidad no está en el qué, sino en el para qué.
José María Ruiz Soroa, ¿Tiene la secesión una relevancia moral?, El País, 19/12/2011
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