Les limitacions de la convivència democràtica.
Uno de los eslóganes más coreados por el 15-M asegura que "nuestros sueños no
caben en vuestras urnas". Como toda reivindicación utópica, cuenta con el cómodo
prestigio de lo imposible, que nos ahorra la pregunta de si, en ocasiones,
nuestros sueños son alucinaciones propias o pesadillas para otros. No voy a
discutir el hecho de que el abanico de lo que tenemos para elegir es
manifiestamente mejorable; trataré de llamar la atención sobre algo que forma
parte de nuestra condición política: que nadie, y menos en política, consigue lo
que quiere, lo cual es por cierto una de las grandes conquistas de la
democracia.
Una sociedad es democráticamente madura cuando ha asimilado la experiencia de
que la política es siempre decepcionante y eso no le impide ser políticamente
exigente. La política es inseparable de la disposición al compromiso, que es la
capacidad de dar por bueno lo que no satisface completamente las propias
aspiraciones. Está incapacitado para la política quien no tiene la capacidad de
convivir con ese tipo de frustraciones y de respetar los propios límites. Nos
han enseñado que esto es lo que hace de la política algo irresponsable y
fraudulento, pero deberíamos acostumbrarnos a considerar que esto es lo que la
constituye.
En una sociedad democrática, la política no puede ser un medio para conseguir
plenamente unos objetivos diseñados al margen de las circunstancias reales,
fuera de la lógica institucional o sin tener en cuenta a los demás, entre ellos
a quienes no los comparten. Cualquier sueño político solo es realizable en
colaboración con otros que también quieren participar en su definición. Los
pactos y las alianzas ponen de manifiesto que necesitamos de otros, que el poder
es siempre una realidad compartida. La convivencia democrática proporciona
muchas posibilidades, pero impone también no pocas limitaciones. De entrada, los
límites que proceden del hecho de reconocer otros poderes de grupos o intereses
sociales con tanto derecho como uno para disputar la partida.
Por eso la acción política implica siempre transigir. Quien aborda cualquier
problema como una cuestión de principio, quien habla continuamente el lenguaje
de los principios, de lo irrenunciable y del combate se condena a la frustración
o al autoritarismo. La política fracasa cuando los grupos rivales preconizan
objetivos que según ellos no admiten concesiones y se consideran totalmente
incompatibles y contradictorios. Todos los fanáticos creen que sus oponentes
están fuera del alcance de la persuasión política. Nadie que no sea capaz de
entender la plausibilidad de los argumentos de la otra parte podrá pensar, y
menos actuar, políticamente.
Uno de los síntomas de la mala calidad de nuestro espacio público es la
creciente influencia de grupos y personas que no han entendido esta lógica y
practican una insistente despolitización. La fragilidad de las democracias
frente a la presión populista se pone de manifiesto en fenómenos como el Tea
Party, verdadero bastión de inflexibilidad. No me refiero únicamente al
movimiento norteamericano, sino a un fenómeno bastante más extendido en nuestras
democracias. Se podría decir sin exageración que todos tenemos nuestro Tea
Party. Partidos, iglesias, sindicatos, y medios de comunicación están
desbordados por una serie de movimientos que se generan a su alrededor, que
tratan de condicionar sus prácticas habituales o cuestionan abiertamente su
representatividad.
Todos padecen su particular asedio contra los moderados, es decir, un fuego
amigo que establece un marcaje férreo de manera que no se hagan cesiones ni se
llegue a compromisos con el enemigo. En este sentido, un Tea Party es un poder
fuertemente ideológico pero desestructurado que parasita de otro poder
ideológico, oficial pero debilitado, y al que exige la lealtad absoluta a unos
objetivos políticos que deben ser conseguidos sin contrapartidas ni compromisos
con el adversario, desprestigiando así la figura del pacto o el valor de la
transacción. Son los guardianes de las esencias que no combaten tanto a sus
enemigos sino que están al acecho de sus semejantes, cumpliendo aquello de que
el peor enemigo está siempre entre los nuestros. Pensemos en la proliferación de
las exhibiciones de orgullo o el significado político que puede tener la
calificación del "sin complejos" que adjetiva actualmente a muchas renovaciones
ideológicas.
Entre las características más despolitizadoras de estos movimientos está la
ausencia de sentido de responsabilidad, su falta de disposición al acuerdo o la
autolimitación inteligente; custodian un núcleo ideológico (la familia, la
nación, el Estado de bienestar, el mercado, los valores) que ven continuamente
amenazado y sospechan principalmente de los moderados de las propias filas; son
especialmente vulnerables al populismo y tienen una gran densidad emocional.
Especialmente dispuestos a ejercer estos condicionamientos ideológicos extremos
son los "movimientos de un solo tema" (en ambos extremos del espectro ideológico
y con asuntos diversos: la naturaleza, la mujer, la nación, el aborto...) a los
que, por preocuparle mucho una sola cosa y casi nada todo lo demás, tienden a
ver eso tan importante desconectado de sus condiciones de viabilidad, de
cualquier calendario de urgencias u horizonte de compatibilidad.
Una cierta debilidad institucional unida a un conjunto de factores sociales y
tecnológicos ha desestructurado el espacio de la reivindicación y la protesta,
que está tan desregulado como los mercados. En todo esto han jugado un papel
decisivo las redes sociales, que han liberado grandes energías de movilización,
comunicación e instantaneidad, pero que suelen ser un mundo desestructurado en
el que cada uno se junta con quien más se le parece. De ahí que cada vez sean
menos redes sociales, en la medida en que la confrontación con el
diferente tiende a ser sustituida por la indignación en compañía del
similar, una emoción que se alimenta comunicando con quien comparte la misma
irritación.
Probablemente esto indica que hemos de pensar nuevamente la política en
sociedades bastante desinstitucionalizadas, cuyos conflictos no tienen la
función estructurante del viejo conflicto social y donde las demandas ciudadanas
no encuentran su cauce en la representación sindical o política. Porque no
estamos en una lógica de equilibrio democrático, sino de antipolítica. Lo que
hay son autoridades alternativas, que no pretenden equilibrar al poder oficial
sino neutralizarlo.
La política ha disciplinado siempre nuestros sueños, los ha concretado en una
lógica política y traducido en programas de acción. Por eso, cuando la política
es débil nuestras expectativas en relación con el futuro colectivo se disparan y
nos hacemos más vulnerables frente a la irracionalidad. ¿Qué hacemos entonces
con todo aquello que nos ilusiona conseguir a través de la política? ¿Debemos
rendirnos a la comprobación de que, dada la naturaleza decepcionante de la
convivencia social, no tiene sentido formularse ideales o luchar por ellos? Más
bien se trata de hacer una distinción sin la que no puede haber una convivencia
democrática. Lo que cabe en las urnas son nuestras aspiraciones; lo que viene
después -si es que no queremos convertir el sueño propio en pesadilla de los
demás- es el juego democrático que limita y frustra no pocas veces nuestros
deseos, pero que también los enriquece con las aportaciones de otros. Si alguien
consiguiera colmar todas sus aspiraciones no compartiría nuestra condición
humana y mucho menos nuestra condición política.
Daniel Innerarity, Los sueños y las urnas, El País, 29/10/2011
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