Lo cortés quita lo valiente.

Arias Cañete
Hay dos tipos de machismo. Uno de ellos es el machismo elemental y primitivo, que provoca la mayoría de los delitos de agresiones a la mujer y que consiste en asignarle un papel sumiso y de servicio, que cuando se incumple provoca la violencia del hombre en cualquiera de sus formas. Los calificativos de elemental y primitivo no se refieren, por supuesto, a la clase social de quien ejerce esas agresiones: todas las estadísticas demuestran que el nivel económico o cultural de la familia no constituye un factor decisivo en los casos de violencia doméstica. El supuesto ideológico de este tipo de machismo consiste en la concepción de la mujer como un ser inferior al sexo masculino, a quien la naturaleza misma ha asignado un papel subalterno. Puede aceptarse que la mujer ejerza actividades que impliquen destreza o inteligencia, pero no que pretenda tomar decisiones que contradigan las de su marido, amante o jefe. Su misión fundamental consiste en proporcionar placer, apoyo y cuidado a su tutor masculino. Un documento ilustrativo es el manual de la Sección Femenina para la asignatura de Economía Doméstica para el Bachillerato, que comienza con las siguientes palabras: “A través de toda la vida, la misión de la mujer es servir”.

El otro estilo de machismo parece contradictorio con este, aunque veremos que termina coincidiendo con él. Consiste en considerar a la mujer como un ser digno de veneración, que merece un respeto formal exquisito que no solo excluye cualquier violencia física sino que incluso exige una cortesía y delicadeza especial en el trato. Es el machismo de quienes ceden el paso a las señoras, se desviven por ofrecerles todos sus caprichos, no escatiman atenciones y regalos. Incluso aceptan que ocupen cargos más o menos relevantes. Pero, eso sí, no toleran que cuando se plantea algún conflicto ocupen espacios de poder reservados para el hombre, sobre todo para sí mismo. El papel de la mujer consiste en cumplir una función decorativa dentro de la cual goza de todos los privilegios y consideraciones debidas a su sexo, siempre que no pretenda usurpar papeles masculinos cuando hay que optar entre ambos.

Lo que relaciona ambos tipos de machismo es la gestión del poder. Como sabemos, al menos desde Foucault, el poder no se posee sino que se ejerce. Toda relación humana incluye relaciones de poder, que adquiere formas muy diversas que no se limitan a las órdenes y prohibiciones y que incluso cuando ejercen un papel represivo pueden tener excelentes relaciones con el placer. La mentalidad machista –cualquiera de ambas- expulsa a la mujer del poder explícito, que hace públicas sus decisiones y ejerce abiertamente su titularidad. Pero como el poder reprimido busca otras expresiones, se reserva al sexo femenino el poder de la seducción o la gestión de la culpa, cuyo arquetipo lo constituye la madre o esposa sufriente que consigue sus objetivos por la coacción afectiva. Se trata del poder de la debilidad que denunciaba Nietzsche, como manifestación de la “vida descendente”, que reemplaza los valores vitales por su negación.

Así como en la vida económica la desigualdad destruye la cohesión social, la atribución arbitraria del ejercicio del poder que el machismo impone produce una reducción importante de la creatividad en cualquier cultura. Sabemos que sería absurdo buscar razones biológicas que expliquen la escasez de mujeres en muchos ámbitos culturales. Son muy pocas en la historia las científicas, filósofas, músicas, pintoras, economistas o políticas en relación con sus equivalentes masculinos. Y, quizás lo más grave consista en la aceptación por parte de millones de mujeres de las condiciones de este acuerdo tácito, que las eximía de muchos conflictos, como la guerra o la política, pagando el precio de su marginación en la construcción de la historia. Esta alianza que Foucault denunciaba entre la represión y el placer constituye quizás el aspecto más grave de la cultura machista, que ha tardado siglos en ser cuestionado por las mujeres y que aún hoy no muestra signos de desaparecer en muchas culturas.

En términos históricos, que no suelen coincidir con los deseos subjetivos, la reacción de las mujeres contra el machismo ha provocado cambios muy rápidos en nuestra cultura, que ya no se reducen a heroicas actitudes personales –como las de las primeras sufragistas- sino que han penetrado en amplios sectores de la población de ambos sexos, aun cuando sus consecuencias tarden en desaparecer. Y hay que insistir en la necesidad de que no limitar este cambio cultural al sexo femenino: así como la civilización de la desigualdad tiene consecuencias negativas para todos sus integrantes, el machismo constituye un factor cultural que termina pasando factura a todos los ciudadanos. Asignar papeles jerarquizados para el ejercicio del poder basándose en las diferencias de las personas en el proceso reproductivo constituye uno de los tantos elementos irracionales de nuestra cultura.

Y cualquier relación entre este artículo y las recientes declaraciones del Sr. Arias Cañete debe interpretarse como una casual coincidencia.

Augusto Klappenbach, Los dos machismos, Público, 18/05/2014

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