Mitjons bruts.
Una mañana pusimos la radio y no había argumentos nuevos, pero tampoco a
veces hay calcetines limpios, qué le vamos a hacer, y tienes que tirar de los
del cesto de la ropa sucia. Es lo que hicieron los tertulianos y analistas:
sacaron los argumentos viejos del armario, los sacudieron un poco y resultó que
estaban muertos, muchos de ellos en avanzado estado de descomposición. Pero,
como decía el otro, el espectáculo debe continuar, de modo que tomaron los
cadáveres, les dieron un barniz de formol, los maquillaron un poco, los
revolvieron luego sobre la mesa de mármol del forense, como se revuelven las
fichas de dominó antes del reparto, y tomándolos al azar fueron exponiéndolos al
público con naturalidad, y sin que nadie protestara, como si la audiencia
hubiera fenecido también. En la televisión y los periódicos ocurría lo mismo:
programas muertos, por un lado, editoriales muertos por otro, artículos de
opinión muertos a granel, ideas muertas en cada titular, hasta las necrológicas,
el género más vivo de la prensa, parecían muertas. Y cuando se conoció la
composición del nuevo Gobierno, resultó que estaba formado, sin excepción, por
cadáveres. Pongan al menos un ministro de Economía vivo, se atrevió a solicitar
un loco, pero lo hizo sin argumentos frescos en los que apoyar su petición. Así
que ni el de Economía, ni el de Cultura, ni el de Fomento, ni el de Trabajo...,
ninguno de ellos estaba vivo, todos muertos, lo que a la población viva, en vías
de extinción, y dadas las características del presidente elegido, tampoco le
extrañó demasiado. Así fue como un país entero siguió tomando el autobús y
formando colas en las pescaderías y haciéndose transfusiones de sangre, y viendo
la tele por la noche sin advertir que era un país de muertos. La enfermedad
había empezado por las palabras, es decir, por los discursos.
Juan José Millás, Los discursos, El País, 02/12/2011
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