Fer públic allò privat/Privatitzar allò públic (José Luis Pardo).

El Roto

Podemos invocar algunos hechos históricos como testimonio de esta dependencia necesaria de lo privado con respecto a lo público. Por ejemplo, cuando Virginia Woolf escribió a propósito del hecho de tener una habitación propia, estaba hablando de un derecho que durante mucho tiempo les estuvo negado a millones de personas en el mundo (y que aún hoy se les niega a muchas otras), el derecho a una vida privada. Si mi hipótesis es correcta, la prueba del vínculo indisoluble entre lo público y lo privado es que todos esos millones de personas a quienes se negaba (y se niega) el derecho a una vida privada eran (y son) exactamente los mismos millones a quienes se negaba (y se niega) el derecho a una vida pública. La adquisición de derechos civiles, si es una verdadera adquisición de derechos, corre pareja a la posibilidad que cada ciudadano ha de tener de cerrar la puerta de su casa con llave cada noche antes de irse a dormir, y de que nadie pueda violar su privacidad si no es por razones públicas (es decir, con un mandamiento judicial). De aquellos que carecieron durante siglos de estos derechos (y de los que aún hoy carecen de ellos) no diremos solamente que no tienen vida pública, sino también que carecen de vida privada. Viven siempre en casa de otro (del esposo, del padre o del amo): no tienen vida privada, sino que son la vida privada (la propiedad privada) de ese otro, como durante años los súbditos del Congo belga fueron la propiedad privada del rey Leopoldo, y como en general quienes padecen esta condición permanecen a libre disposición de ese otro, el déspota que puede hacer y deshacer a capricho con sus vidas. Otro ejemplo es lo que ocurre en los regímenes totalitarios: aparentemente —debido a la pretensión del “Estado total”—, en ellos todo es público y nadie es un individuo privado —ni pobre ni rico, ni catalán ni bretón, ni herrero ni caballero, ni campesino ni noble, ni artesano ni señor—, porque en todo momento el Estado les tiene reducidos a todos a la condición de donnadies—, pero lo que realmente ocurre es que nada es en rigor público, ya que todos son propiedad privada del egócrata (cuya privacidad no tiene más límites que los del propio Estado, y por ese motivo alcanza dimensiones psicopatológicas y se encuentra a cada instante a punto de estallar debido a su crecimiento monstruoso). Allí donde todo es público nada lo es en realidad, como allí donde todo es privado tampoco lo es nada en realidad, y la condición en la que así se desenvuelve la vida de los hombres coincide con lo que Hobbes habría llamado “estado de naturaleza”, es decir, estado de guerra de todos contra todos, si bien —como advertía el propio Hobbes— “estado de guerra” no significa que todo el mundo esté batallando todo el tiempo contra todo el mundo, sino que, en ausencia de una ley pública legítima, puede darse en cualquier momento un acto de guerra, aunque bien sabemos que el déspota posee, en cada caso, poderosos medios de fuerza orientados a impedir que tales actos desafíen su poder.


Por último, la dependencia de lo privado con respecto de lo público se manifiesta también en el hecho de lo privado carece de una naturaleza propia. No hay cosas que sean privadas por su esencia o su naturaleza (y por esta razón el contenido de lo que se considera “privado” es histórica y geográficamente variable): lo privado es algo que puede hacerse público, pero que está sometido a ciertas restricciones legales, morales, sociales o estéticas para ello, y estas restricciones son modificables. De hecho, una de las maneras en que es posible describir en estos términos el progreso social de la política moderna (la conversión del simple Estado de Derecho en un Estado social de Derecho) consiste justamente en hacer público lo que antes era privado. Sólo dos o tres ejemplos: las relaciones entre los patronos y los trabajadores comenzaron siendo un asunto meramente privado (el Estado, por así decirlo, no podía entrometerse en las relaciones de explotación que unos hombres mantenían con otros hombres), y fue justamente la juridificación del contrato laboral (o sea, su conversión en un documento público) y el nacimiento del derecho del trabajo lo que contribuyó a limitar la arbitrariedad y el avasallamiento de los trabajadores por parte de los empresarios. Igualmente, también durante siglos se consideró que la salud de cada individuo era un asunto exclusivamente privado, y quienes no disponían de medios para curar sus enfermedades tuvieron que arreglárselas como podían, apelando a la caridad o, simplemente, muriéndose. Y esto no cambió hasta que el Estado comenzó a considerar que la salud de sus ciudadanos formaba también parte del interés público. Finalmente, también durante milenios lo que sucedía en la alcoba conyugal o en el domicilio familiar se juzgaba como una cuestión meramente privada, alentando de este modo las relaciones de sumisión y de humillación de las mujeres y de abandono de los niños, hasta que se decidió considerar que, como ya hemos dicho, la privacidad no puede nunca esgrimirse como pretexto para mancillar los derechos públicos de las personas. En estos casos y otros parecidos, el “hacer público lo privado” puede comportar una cierta vergüenza (la que sufren los patronos cuando se descubren las condiciones a las que someten a sus asalariados algunos patronos, o la miseria sanitaria en la que han vivido largo tiempo las clases menesterosas, o las canalladas que algunos maridos han cometido con sus esposas o algunos padres con sus hijos, o como la vergüenza que estaría pasando Juan Iranzo, si la tuviera, porque todos nos hayamos enterado de cómo se compraba camisones y pijamas en El corte inglés), y en estos casos la vergüenza es, por así decirlo, el reproche social que tal conducta merece, independientemente del castigo legal que le corresponda. Este hecho (o sea, el que el progreso social haya tomado a menudo en las sociedades moderna la forma de un “hacer público lo privado”) no debe, sin embargo, llevarnos a pensar que toda publicación de lo privado es un progreso social, como no lo es, sin duda, el que nos enteremos de los secretos de alcoba de los famosos o de los infames, porque ello en nada contribuye al interés público (sino todo lo contrario, “invade” la esfera pública con basura privada, como lo hace quien deja sus desperdicios en la vía pública), por muy grande que pueda ser el interés del público en conocer semejantes porquerías. Como correlato de lo anterior, huelga decir que una de las formas más flagrantes de regresión social (o sea, de quitarle al Estado de Derecho su condición de “social”) consiste en privatizar lo público, algo de lo que en los últimos tiempos no dejamos de ver ejemplos y que no se reduce desde luego, al cambio de titularidad jurídica de ciertas instituciones (que, aunque se produce a veces, es un procedimiento relativamente infrecuente).

1 de mayo

José Luis Pardo, Fragmentos de una enciclopedia, Facebook

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