Història de la intel.ligència.

Toda persona inteligente tiene sus lados y momentos tontos. A pesar de lo cual, se cree que la inteligencia es una característica general, permanente y medible.

Francis Galton (1822-1911), pariente y seguidor de Charles Darwin, llevó el estudio de la evolución a temas inexplorados, con métodos nuevos y una voluntad científica rara: mejorar la especie humana, como se mejoran las especies vegetales y animales. Desarrolló conceptos que todavía se usan: la correlación y regresión estadísticas, el distingo nature versus nurture (características innatas frente a las adquiribles), comparaciones diacrónicas (generaciones sucesivas de personas geniales) y sincrónicas (estudio de gemelos). Con él nacieron la eugenesia (cuyo nombre inventó) y la psicometría.

Estaba convencido de que la inteligencia depende sobre todo de la herencia: la buena cepa familiar; y de que era científico fomentar los cruces matrimoniales adecuados para una prole superior. Esta idea grotesca, ridiculizada por Aldous Huxley en Un mundo feliz (1932), inspiró a los nazis y, todavía en 1980, a los creadores de un banco de semen de genios (véase en Google: Nobel Prize Sperm Bank).

En 1869 publicó Hereditary genius: An inquiry into its laws and consequences (puede leerse en http://galton.org). A partir de listas de personas eminentes, de investigaciones genealógicas y estimaciones demográficas; a partir de la distribución estadística de calificaciones escolares en la Universidad de Cambridge y del cálculo de probabilidades; a partir de observaciones sobre la cría de peces y sobre experimentos sociales involuntarios, como la llegada de hugonotes franceses a refugiarse en Inglaterra (que tuvieron hijos eminentes); construyó hipótesis y compiló estadísticas que le parecieron confirmatorias. Desgraciadamente, no midió la cantidad de tontos y tarados que hay en las familias ilustres.

La hipótesis de Galton le dio un aire científico al dicho medieval: Quod natura non dat, Salmantica non praestat. Un tonto con doctorado sigue siendo tonto, aunque se haya graduado en la Universidad de Salamanca. Lo cual implica que nature pesa más que nurture. En esta dirección, Richard J. Herrnstein y Charles Murray armaron un escándalo en 1994 con The bell curve: Intelligence and class structure in American life. Creyeron descubrir que los negros tienen una posición inferior porque su inteligencia es inferior. Stephen Jay Gould publicó una diatriba (The mismeasure of man) contra el uso de mediciones científicas para justificar prejuicios.

Alfred Binet (1857-1911) no fue tan determinista (aunque empezó midiendo cráneos). Creía que la inteligencia mejora con la educación. Para identificar y ayudar a los niños atrasados, inventó una prueba de inteligencia (no de conocimientos escolares) que dio origen a las pruebas actuales. Era una serie de preguntas que pueden verse en La mesure de développement de l’intelligence chez les jeunes enfants. Por ejemplo: Mostrar un grabado y preguntar al niño qué ve. Según Binet, los niños de tres años responden con una simple enumeración (hay dos personas, una mesa, un gato); los de siete añaden detalles descriptivos (de las personas, la mesa, el gato); los de quince interpretan la escena (están esperando que les sirvan). Otro ejemplo: Comparar de memoria cosas que no están a la vista. ¿Conoces las mariposas? ¿Conoces las moscas? ¿Se parecen? Otro: Te voy a leer frases que están mal y me explicas por qué. Tengo tres hermanos: Pablo, Ernesto y yo.

Si esto recuerda las etapas cognitivas señaladas por Jean Piaget no es casualidad, porque el joven Piaget fue ayudante de Théodore Simon, ayudante de Binet. Los tres se interesaron en la inteligencia infantil, y estuvieron de acuerdo en que se desarrolla con la educación (escolar o no). Lo cual implica nurture más que nature.

