La fal.làcia de les proves silencioses.
Ciceró |
Hace más de dos mil años, el orador, literato, pensador, estoico,
manipulador político y (normalmente) caballero virtuoso romano Marco Tulio
Cicerón exponía la historia siguiente. A un tal Diágoras, que no creía en los
dioses, le mostraron una tablillas pintadas en que se representaba a unos
fieles que estaban orando y que, luego, sobrevivían a un naufragio. De tal
representación se deducía que la oración protege de morir ahogado. Diágoras
preguntó: “¿Dónde están las imágenes de quienes oraron y luego se ahogaron?”
(I, cap. 8, pàg. 165)
Las pruebas silenciosas están presentes en todo lo relacionado con el
concepto de historia. Por historia no
entiendo únicamente esos libros eruditos pero aburridos que figuran en el
apartado de historia (con pinturas del Renacimiento en las cubiertas para
atraer al comprador). La historia, repito, es
cualquier sucesión de acontecimientos vistos con el efecto de la posteridad.
Esta parcialidad se extiende a la adscripción de factores
determinantes en el éxito de las ideas y las religiones, (…) al debate de
naturaleza frente a crianza o educación, a errores en el uso de pruebas ante
los tribunales, a las ilusiones sobre la “lógica” de la historia y,
naturalmente, de forma mucho más grave, a nuestra percepción de la naturaleza
de los sucesos extremos. (pàg. 166)
Resulta muy fácil evitar mirar al cementerio mientras se
urden teorías históricas. (…) A esta distorsión la llamaremos sesgo, es decir,
la diferencia entre lo que se ve y lo que hay. Por sesgo entiendo el error sistemático que de forma coherente muestra
un efecto más positivo, o negativo, del fenómeno, como la báscula que
indefectiblemente nos pone unos gramos de más o de menos, o como la cámara de
vídeo que nos añade varias tallas. (pàg. 167)
Las pruebas silenciosas son lo que los sucesos emplean
para ocultar su propia aleatoriedad, en especial la del estilo Cisne Negro.
(pàg. 167)
Se nos recuerda a menudo que los fenicios no produjeron
ninguna obra literaria, aunque se supone que fueron ellos quienes inventaron el
alfabeto. Los comentaristas hablan de su filisteísmo basándose en la ausencia
de documentos escritos, y afirman que, ya fuera por raza o por cultura, estaban
más interesados en el comercio que en las artes. En consecuencia, la invención
fenicia del alfabeto se debió al más bajo propósito de dejar constancia de las
transacciones comerciales, y no a la noble meta de la producción literaria. (…)
Bueno, pues ahora parece que los fenicios escribieron bastante, pero en un tipo
de papiro perecedero que no resistió el efecto biodegradable del tiempo. (pàg.
168)
El olvido de las pruebas silenciosas es endémico en la
forma en que estudiamos el talento comparativo, particularmente en las
actividades que están plagadas de atributos del estilo “el ganador se lo lleva
todo”. Es posible que gocemos de lo que vemos, pero no tiene sentido leer
demasiado sobre historias de éxito, porque no vemos la imagen en su totalidad.
(pàg. 168)
La dinámica de la superestrella (literaria) se basa en
que lo que llamamos “patrimonio literario” o “tesoros literarios” es una
proporción diminuta de lo que se ha producido de forma acumulativa. (…)
supongamos que atribuimos el éxito del novelista del siglo XIX Honoré de Balzac
al grado superior de su (…)“sensibilidad”… Se puede considerar que esta
cualidad es “superior” y que conduce a un rendimiento superior si, y sólo si, quienes carecen de lo que
llamamos talento también carece de esta cualidad. Pero ¿y si hubiera cientos de
obras maestras similares que resulta que han desaparecido? Siguiendo mi lógica,
si en efecto hay muchos manuscritos desaparecidos con atributos semejantes,
entonces, lamento decirlo, nuestro ídolo Balzac no fue más que el beneficiario
de una suerte desproporcionada en comparación con sus iguales. Además, al
favorecerle, es posible que cometamos una injusticia con otros.
Lo que quiero decir, y lo repito, no es que Balzac
careciera de talento, sino que su talento es menos exclusivo de lo que pensamos. Consideremos simplemente los miles de
escritores hoy esfumados de la conciencia: su registro no entra en el análisis.
