Humanisme: construir l'experiència humana.



La tecnología nos ha convertido en una suerte de monstruos de la naturaleza. Pero (ésa será la tesis que vamos a sostener), la tecnología es la producción de seres que son también producto de la tecnología: los humanos. Monstruos de la naturaleza, aunque monstruos prometedores.

Quizá el mundo se ha hecho más desapacible, quizá hemos aprendido más sobre la insondable capacidad para el daño que tenemos los humanos, pero seguimos viviendo en la misma categoría de aquel mundo llamado entonces posmoderno: un mundo lleno de fronteras y muros levantados para dividirnos en clanes, países, clases, sexos, culturas, etnias, para hacernos olvidar que cualquiera de nosotros estamos hechos de una mezcla continua de identidades. Quienes levantan los muros creen que su función es no dejar entrar, pero todos los muros y fronteras se construyen para no dejar salir. Quienes se encierran tras los muros están encerrados de por vida en las cárceles que ellos mismos se han construido, aunque crean que son paraísos.

Tras siglo y medio de búsqueda de índices de objetividad, normalizadores de estadísticas y estandarizaciones de la conducta, organizadores políticos siempre del mundo de la vida, hemos olvidado cuál era la cuestión que el humanismo trataba de responder. Pues se trataba de elaborar la experiencia humana. Así como el sueño y el duelo hacen su trabajo y convierten la pasión en ceniza de volcanes, la cultura reflexiva debería tratar de convertir las pasiones que han destrozado nuestro tiempo en piedras miliares de nuestra senda, tramas en las que nuestro relato adquiera sentido. Casi doscientos años de ciencias sociales y políticas de racionalización y todavía la experiencia permanece en el reino oscuro, mítico y oracular de lo privado e incomunicable. Como si la vara de medir, la regla de platino iridiado que establece la norma, se hubiese doblado o deformado bajo la presión de las poderosas fuerzas que producen el fetichismo de la mercancía y hubiesen perdido la referencia y la escala de lo humano.

La experiencia, pese a esta larga agonía, no es un residuo, como pretendió el viejo humanismo acomplejado por la división de las dos culturas: humanística y científica. No es el refugio en el laberinto inaccesible del «yo» en el castillo de la conciencia. La experiencia es un proceso, a la vez, objetivo y subjetivo, es la apropiación personal y colectiva de lo real, la instauración de un mundo propio, de un mundo de sentido en un desierto de cadenas causales. La experiencia se funda en el acontecimiento como punto nodal en las sendas de significado. Si la estadística levanta un plano de nombres-números y de representaciones-forma, la experiencia recuerda siempre lo vivido. Es tarea de la crítica cultural guardar la silla vacía de la experiencia, resistir a la representación como rapto de la experiencia. Y esta tarea se aplica a todas las formas de representación: la conceptual, la estadística, la política.

La vida y la muerte pueden ser contadas, es decir, representadas, en un sentido, en números; en otro sentido, en formas lingüísticas o visuales. Pero ambas, como tales, no pueden ser contadas: su relato es la propia vida y muerte como fuentes de todo sentido. La teoría crítica de la cultura debe preservar este origen del sentido.

Los indicadores, los experimentos, las ciencias sociales y otros acercamientos objetivantes a lo humano han borrado las huellas de sus pasos desde el origen del sentido. Pero no pueden borrar que la experiencia sea la escala en la que sus mapas adquieren significación. La experiencia es la escala que estatuyen seres capaces de transformar el mundo productiva y no reproductivamente. El obrero, dice Marx (Manuscritos económicos-filosóficosde 1844), está condenado a producir para otro y a reproducirse para sí. Es un ser enajenado de su experiencia productiva y condenado a repetir una y otra vez su existencia, porque de sus producciones le ha sido robada la experiencia. En esto consiste básicamente el fetichismo de la mercancía; una metamorfosis que sustituye la experiencia por las relaciones entre objetos en los que se deposita el deseo y la agencia, como si fuesen ellos los depositarios naturales: así, el dinero, el capital, el mercado. La experiencia herida de la era de la mercancía convierte lo real en objeto, y a la conciencia, como subproducto, en una cueva vacía, privada de todo lo que de real tiene la experiencia, condenada a una subjetividad privada y privada de significación.

Así como el universo es el espacio físico, la naturaleza es el reino de la vida: es un producto de la vida. Existe la naturaleza porque ciertas regiones del espacio físico se ordenan en nichos en los que sobreviven los sistemas metaestables que llamamos seres vivos, frágiles ensamblajes de sustancias y procesos que, por un corto tiempo, mantienen su estructura a través de una continua transformación del entorno, a cuyos resultados se adaptan hasta reproducirse en sistemas similares. Desde el punto de vista del espacio físico, la vida sólo es un accidente, sin más significado que una extraña formación de energía. Desde el punto de vista de la vida, ese extraño accidente constituye la naturaleza. Ella es el bucle que establece la vida en el espacio físico, para preservarse.

