El destí del món es decideix en un pub de la City.
En la primavera pasada oí una conversación en un pub londinense que me
ayudó a comprender lo que está ocurriendo en la actualidad mucho más que las
herméticas páginas económicas de los periódicos o los confusos discursos de
tantos políticos. Era un pub situado en la City, a dos pasos del Támesis,
y la animada conversación tenía como protagonistas a tres jóvenes ejecutivos, de
no más de 30 años, que consumían cervezas sentados en taburetes improvisadamente
colocados en la acera, sin duda con el ánimo de gozar de la calidez inusual de
la tarde.
Como hablaban alto era fácil escuchar lo que decían con un tono desenfadado y
alegre. Cuando yo presté atención estaba languideciendo el tema de las mujeres,
vinculado al inmediato fin de semana, y se introducía la cuestión del fútbol,
con dos seguidores del Chelsea y otro del Arsenal. En cualquier caso, los tres
jóvenes estaban más interesados por los negocios del fútbol que por el juego
propiamente dicho, y el nombre de Román Abramóvich, o el de un eventual
comprador del Arsenal que no logré descifrar, eclipsaban a los de los
futbolistas.
Luego, sin abandonar el tono festivo, hablaron de cosas serias: del pasado y
del presente, dado que el futuro parecía importarles más bien poco, al menos
aquel día. Era claro que los tres contertulios se consideraban aspirantes a
dueños del mundo y, en consecuencia, trataban al mundo como si fuera el jardín
de su casa, con libertad absoluta para arrancar o plantar árboles donde les
diera la gana. Era curioso estar al lado de estos propietarios del mundo,
disfrutando, como ellos, de las cervezas y el cálido atardecer.
No se necesitaba mucha imaginación para entender que el poder que se
otorgaban aquellos hombres no era fruto ni de ejércitos ni de grandes empresas
imperiales -algo indispensable para sus abuelos- sino de la audacia, un poco
alocada, y de la especulación. Tenían ideas muy claras y las expresaban con gran
nitidez discursiva, lo que, con posterioridad, me facilitó la reconstrucción de
los argumentos que aquellos tres bebedores de cerveza se habían comunicado, sin
demasiadas disensiones y con una gran complicidad.
Para decirlo brevemente mis compañeros de pub aspiraban a una
existencia en la que la ley del más fuerte se pudiera desarrollar sin trabas. No
obstante, todo se producía pulcramente, civilizadamente. A diferencia de épocas
remotas en que era necesario saquear ciudades o masacrar comunidades enteras, en
la nuestra, afortunadamente, no debía realizarse un esfuerzo tan colosal. De
hecho, en un momento determinado, uno de los tres bebedores se refirió
displicentemente a su padre, que había heredado una gran empresa en Manchester y
que había malgastado su vida tratando de conservarla y luego, en plena
quiebra, pactando una y otra vez con aquellos obreros a los que, finalmente, debió
despedir entre huelgas y malas maneras. Este desgraciado empresario de
Manchester, y sus desgraciados trabajadores, eran, en definitiva, los ejemplos
de lo que debía evitarse a toda costa.
En sentido contrario, según creí comprender, el verdadero emprendedor de
nuestros días es aquel que concibe su negocio sin el lastre de tener una empresa
y, ya no digamos, unos trabajadores que quieran contratos y derecho de huelga, y
a los que se debe echar entre desagradables malos modos. El emprendedor actual
es un ser etéreo y casi invisible que anhela la pureza absoluta del beneficio
sin ataduras de ningún tipo: sin una empresa repleta de inútiles trabajadores,
sin patria que reclame bondades nacionales, sin religión que apele a inservibles
comuniones, sin moral que proclame trasnochados imperativos. A ese negociante
que pasea sus ávidos ojos por el planeta le basta con manejar a su antojo el
sismógrafo de los beneficios y de las pérdidas. Ni siquiera debe pecar porque no
debe darse por enterado de las consecuencias de sus acciones, sean estas el
cierre de no sé cuántas fábricas o el desencadenamiento de no sé cuántas
guerras.
De dar crédito a lo que oí en el pub de la City, el emprendedor ideal
de nuestra época es, casi, un habitante del mundo de las ideas platónico:
encarna la idea del beneficio sin límites, del utilitarismo sin concesiones, de
la eficacia sin la coacción de una moral, y en especial de aquella rancia moral
burguesa en la que los empresarios simulaban estar preocupados por el bien común
de las naciones y por el destino de sus trabajadores.
Para aquellos tres alegres bebedores de cerveza, la crudeza, e incluso la
gélida belleza, del beneficio puro excluía cualquier atención al factor humano.
No debería negarse la posibilidad de que aquellos tres antiguos alumnos de una
buena escuela de negocios hubieran coronado la fantasía de suponer que en el
mundo de los grandes números los hombres habían acabado siendo una sombra
superflua.
Todo eso podría parecer exagerado, las palabras un poco ebrias de tres
jóvenes ejecutivos ambiciosos y sin demasiados miramientos, si no fuera porque
la molestia que supone el factor humano parece anidar en la mayoría de las
declaraciones a las que hemos asistido últimamente. Los hombres, con sus dolores
y placeres, han desaparecido de la escena, y en su lugar han aparecido las
cifras, acompañadas por un lenguaje esotérico, a menudo incomprensible para los
propios que lo utilizan, que siempre tiene como objetivo justificar la
sustitución de los seres humanos por los números. Los destinos individuales se
desvanecen para dar paso a la eclosión de las magnitudes. Y naturalmente han
surgido por todos lados profetas de las magnitudes, tipos que nos informan de lo
que es eficiente y útil, y simultáneamente nos amenazan con el advenimiento de
catástrofes apocalípticas, causadas siempre, no por la codicia y la
especulación, sino por un abuso exagerado del factor humano por parte de
individuos que cometieron el error de considerarse individuos en lugar de
componentes de una cifra. Que los profetas de las magnitudes -o los catedráticos
de Economía- actúen en esta dirección puede formar parte del espectáculo al que
nuestra época es tan aficionada; más grave es que los denominados representantes
del pueblo se hagan eco de sus profecías.
Y eso es exactamente lo que sucede. No pasa día sin que nuestros políticos,
de cualquier ámbito, fustiguen nuestros vicios mientras alaban las virtudes de
la eficiencia universal que se encarnan en el todopoderoso y endiosado mercado.
Tenemos que arrepentirnos porque estamos al borde del precipicio. Puede ser
cierto. Pero los súbditos del mercado que de tanto en tanto aspiramos a ser
ciudadanos aún esperamos una explicación democrática de por qué somos o seremos
precipitados al abismo.
Es verdad que, como nos aseguran, somos culpables de haber querido vivir
demasiado bien, sin que el mundo esté hecho para esos lujos, pero quisiéramos
que se nos hablara asimismo de la inmensa codicia, corrupción y torpeza que nos
ha llevado adonde estamos. Los que deberían hablar callan porque no están en
condiciones de decir la verdad que les hundiría. En este sentido, prefiero a los
tres alegres bebedores del pub de Londres porque eran perfectamente
sinceros a la hora de proclamar su falta de escrúpulos.
Rafael Argullol, El modesto factor humano, El País, 17/12/2011
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