La inteligencia aumenta con el desarrollo personal, y lo importante para Binet no estaba en las preguntas, como si fueran un criterio absoluto del grado de inteligencia. Estaba en la distribución estadística de las respuestas obtenidas al aplicar el mismo test a un grupo numeroso de niños de distintas edades. Le servía para establecer la “edad intelectual” de un niño en particular y compararla con su edad cronológica. Si un niño de diez años
respondía como los de nueve, tenía nueve de “edad intelectual”, y su “cociente intelectual” (luego llamado IQ) era 90. Si respondía como un niño de once, su IQ era 110.

Se ha señalado, con razón, que las pruebas de inteligencia están condicionadas por el fraseo, el sistema educativo y el contexto cultural. Para superar estas limitaciones, se han inventado pruebas no verbales, como el test de los dominós de Edgar Ansley. Se muestra, por ejemplo, la secuencia de las fichas 3/1, 3/2, 3/3, 3/4, y se pregunta cuál sigue. La respuesta correcta es 3/5. Hay 48 secuencias de este tipo (no tan sencillas). Si el test se aplica a una muestra representativa de la población, se pueden construir tablas con el porcentaje que respondió correctamente las 48 secuencias (casi nadie), o solo 47, o solo 46, etcétera. Si alguien responde bien 37 (que es alto), está por encima del x% de la población.

¿Quiere esto decir que es más inteligente? Por supuesto que no. Quiere decir que supera al x% de esa población en el test de los dominós. En las empresas que aplican esta prueba a todo su personal, no faltan los que sacan buenas calificaciones y resultan incompetentes, ni los competentes que salen mal calificados. No debería extrañar. Las dificultades que plantea un test no son, ni pueden ser, una muestra representativa de los problemas reales que deben ser resueltos con inteligencia en el trabajo.

Superar todas las marcas en la carrera de cien metros planos no asegura superarlas en los cien de nado libre, en el ascenso al Everest o en un maratón. Menos aún superarlas en las infinitas situaciones de la vida que deben enfrentarse con inteligencia. Que precisamente ese día tal persona haya superado a todas las demás que hayan competido en la carrera de cien metros solo quiere decir eso: Que precisamente ese día tal persona, etcétera.

Hay una literatura técnica muy amplia (y un debate interminable) sobre estas cuestiones. El problema de fondo es que las mediciones se acumulan desde hace más de un siglo, y no se sabe qué miden. Los aciertos en un test, las estadísticas deportivas y el número de amigos en Facebook son algo objetivo, documentable, medible y comparable. Pero ¿qué miden?

Charles Spearman (1863-1945) revisó los trabajos de Galton, Binet y muchos otros; inventó pruebas de otro tipo; tomó en cuenta las calificaciones escolares, la opinión de los maestros sobre la inteligencia de cada niño, factores como la edad, el grado escolar, la estatura, etcétera; y desarrolló un análisis estadístico que permite separar el peso de cada factor en los resultados. Postuló un factor g (la inteligencia general) subyacente, separable y extraíble del conjunto de correlaciones (“General intelligence” objectively determined and measured, puede verse en http://psychclassics.yorku.ca/Spearman). Lo cual revela más de la psicometría que de la psique. El factor g es un constructo estadístico indicativo de no se sabe qué. Para darle un sustento biológico, se han hecho estudios para relacionarlo con el tamaño del cerebro o con ciertos genes en particular, inútilmente.

Howard Gardner (Frames of mind: The theory of multiples intelligences) criticó la idea de una inteligencia general y señaló que las pruebas se concentran en la inteligencia lógica, como si fuera la única; ignorando, por ejemplo, la inteligencia musical. El escaneo del cerebro ha mostrado que no se activan las mismas regiones cuando se escucha música o se juega ajedrez. Aunque el cerebro es sumamente plástico en sus funciones, tiende a distribuirlas por regiones especializadas.

