El virus de la pena de mort.



Quizás haya algo perverso en la defensa de la supresión de la pena capital con el argumento de que abundan los casos en los que se ha demostrado la inocencia del condenado y se le ha sacado in extremis del corredor de la muerte: 144 tan solo en Estados Unidos desde 1976, sin contar una cifra muy superior de sentencias conmutadas por largas penas de prisión, casi siempre de cadena perpetua, según un estudio publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences.

La perversión se produce cuando se induce a creer que, de no ser por los nada infrecuentes fallos de la justicia que llevan a condenar a inocentes, estaría justificada la más despreciable muestra de la venganza de Estado, el ojo por ojo del Antiguo Testamento, vida por vida, aplicado incluso en países que se dicen cristianos y deberían inclinarse por la misericordia que predicaba el Nuevo. Aunque habría que dejar fuera del debate a la religión, sea la que sea, tanto si se utiliza para justificar la venganza como el perdón. Ni Cristo, ni Mahoma, ni Yahvé deberían impregnar el código penal de ningún país y la regulación del castigo para los delitos más atroces, sino la fe laica y cívica en los derechos humanos fundamentales entre los que se incluye el de la vida, y no precisamente en el sentido con el que lo toman los antiabortistas.

Tampoco debería alterar la esencia del debate el hecho de que, en ocasiones –como ha ocurrido en una prisión de Oklahoma- el humanitario procedimiento de inyectar al reo un cóctel de sustancias que le quiten la vida rápidamente y con elsufrimiento mínimo acabe provocando una larga y dolorosa agonía que choca incluso con la enmienda constitucional que prohíbe los castigos crueles e inhumanos.

¿Inhumanos? El solo uso de este término constituye una burla siniestra, por mucho que Barack Obama lo empleara en este caso. ¿Es que puede considerarse humano quitar la vida a un hombre, por mucho que se ajuste a la ley y aunque el procedimiento utilizado no cause un sufrimiento excesivo, aunque el reo condenado sea un fanático terrorista, un psicópata homicida o un genocida señor de la guerra? ¿Es que el Estado puede tener derecho a asesinar a un asesino?

Bienvenidas sean sin embargo tales perversiones si sirven para agitar las conciencias y reabrir la controversia sobre la abolición de la pena de muerte entre una población como la norteamericana que, según las encuestas más recientes, la respalda en un 60%. Pero no hay motivos para el optimismo: los políticos tienen otras prioridades, no quieren correr riesgos y, hoy por hoy, lo más probable es que el candidato que se proponga librar esa batalla tenga que pagar un alto precio en las urnas.

Si no lo ha intentado el liberal, compasivo y moderado Obama, ni siquiera durante su segundo mandato, cuando ya no puede aspirar a la reelección, mucho menos cabe esperarlo de los próximos aspirantes a la casa Blanca, sean estos los que sean y por muchas noticias atroces que lleguen desde las cámaras de la muerte. Lo mismo cabe decir de la mayoría de quienes aspiren a cargos electivos en cualquiera de los 32 Estados en los que la pena capital se ha restablecido desde 1974. Vergüenza para todos, aunque eso no haga temblar la mano a ningún gobernador a la hora de ratificar la aplicación de una máxima pena.

Es lícito preguntarse por el motivo de situar tanto el foco en Estados Unidos, donde tan solo hubo 39 ejecuciones en 2013, en lugar de allá donde la pena de muerte se ha aplicado con más frecuencia, según datos de Amnistía Internacional: al menos 369 casos en Irán, 169 en Irak, 79 en Arabia Saudí, y así hasta 778 registrados en 22 países, y eso sin contar a China, donde no hay datos fiables pero la cifra supera con gran probabilidad a la de todos los demás países juntos. Los métodos han sido variados: inyección letal, decapitación, electrocución, fusilamiento, tiro en la nuca, ahorcamiento…

El número de condenas a la última pena ascendió ese mismo año a 1.925 en 57 países. El 31 de diciembre había contabilizados 23.392 reos en espera de ser ejecutados, por delitos a veces tan peregrinos como adulterio, tráfico de drogas y homosexualidad, punible esta última con el máximo rigor en Irán, Arabia Saudí, Yemen, Mauritania, Sudán y algunas regiones de Nigeria y Somalia.

Sin embargo, el caso norteamericano es singular porque el imperio no solo despliega una dominación global basada en su fortaleza militar y económica, sino que pretende ejercer una influencia moral utilizando un sutil poder blando que no siempre se percibe como tal y que transmite con tanta eficacia como cinismo principios políticos, culturales e incluso cívicos. Algunos de esos valores –como el individualismo a ultranza, el desarme del Estado y la alabanza al hombre hecho a sí mismo- son en realidad peligrosos virus que amenazan avances sociales que –por ejemplo en la vieja Europa- se han ido consolidando con mucho esfuerzo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, como los de la solidaridad implícita en el modelo de Estado de bienestar, cada vez más débil y amenazado.

Por fortuna, no hay peligro de que el virus de la pena de muerte prenda en un futuro previsible en Europa, donde solo está vigente en Bielorrusia, aunque no se aplicó en 2013. Pero sirve de coartada y pretexto en otras partes del mundo, incluso a la hora de justificar abusos en su aplicación. Como en Japón, donde el número de ejecuciones en relativamente pequeño, pero con el agravante de que detención, confesión, procesamiento y condena son con frecuencia sinónimos y se traduce en muchos casos en indefensión real.

Un vistazo a los corredores de la muerte en Estados Unidos muestra la cara más siniestra de esta aberración que se disfraza de justicia. Porque, más allá de las proporciones de las diferentes etnias en el conjunto de la población, ser negro, hispano y, por encima de todo ello, ser pobre, es decir, no tener medios para conseguir la mejor defensa posible, desafía a esa estadística y supone contar con muchas papeletas para terminar en la camilla de una aséptica habitación de una prisión, separado por una vidriera de un público restringido, y con un mortal cóctel de fármacos inyectado en vena.

Hay un nombre para esa práctica: asesinato de Estado. De forma rápida e indolora, si hay suerte; lenta y dolorosamente si algo sale mal.

Público, Pena de muerte: ¿que le apliquen la inyección letal!, El mundo es un volcán, 

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