Atomització social i civilització dels comportaments (Lipovetsky).
Alexis de Tocqueville |
Inseparable del individualismo moderno, el proceso de civilización no debe
confundirse sin embargo con la revolución democrática concebida como disolución
del universo jerárquico e instauración del reino de la igualdad. Sabemos que en
la problemática tocquevillana, es la «igualdad de condiciones» la que, al
reducir las desemejanzas consideradas, naturales entre los hombres, al
instituir una identidad antropológica universal, explica la suavización de las
costumbres, la regresión del uso de la violencia interpersonal. En los siglos
de desigualdad, la idea de similitud humana no existe, por ello la compasión, y
la atención para con los que pertenecen a una casta reputada esencialmente
heterogénea, difícilmente pueden desarrollarse; por el contrario, la dinámica
igualitaria, al producir una identidad profunda entre todos los seres, miembros
iguales de una humanidad idéntica y homogénea, favorece la identificación con
el dolor y la desgracia ajenos y, de este modo, obstaculiza los excesos de
violencia y de crueldad (A. de
Tocqueville, De la démocratie en Amérique,
Gallimard, 1961. t. I, vol. II, pp. 171-175). A esa interpretación, que tiene
el mérito de analizar la violencia en términos de lógicas y significaciones
sociales históricas, debe objetarse que la crueldad y la violencia en los
tiempos jerárquicos no se desplegaban únicamente entre individuos de órdenes
diferentes: los «iguales» eran también víctimas de una violencia cruel. Los
odios de sangre ¿no eran más fuertes cuanto más cerca estaban los hombres, más
parecidos? Así las denuncias por brujería de los siglos XVI y XVII afectaban
casi exclusivamente a gente que los acusadores conocían, vecinos e iguales; los
duelos y vendettas se producían esencialmente entre semejantes. Sí la violencia
y la crueldad no disminuían, entre iguales eso significa que no es la igualdad,
concebida como estructura moderna del apercibimiento del otro en tanto que
«igual», la que hace inteligible la pacificación de los individuos. La
civilización de los comportamientos no llega con la igualdad, llega con la
atomización social, con la emergencia de nuevos valores que privilegian la
relación con las cosas y el abandono concomitante de los códigos del honor y la
venganza. No es el sentimiento de similitud entre los seres lo que explica el declive
de las violencias privadas; la crueldad empieza a producir horror, las peleas
se convierten en signos de salvajismo cuando el culto por la vida privada
suplanta las prescripciones holistas, cuando el individuo se repliega en su
criterio propio, cada vez más indiferente al juicio de los otros. En este
sentido, la humanización de la sociedad no es más que una de las expresiones
del proceso de desocialización característica de los tiempos modernos, con la
promoción democrática de la identificación
entre los seres, Tocqueville ha
sabido llegar al núcleo del problema. En un pueblo democrático, cada cual
siente espontáneamente la miseria del otro: «Tanto da que se trate de
extranjeros o enemigos: la imaginación le sitúa a uno en su lugar. Mezcla algo
personal con su compasión y le hace sufrir a uno mismo cuando se desgarra el
cuerpo de su semejante.» (A. de
Tocqueville, ibid., p. 174) Contrariamente a lo que pensaba Rousseau, la «compasión» no está detrás
de nosotros, está delante, es obra, de lo que según él la excluye, es decir la
atomización individualista. El encerrarse en sí mismo, la privatización de la
vida, lejos de suprimir la identificación con el otro, la estimula. El
individuo moderno debe ser pensado junto con el proceso de identificación, que
sólo tiene un sentido verdadero allí donde la desocialización ha liberado al
individuo de sus lazos colectivos y rituales, allí donde uno y otro pueden
encontrarse como individuos autónomos en un encaramiento independiente de los
modelos sociales preestablecidos. Por el contrario, por la preeminencia
concedida al todo social, la organización holista obstaculiza la identificación
intersubjetiva. Mientras la relación interpersonal no consigue emanciparse de
las representaciones colectivas, la identificación no se opera entre yo y otro
sino entre yo y una imagen de grupo o modelo tradicional. Nada de eso ocurre en
la sociedad individualista que tiene como consecuencia el hacer posible una
identificación estrictamente psicológica, es decir que implica personas o imágenes
privadas, por el hecho de que ya nada dicta imperativamente desde siempre lo
que debe hacerse, decirse, creerse. Paradójicamente, a fuerza de tomarse en
consideración de forma aislada, de vivir por uno mismo, el individuo se abre a
las desgracias del otro. Cuanto más se existe en tanto que persona privada, más
se siente la aflicción o el dolor del otro; la sangre, las agresiones a la
integridad del cuerpo se vuelven espectáculos insoportables, el dolor aparece
como una aberración caótica y escandalosa, la sensibilidad se ha convertido en una característica permanente del homo clausus. El individualismo produce
pues dos efectos inversos y sin embargo complementarios: la indiferencia al
otro y la sensibilidad al dolor del otro: «En los siglos democráticos, los
hombres se sacrifican raramente unos por otros, pero muestran una compasión
general para todos los miembros de la especie humana.» (A. de Tocqueville, ibid., p. 174.) (pàgs. 195-197).
Gilles Lipovetsky, La era del
vacío, Anagrama, Barna 1986
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