(pàg. 169)
Sólo The New Yorker
rechaza cerca de cien originales al día, de modo que podemos imaginar el número
de genios que nunca oiremos hablar. (…) Pensemos en el número de actores que
nunca han pasado una audición, pero que lo hubieran hecho muy bien de haber
tenido ese golpe de suerte. (pàg. 169)
Muchos estudios sobre millonarios destinados a entender
las destrezas que se requieren para convertirse en una celebridad siguen la
metodología que expongo a continuación. Toman una población de personajes,
gentes de grandes títulos y fantásticas ocupaciones, y estudian sus cualidades.
Se fijan en lo que tienen en común esos peces gordos: coraje, saber correr
riesgos, optimismo, etc..; y de ahí deducen que tales rasgos, sobre todo el de
correr riesgos, ayudan a alcanzar el éxito. (pàg. 171)
Ahora echemos una mirada al cementerio. Resulta difícil
hacerlo, porque no parece que las personas que fracasan escriban sus memorias
y, si lo hicieran, los editores que conozco no tendrían ni el detalle de
devolverles la llamada (o de responder a un correo electrónico). (…) La tumba
de los fracasados estará llena de personas que compartieron los siguientes
rasgos: coraje, saber correr riesgos, optimismo, etc.; justo los mismo rasgos
que identifican a la población de millonarios. Puede haber algunas diferencias
en las destrezas, pero lo que realmente separa a unos de los otros es, en su
mayor parte, un único factor: la suerte. Pura suerte. (pàg. 172)
Recordemos la distinción entre Mediocristán y Extremistán
del capítulo 3. Decía que escoger una profesión “escalable” no es una buena
idea, simplemente porque en esas profesiones son muy pocos los vencedores. Pues
bien, dichas profesiones producen grandes cementerios: el número de actores
muertos de hambre es mayor que el de contables muertos de hambre, aun
suponiendo que, como promedio, tengan los mismos ingresos. (pàg. 173)
Katrina, el devastador huracán que asoló
Nueva Orleans en 2005, hizo que multitud de políticos aparecieran en televisión
para cumplir con su función de tales. Impresionados por las imágenes de la
devastación y de las airadas víctimas que se habían quedado sin hogar,
prometieron “reconstruir” la zona. (…)
¿Prometían acaso que iban a hacerlo con su propio dinero?
No. Era con dinero público. Pensemos que esos fondos iban a ser detraídos de
algún otro lugar (…) Ese algún otro lugar estará menos mediatizado. Podría
ser la investigación sobre el cáncer con fondos privados, o los próximos
esfuerzos para frenar la diabetes. Parece que son pocos los que prestan
atención a los pacientes de cáncer sumidos en un estado de depresión que la
televisión no muestra. Estos pacientes de cáncer no sólo no votan (para las
próximas elecciones ya habrán muerto), sino que no aparecen ante nuestro
sistema emocional. Todos los días mueren más personas de cáncer que víctimas
registró el huracán Katrina; son
quienes más necesitan de nosotros: no sólo nuestra ayuda económica, sino
nuestra atención y amabilidad. Y es posible que sea de ellos de quienes se tome
el dinero; quizás indirectamente, o tal vez directamente. El dinero (público o
privado) que se quite a la investigación puede ser el responsable de la muerte
de esos pacientes, perpetrando así un crimen que puede quedar en silencio.
(…) Vemos las consecuencias obvias y visibles, no las
invisibles y menos obvias. Sin embargo, esas consecuencias que no se ven pueden
ser -¿no!, normalmente son- más significativas. (pàg. 178)
… ocurre a menudo que las consecuencias positivas de una
acción benefician únicamente a su autor, ya que son visibles, mientras que las
negativas, al ser invisibles, se aplican a los demás, con un coste neto para la
sociedad. (pàg. 179)
Una vida salvada es una estadística; una persona herida
es una anécdota. Las estadísticas son invisibles; las anécdotas destacan.
Asimismo, el riesgo de un Cisne Negro es invisible. (pàg. 80)
Estamos hechos para ser superficiales, para prestar
atención a lo que vemos y no prestarla a lo que no llega con viveza a nuestra
mente. Libramos una doble guerra contra las pruebas silenciosas. La parte
inconsciente de nuestro mecanismo inferencial (y existe uno) ignorará el
cementerio, aun en el caso de que seamos intelectualmente conscientes de la
necesidad de tenerlo en cuenta. Lo que no se ve no se siente: albergamos un
desdén natural, hasta físico, por lo abstracto. (pàg. 191)
Nassim Nicholas
Taleb, El cisne negro. El impacto de lo altamente
improbable, Círculo de Lectores, Barna 2008
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