Curiosamente, Gardner parece tener preocupaciones galtonianas. Dedicó un libro al estudio de una generación genial (Creating minds: An anatomy of creativity as seen through the lives of Freud, Einstein, Picasso, Stravinsky, Eliot, Graham, and Gandhi). Deliberadamente, escogió personas con distintos tipos de inteligencia (corporal en el caso de Martha Graham, visual en Pablo Picasso, verbal en T. S. Eliot). Le dio importancia a la historia intelectual de los problemas en cada disciplina cuando llega el genio creador que replantea la situación. Tomó en cuenta las circunstancias biográficas y sociales, el azar, la presencia de un mentor, las rivalidades, la voluntad de imponerse. Todo lo cual parece significativo, pero no explica de dónde sale el genio.

Daniel Goleman escribió un libro sobre la Inteligencia emocional que la volvió respetable por el mero hecho de tratarla así (como inteligencia). Se suponía que las emociones son irracionales. En realidad, son cognitivas, como señaló Max Scheler en 1916 (Amor y conocimiento). Y son educables como cualquier otra forma de inteligencia. Goleman señaló un antecedente remoto en Aristóteles: “Los que no se irritan en las cosas que deben, parecen ser estúpidos; así como los que no se enojan como deben, ni cuando deben, ni con quien deben” (Ética nicomaquea, iv, 5, versión de Antonio Gómez Robledo).


Se ha supuesto que la inteligencia está en el cerebro, en la glándula pineal, en los genes. Por un prejuicio desdeñoso, se ha ignorado la inteligencia de las manos y del paladar. Se han considerado superadas las nociones antiguas de que la inteligencia está en el corazón, el estómago, el hígado, el bazo, las entrañas. Pero tan diversas localizaciones antiguas y modernas tienen algo en común: suponen que la inteligencia está adentro, como algo residente en la persona.

Una tradición distinta supone que la inteligencia está afuera: que llega a la persona como inspiración. Abundan los testimonios de novelistas y dramaturgos que reconocen la iniciativa de un personaje que se impone al autor. Abundan los inventos o descubrimientos que el azar pone ante los ojos del investigador que sepa verlos. Abundan los pensamientos que se producen solos cuando se iba a decir o escribir otra cosa. Abundan las soluciones geniales de personas comunes y corrientes.

Cuentan que a Bernard Shaw le preguntaron si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia, y respondió: “No nada más la Biblia, todos los libros”. Esto sube todos los libros al nivel de la inspiración divina o reduce la Biblia al nivel de cualquier libro, según como se vea. Pero afirma la inteligencia como algo externo que se presenta al autor.

No hay que olvidar que uno de los significados de la palabra inteligencia (como en la frase estar en la inteligencia) localiza la inteligencia en un lugar externo a todos los participantes en ese entendimiento. Esta acepción de la palabra intelligentia apareció en el latín medieval, según Le Robert Dictionnaire historique de la langue française, y pasó a otras lenguas.

La inteligencia es externa, circunstancial, depende del acomodo de las distintas partes que se encuentran, y por eso varía según las circunstancias. Está en la zona de un encuentro feliz (o infeliz) con la realidad que se presenta (como invitación, como problema o como simple realidad) a solas o en diálogo. Está en ninguna parte (en el aire, digamos), aunque puede objetivarse en soluciones: un poema, un teorema, una ley, una operación quirúrgica, la construcción de una presa o la filmación de una película. Las soluciones inteligentes (o no) permanecen como algo que sigue ahí, físicamente, y que puede evaluarse. Su inteligencia es objetiva, externa a las personas que produjeron la solución. Cuando estas se sienten rebasadas por la solución que descubren son realistas. El grado de inteligencia no es una propiedad de las personas, sino de las soluciones.

Naturalmente, si algunas o muchas soluciones producidas por alguien son inteligentes, cabe decir que es una persona inteligente; o más exactamente: que ha estado inspirada. Pero nada garantiza la inspiración. La próxima solución puede ser tonta.

Gabriel Zaid, Grados de inteligencia, Letras Libres, junio 2011

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