La nostàlgia del llogaret.
Los habitantes de cualquier aldea del planeta se reconocen por su cara. Lo
saben todo de todos. Desde que nacen hasta que mueren, los percances que a lo
largo de los años le han acaecido a cada uno de ellos están registrados en el
disco duro de la memoria colectiva. Los habitantes de la aldea se intercambian
saludos al cruzarse en la calle, conversan en la plaza, en la fuente, en el
mercado, en el lavadero, en el bar, en la barbería. Esta forma de vivir y de
comunicarse ya formaba una red social desde el inicio de la historia. Los
hombres y mujeres del neolítico eran capaces de contarse unos a otros hasta el
número de pelos que tenían en la nariz.
Si se trasladara la caverna de un troglodita a la habitación de un estudiante
de Harvard, se encontraría uno con la misma pulsión. Allí, en el año 2003, un
colegial de 19 años llamado Mark Zukerberg, nacido en Nueva York, hijo de un
dentista y de una psiquiatra, muy puesto en informática, recibió junto con la
matrícula de la universidad el consabido álbum, el llamado the facebook,
que no era más que la orla en la que aparecían los rostros de todos sus
compañeros de curso con una sucinta biografía de cada uno. En esa orla había una
chica que a Mark Zuckerberg le gustaba y de la que recibía algunos desplantes
dado el carácter atravesado de este chaval, que era lo más parecido a un
capullo. Para encelarla, molestarla, enamorarla o deslumbrarla, comenzó a
mandarle por e-mail mensajes y fotos robadas. Quería demostrarle lo listo
que era. Ya se sabe que grandes creaciones, hazañas e inventos que han impulsado
a la historia de la humanidad se han hecho para impresionar al sexo
contrario.
En el mismo curso de Zuckerberg estaban matriculados en informática y
psicología sus amigos, los gemelos Tyler y Cameron Winklevooss, que, al parecer,
tuvieron la idea de crear una web para poner en contacto a todos los componentes
de la orla del curso e intercambiarse experiencias, imágenes, chismes, bromas y
cualquier sandez que fuera divertida. El campus de la Universidad de Harvard
pronto se convirtió en una aldea del neolítico, solo que el espabilado Mark
Zuckerberg era el único que tenía el talento necesario en los dedos para llevar
a cabo ese proyecto. Se necesitaba una mínima inversión. Eduardo Saverin,
estudiante de Económicas, proporcionó los primeros 1.000 dólares imprescindibles
para crear una incipiente empresa, formalizada de palabra ante unas cervezas de
un pub, aunque ninguno de los socios pensaba que fuera un negocio, sino
como una simple diversión pasajera. Se trataba de poner en acción una orla
visual e interactiva. Hasta entonces, la informática era una rama de la alta
tecnología, pero estos chavales tuvieron el acierto a unirla a la psicología y
en seguida se produjo una gran explosión. A veces las grandes fortunas nacen de
una idea muy simple como incrustar un palito en un caramelo y crear el
chupachús, o en trocear un pollo, freír y empanar las partes con ciertas
especias y venderlas en cajas de cartón como hizo el llamado coronel Sanders en
Kentucky; pero en el caso de Facebook, la expansión de esta chafardería
estudiantil fue brutal desde el principio porque la informática había pulsado
una tecla muy íntima y misteriosa del alma humana y he aquí que sobre la cabeza
de aquel muchacho de Harvard, que hoy tiene 27 años, comenzaron a caer miles de
millones de dólares y fueron cientos de millones de seres humanos de cualquier
parte del mundo los que se engancharon a este juego. Ni siquiera un negocio de
mermeladas tiene un inicio puro. Por vanidad o por codicia, Mark Zuckerberg
buscó la forma de deshacerse de los gemelos que le habían dado la idea y también
del primer socio capitalista, y el chaval quedó como traidor, villano, envuelto
en pleitos hasta hoy, pero convertido en uno de los tipos más ricos del mundo,
en un raro que viste camisetas raídas y lleva chancletas, come hamburguesas y
vive en una casa de alquiler con su novia. "Con Facebook he querido hacer del
mundo un lugar más abierto", ha dicho el chaval. Puede que sea precisamente lo
contrario. Facebook ha constreñido el planeta en lugar de ensancharlo, hasta el
punto de devolver a cientos de millones de humanos la nostalgia de aquella aldea
del inconsciente donde sus habitantes se reconocían por la cara, se saludaban en
la calle y charlaban de idioteces en la fuente, en el lavadero, en el bar, en la
barbería y en la plaza al salir de misa.
Manuel Vicent, Una forma de volver a la aldea, El País, 17/12/2011
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