Lo real, el mundo, sostiene el Tractatus, consiste en la totalidad de los estados de cosas constituidos como hechos. Pero la naturaleza, el mundo significante para lo vivo, el mundo de la vida biológica, consiste, además, en posibilidades relevantes. La parte de la naturaleza que es el mundo de la vida humana es un mundo interpretado, comprendido, apropiado en términos de sentido. «El comprender es el ser existencial del propio poder ser», sostiene Martin Heideger en Ser y tiempo. La comprensión no es un proceso puramente intelectual, sino el resultado de un modo de estar en el mundo, a través de prácticas que conducen a la apropiación de las posibilidades en forma de producción agente: comprender es hacer, particularmente es hacer sentido. El lector comprende cuando hace cosas consigo mismo a través de las palabras de otros. El artista comprende cuando hace cosas a otros mediante sus obras. El agente comprende cuando transforma la realidad por medio de su agencia. Comprender es una forma de vida entre la pasividad y la espontaneidad. Es apropiarse de las posibilidades, encarnándolas en la mente o realizándolas en la naturaleza. Para la dinámica causal del universo, las posibilidades son estados de cosas indiferentes y sin sentido: puntos en un espacio geométrico sin ejes de referencia. Para el ser que comprende a través de la producción, nacimiento y muerte no son meros puntos en un espacio, sino elementos constitutivos y limitantes del mundo propio.

«Artificial» significa una condición de ejercicio de la vida: la producción técnica de posibilidades, más que la simple reproducción de la conducta. «Artificial» es toda naturaleza en la que las posibilidades son dependientes de la agencia. Esta última es una forma de vida en tensión inestable entre lo real y lo imaginario, entre el pasado y el futuro, entre lo conceptualmente posible y lo pragmáticamente accesible. Lo artificial no es un subproducto ciego de la cultura o de la sociedad, o de cualesquiera otras metáforas contemporáneas del destino. Sólo en tanto que seres vivos dotados de agencia, podemos decir que la naturaleza es nuestro mundo, el único mundo que tenemos, pero también el único mundo que hacemos y que nos hace.

Que lo artificial se deba a la técnica, es decir, a la producción fiable de lo posible, a través de prácticas que establecen un vínculo sólido entre los planes y los productos, es una discusión ortogonal a la reflexión sobre lo artificial, pero no su esencia. Lo artificial podría ocurrir por suerte si nuestro universo fuera milagroso: el universo de los niños es milagroso. Su artificio es lograr lo que desean sin técnica ni agencia. Por suerte para nosotros, el mundo no es tan benevolente y nos exige la técnica como cualificación necesaria de la agencia.

La naturaleza está constituida por paisajes de posibilidad, es decir, por hechos y estados de cosas que se abren a la producción agente del futuro. Estos paisajes de posibilidad conforman los senderos por los que discurre la existencia, trayectorias erráticas sin más fin definido que el que van estableciendo las posibilidades. No hay un sentido privilegiado que podamos llamar progreso. No hay sentido desgraciado que podamos llamar regreso: nunca se vuelve al mismo lugar. Las sendas de los humanos se desarrollan en una economía de lo posible, entre limitaciones y condicionantes, habitadas por logros y fracasos, fantasmas de la casa del hombre que hacen notar su presencia como nuevas fuentes de deseo, como posibilidades perdidas, como mundos posibles otros. Sendas frágiles como espejos transportados en una motocicleta por las avenidas de la metrópoli.

Representamos lo real mediante metáforas espaciales, mas la naturaleza es espacio-tiempo inseparable. Está hecha de lugares e instantes coimplicados, de acontecimientos y no simplemente de hechos. La huella de la artificialidad humana está por todas partes. La casa, afirma Gastón Bachelard, es el origen del espacio y del tiempo, donde se comienza a construir la imagen del mundo. La naturaleza es la casa humana. Lugar y tiempo de la vida.

Que la naturaleza sea artificial no implica que dependa de los humanos. La autonomía humana es una entre varias trayectorias interdependientes: la causal-física; la autonomía vicaria de las propias producciones humanas; la autonomía de las normas e instituciones. Las posibilidades instauran nuevas dependencias que condicionan el entorno de la agencia.

No tiene sentido oponer un supuesto constructivismo social frente a un supuesto origen natural. Si por construcción social se entiende algo distinto a construcción natural, se trata de una equivocación de niveles, porque la naturaleza y lo social se constituyen mutuamente, así como lo natural y lo biológico. Las emociones humanas son un ejemplo de esta naturaleza artificial. Espontáneas y relativamente autónomas, sin embargo, rastreamos sus huellas en las sendas de la cultura.

Fernando Broncano, La estrategia del simbionte, Editorial Delirio, Salamanca 2012

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